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Siguió pensando, necesitaba hallar algo que él supiera y ellos ignoraran pero no dio con ello. Se quedó dormido.

La luz del sol que entraba por un ventanuco lo despertó a la mañana siguiente. El carcelero vino y le dio unas gachas casi imposibles de tragar aunque tenía hambre.

Cuando terminó de comer dejó la escudilla en el suelo y la observó con la mirada perdida. Sus ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad de la celda. ¿Cuánto tiempo llevaría allí?

Entonces reparó en un pequeño detalle. A veces una simple tontería te salva o te cuesta la vida. En el oficio de espía una palabra a destiempo, una frase, un simple gesto, te pueden descubrir. Por eso era siempre tan minucioso repasando los hechos. Y había dado con un detalle que, aunque nimio, no debía ser despreciado: Jean, al igual que su padre y André de Montbard, creían que él había matado a Robert Saint Claire. Sólo él sabía que no había sido así. ¿Le serviría de algo?

En ese momento se abrió el portón y oyó ruido de pasos. Dos guardias cruzaron frente a la reja llevando a una suerte de guiñapo en volandas. Reconoció el jubón granate de Tomás.

– ¡Dios! -exclamó desesperado.

El joven debía de estar inconsciente porque no respondió a las llamadas de Rodrigo cuando los carceleros los dejaron a solas. Gritó y gritó para que su amigo le oyera desde su celda, y al final pudo oír:

– ¿Rodrigo?

– Sí, soy yo.

– ¿Estáis herido?

– Me duele todo el cuerpo, me dieron una paliza.

– ¿Puedes acercarte a la reja de tu celda? Yo estoy encadenado al muro.

– Yo también.

– Tomás… ¿y Toribio?

Silencio.

– ¿Tomás?

Escuchó un sollozo, quizá una queja.

– Nos estaban esperando. Cuando llegamos a vuestras tierras y entramos en vuestra casa no vimos nada. Fuimos a la de Matías y Eufrasia. Los habían degollado en la cama. Intentamos salir de allí pero surgieron cuatro esbirros de no sé dónde. Era una pelea desigual. Tres fueron a por Toribio y uno me atacó a mí. Hice lo que pude pero no soy bueno con la espada y me desarmó. Toribio peleó como un bravo, vi caer a uno de ellos pero los otros dos lo ensartaron al unísono. Estaba muerto antes de llegar al suelo. Se pusieron furiosos por lo de su compañero. Eran templarios disfrazados de campesinos. Me tiraron al suelo y me patearon hasta que me desmayé.

– Lo siento, Tomás.

– Fue culpa mía -dijo el crío, que comenzó a sollozar.

Quedaron de nuevo en silencio. Rodrigo le oía respirar con dificultad. Seguro que tendría rota alguna costilla.

– Y ahora ¿qué? ¿Van a matarnos, Rodrigo?

– Me temo que sí, hijo.

– No quiero morir… soy joven… ¡ni siquiera sé lo que es estar con una mujer!

– ¡Tranquilo, hijo, sé fuerte!

Otro largo silencio.

– ¿Nos torturarán?

Rodrigo no quería contestar. Entonces pensó algo:

– Mira, hijo, hay una posibilidad para ti. Podemos negociar con ellos para que no te hagan daño… déjame a mí.

– ¿Cómo?

– ¿Dónde escondiste el libro?

– Está en lugar seguro.

– Bien hecho, pero ellos lo quieren, lo necesitan. ¿Dónde está?

– No os lo diré. Si lo sabéis os torturarán y si se lo damos, nos matarán.

– Me torturarán igualmente, pero si me dices dónde está podré negociar y salvarte la vida. Me quieren a mí, ¿entiendes?

El joven comenzó a toser.

– ¡Tomás! ¡Tomás! ¿Me oyes?

Nada.

Pensó que debía de haberse desmayado. Rodrigo se sintió morir. ¿Qué iba a hacer? Muchas veces había pensado en la posibilidad de caer en manos del enemigo y ser torturado, era algo natural en su oficio, pero ahora, ante la inminencia del más atroz de los sufrimientos, se sintió desfallecer. Quizá él podría aguantar pero… ¿y Tomás?

Era entrada la noche cuando Jean llegó acompañado por dos tipos de aspecto fiero.

«Ya están aquí», pensó Arriaga.

Jean entró solo en la celda.

– El libro -dijo.

Rodrigo suspiró, no podía decirle que Tomás no había querido contarle dónde estaba la copia que faltaba.

– No sé dónde está, Jean, de veras.

– Voy a disfrutar con esto, ciertamente…

Salió de la celda y fueron donde Tomás. Vio que traían un brasero. El crío lloraba, suplicaba. Entonces comenzó a oír el sonido de los golpes sordos sobre el cuerpo adolescente de Tomás y sus gritos de dolor.

– Dadme el hierro -ordenó Jean.

El inconfundible siseo y el olor de la carne quemada coincidieron con el aullido del crío. Luego vino otro, y otro.

– ¡Díselo, Tomás! ¡Díselo! -gritó Rodrigo.

Sólo se escuchaban los alaridos del joven hasta que Arriaga tuvo que taparse los oídos para no oír. Cuando los torturadores se fueron intentó hacer razonar a Tomás, pero éste no contestaba. Debía de estar inconsciente.

Volvieron por la noche. Rodrigo perdió la noción del tiempo, que pasaba muy lentamente. Le hubiera gustado estar en el lugar de Tomás: era una víctima inocente y Jean sabía que hacía mucho más daño a Arriaga torturando al joven. De vez en cuando se asomaba y le preguntaba por el paradero del libro. No quiso escuchar las súplicas de Arriaga, no lo creyó cuando le repitió llorando que él no lo sabía, que dejaran al chico, que hablaría con él. Sabía que llegaba un momento en que un torturado perdía el control sobre su propia mente, un punto sin retorno en el que sólo se murmuran incoherencias. Era de madrugada cuando Jean entró en su celda. Llevaba el hábito manchado de sangre.

– Ha muerto -dijo sonriendo.

– Hijo de puta.

– Me voy a dormir, estoy cansado. Mañana os toca a vos. Disfrutaré de veras. Sois más fuerte que ese chiquillo. Me duraréis más.

– ¿Cómo habéis podido hacerlo?

– La culpa es vuestra. Vos lo metisteis en este negocio.

– Yo no, fue su amo, Silvio de Agrigento. Era su criado. Ahora sé por qué la gente del valle de Chevreuse os odia tanto.

Jean alzó las cejas como si le diera igual.

– Os mataré por esto, lo juro -dijo Rodrigo.

– Dejaos de bravatas. Estoy cansado. Ah, y haced memoria sobre el paradero del libro de notas de Tomás.

Lorena Saint Claire

A Rodrigo le costó mucho trabajo conciliar el sueño. Tuvo pesadillas de nuevo, veía a Aurora, a Beatrice, a Tomás, a su madre… todos estaban en el infierno y alzaban las manos para que él los salvara. El chirrido de la reja que se abría lo hizo despertar de un salto.

– Tranquilo -dijo una voz de mujer-. Quiero hablar con él a solas.

Era Lorena.

– ¿Qué hacéis aquí?

– No estáis en condiciones de preguntar.

– Cierto.

– Vengo a hablar con vos -dijo ella con un tono muy dulce-. No quiero que sufráis, hacedme caso. Si dijerais dónde se oculta el libro…

– ¿Es eso lo que os trae aquí? Os envían para sonsacarme.

– Eso y vos…

La joven le acarició la cara.

– No sé dónde está.

Lorena Saint Claire le dio una sonora bofetada.

– ¡Maldito hijo de puta! -exclamó.

– Vaya, ¿es esta que veo la verdadera Lorena Saint Claire?

– No tenéis ni idea de quién soy. Pobre imbécil.

– Así que todo era una farsa.

– ¿Acaso pensáis que es la primera vez que lo hago? Los hombres sois verdaderamente manejables gracias a vuestra lujuria. No pensáis con la cabeza, lo hacéis con el vientre.

– Ya, y yo era peligroso…

– En efecto, sabíamos que los mandamases del proyecto querían eliminar a mi hermano. No podían hacerlo en la Grande Tour de París, eso hubiera provocado un cisma sin precedentes. Así que resolvieron realizar la pantomima de traerlo de vuelta a casa para que luego vos lo mataseis. Os tenía que vigilar de cerca. Por eso os seduje. -Rodrigo sonrió amargamente-. Sólo lo hice por obligación. No podía permitir que eliminarais a mi hermano.