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La puerta de acceso al pasillo de las celdas se abrió y se oyeron pasos. Una figura vestida de blanco se plantó ante la enorme reja. Era Jean de Rossal. Un sargento que hacía las veces de carcelero abrió la celda y el comendador entró en ella.

– Dejadnos a solas -dijo con el tono del que está acostumbrado a mandar.

Jean esperó a que saliera su subordinado y tendiendo un pellejo a Arriaga dijo:

– Bebed.

El preso dudó.

– No contiene más que agua y algo de jugo de corteza de sauce para que os calme el dolor. ¡Bebed! Os hará bien.

Rodrigo tomó el odre y bebió ansiosamente.

– Me habéis hundido con vuestra traición -dijo el comendador.

– ¿Cómo? -repuso Rodrigo.

– Sí, yo avalé vuestra entrada en la orden, yo os apoyé para que os tuvieran en cuenta, para que fuerais ascendiendo… Esto me va a costar caro.

– Vaya, no os diré que lo siento, pero no me gustaría que os ejecutaran por ello.

– No temáis, no llega la cosa a tanto. Mi futuro era brillante, iba a llegar muy muy lejos y de momento me quitan de en medio enviándome a un lugar remoto.

– ¿A Tierra Santa?

– Ojalá -dijo Jean riendo con amargura.

– ¿A las tierras de más allá del mar?

Jean asintió:

– Sí, la orden quiere crear allí un emplazamiento permanente, obtener oro y plata durante todo el año. Hay un nuevo barco en La Rochelle…

– Lo vi.

– Pues parto en él en unos días. Me habéis hundido, Rodrigo. ¿Por qué lo hicisteis? Yo os quería.

Arriaga se quedó perplejo. ¿Había oído bien?

– Siempre os amé Rodrigo, desde nuestros tiempos de estudiantes. Vos hicisteis despertar en mí este instinto contra natura que me ha acompañado toda la vida.

– ¿Y Beatrice? ¿Dónde está? -preguntó Arriaga cambiando de tema. No le agradaba lo que acababa de oír.

De Rossal hizo un gesto inequívoco de fastidio.

– Vos la matasteis, claro -inquirió Rodrigo.

– Yo no fui. No me creáis tan mezquino. Yo sabía que volveríais a por ella. Nos hicimos con la posada y se les ejecutó por traidores. Al padre y a la hija. Pero a la chica la mató alguien… conocido.

– ¿Quién?

– ¿Y qué importa? ¿Os vais a vengar? Vuestro destino ha sido sellado. Sois hombre muerto. ¿Qué necesidad había de todo esto, Rodrigo? ¿Por qué? ¿Fue por dinero?

– Vinieron a reclutarme a mi casa del Pirineo. Aurora, mi amada, yacía en tierra no consagrada por suicida. La exhumaron y le otorgaron los últimos sacramentos.

Jean de Rossal soltó una carcajada sonora y amarga.

– Todo por una muerta. Vais a tener un fin horrible, amigo. Están furiosos con vos. Vienen de camino, creo que os quieren ver sufrir de veras. ¿Sabéis lo que habéis hecho al matar a Silvio de Agrigento? El Papa está harto de este asunto y ha nombrado sustituto a un hombre de hierro, el cardenal Augusto de Enzo, un antiguo dominico que nos perseguirá sin tregua.

– Me alegro.

– Todos mis superiores están furiosos. Silvio de Agrigento era un tipo manejable, sobre todo ambicioso, se podía negociar con él. La cosa se nos ha complicado. Me habéis arruinado la vida, Rodrigo, pero sé que os harán pagar por ello. Querrán saber del paradero del segundo libro.

– ¿Cómo sabéis eso?

– Lo sabemos todo.

– No sé dónde está. Si muero llegará a manos que hagan un buen uso de él.

Jean volvió a reír.

– No seáis idiota, Rodrigo.

– ¿Desde cuándo sabéis que estaba al servicio de Silvio de Agrigento?

– Fuimos tontos. Vuestro pasado como espía debía habernos hecho sospechar, pero yo estaba obcecado y convencí a los demás. Lo supimos en Escocia. Mi padre me escribió, dice que hubo una reunión en el Templo. ¿Acaso creéis que gente tan importante se reúne sin centinelas, sin escolta? Cuando se dio por terminada la misma salisteis por el túnel y uno de los vigías os vio. Se hizo evidente que erais el espía de Lucca Garesi. Por entonces, De Montbard os había encargado el trabajito de Robert Saint Claire, así que decidieron esperar a que cumplierais con vuestra palabra y matarais a aquel loco. Una vez completado el trabajo os eliminarían. No quisieron hacerlo allí porque hubieran despertado las sospechas de los Saint Claire.

– Decidieron esperarme en La Rochelle y hacerlo allí.

– Exacto. Pero desaparecisteis.

– Ya.

– Debo decir que sois bueno, vuestros predecesores apenas duraron unas semanas. Los descubrimos enseguida y pagaron por ello, creedme. Pero vos… hubierais servido bien a la causa.

– No me agrada vuestro proyecto. Sois unos locos.

– No tenéis ni idea.

– Sé más de lo que pensáis.

– ¿Sí?

– Sí, sólo me queda una duda…

– ¿Cuál?

– ¿Por qué os creéis descendientes de los nazareos?

Jean quedó pensativo por un instante. Parecía sorprendido. Entonces dijo:

– Total, sois hombre muerto. Os lo explicaré. Como ya sabéis, en el antiguo Israel había una casta que se encargaba del Templo: los sacerdotes. Eran todos de familia real, de la estirpe davídica, y no se mezclaban con los descendientes de las otras tribus; había que mantener la semilla pura. Para ello, los niños y niñas que iban a servir en el Templo eran educados allí. Cuando una niña alcanzaba la edad fértil, era fecundada por uno de los sacerdotes que eran considerados hombres santos, ángeles. Así ocurrió con una joven de trece años, María, que recibió la semilla de un sacerdote llamado Gabriel…

– ¡El arcángel Gabriel!

– Y fue dada en matrimonio a un hombre ya anciano para que el niño creciera fuera del Templo hasta la edad de doce años, según la costumbre. Cuando los vástagos cumplían esa edad eran devueltos al Templo y allí eran instruidos por los otros sacerdotes. María tuvo otros cuatro hijos más.

– ¿Estáis negando que Nuestra Señora concibió del Espíritu Santo?

– ¿Queréis conocer la historia o no?

Rodrigo guardó silencio.

– Jesús volvió a los doce años, vivió en el Templo y alcanzó bastante influencia. Pertenecía a los nazareos y alcanzó el grado máximo de iluminación.

– Era un resucitado.

– Exacto, era un hombre santo, de Dios y de la ley, había seguido los ritos necesarios para vencer su lado humano y las tentaciones del mundo, un iluminado que resucitó y vestía de blanco. Eran tiempos de convulsión, las revueltas contra Roma eran continuas. Los judíos estaban convencidos de que vencerían al enemigo, no en vano eran el Pueblo Elegido. Como ya había ocurrido en el pasado, por muy mal que se pusieran las cosas, Dios vendría en su ayuda y terminaría arrasando las legiones del Imperio. Jesús era de linaje sagrado, se perfilaba como el Mesías, el futuro rey de Israel que habría de llegar según la profecía. Los romanos lo ejecutaron. Le sucedió su hermano, Santiago, de mayor predicamento entre los judíos. Fue entonces cuando se produjo la revuelta y Jerusalén fue arrasada. Santiago murió y algunos de los nazareos (no te olvides que hablamos de miembros de las élites, familias que dominaban Israel, con riquezas y recursos) decidieron que había que sobrevivir. Varias familias muy, muy ricas, ocultaron el tesoro del Templo, el legado y la sabiduría de su pueblo, bajo los subterráneos que habían sido excavados durante siglos. Se registró el lugar en que quedaba oculta cada vasija, cada pergamino y todo quedó anotado…

– En el Manuscrito de Cobre.

– Vaya, habéis avanzado de veras… Pues sí, en el Manuscrito de Cobre, que fue repartido entre dichas familias. Cada una de ellas conservó un fragmento para que ninguna pudiera hacerse con el tesoro completo del pueblo de Israel. Dichas familias huyeron a tiempo y emigraron a Occidente. Hicieron un juramento para restablecer la gloria del Templo de Yahvé y se perdieron, desperdigándose entre las naciones de Europa. Juraron pasar desapercibidos, asumir las religiones de los pueblos que les acogieran para no llamar la atención con una sola condición: que fueran religiones monoteístas. Pasaron las generaciones y el legado fue de padres a hijos. Así fue como me enteré yo. A la edad de veintiún años, mi padre me llamó y me contó esta historia. Recibí un anillo de oro que representa una de las columnas del Templo, Jaquín. Y así fueron pasando los años. Casi mil. Mil largos años. Un milenio. Cada familia conservó su fragmento del Manuscrito de Cobre como pudo. En algunos casos el resto correspondiente sufría deterioros por el paso del tiempo, y entonces las familias pasaban el texto a pergamino. Pero nunca, nunca, ninguna de ellas permitió que se perdiera esa valiosa información.