– Pues parecíais disfrutar de veras con esa obligación -repuso él.
– ¿Acaso creéis que no sé que bebíais los vientos por esa puta de la posada? Yo misma la despaché. Murió degollada como un cerdo.
– Hija de puta.
Entonces lo comprendió todo. Supo cuál era la baza que tenía que jugar. Era como jugar a naipes junto al fuego de campamento. A veces sólo tiene uno una buena carta y debe jugársela. Era el momento. Una pequeña luz se abría al final del túnel; era sólo una remota posibilidad, pero debía intentarlo. La última oportunidad. Dijo:
– Vaya, vaya. Entonces supongo que se han restablecido las buenas relaciones entre la familia Saint Claire y el resto del proyecto…
– Así es.
– Y ahora el tesoro será trasladado a Rosslyn como se había planeado en principio.
– ¿Cómo sabéis eso?
– Es mi trabajo, ¿recordáis?
– Mañana saldrán las cajas hacia allá.
– ¿Me permitís una pregunta?
La joven asintió.
– ¿Dónde ha estado guardado el tesoro durante todos estos años?
Ella estalló en una carcajada. Le miró divertida.
– Donde menos se podía esperar. En la misma guarida de la bestia.
– ¿En Roma?
Ella asintió.
– Me asombráis. Un golpe maestro. Si pudiera avisarles… -dijo lanzando el anzuelo.
– No serviría de nada, ya no está allí. -Había picado.
– Claro, claro, estará en el Temple de París…
Ella negó con la cabeza.
– ¿No? -repuso él-. ¿Dónde lo guardáis entonces?
Ella sonrió.
– ¡Está aquí! ¡En el subterráneo! -exclamó Rodrigo. Ella volvió a reír. Rodrigo pensaba con rapidez.
– Lorena…
– ¿Sí?
– Supongo que si voy a morir, debo ser sincero. Vine a Chevreuse a hablar con Beatrice. Le había dado palabra de matrimonio y creí deberle una explicación. Vine a decirle que había conocido a otra mujer, que os quería a vos… -mintió-. Iba a ir a Rosslyn a por vos. Pensaba que podríamos perdernos y vivir en Irlanda, lejos de todo esto. Pero había un problema…
– Me tomáis por idiota si pensáis que voy a creerme esta estúpida historia.
– Seré sincero, desde que salí de Rosslyn no he hecho otra cosa que pensar en vos, pero había un obstáculo. ¿Cómo iba a desposar a la hermana de Robert Saint Claire si…?
Ella puso cara de no saber de qué hablaba Arriaga.
– Yo maté a Robert, Lorena.
Ella volvió a carcajearse.
– Tengo que confesarlo. He de irme tranquilo a la tumba.
– ¡No seáis imbécil! Mi hermano falleció de muerte natural.
– Cumplí el encargo que me hicieron.
– ¡Mentís!
– Jacques de Rossal y André de Montbard querían que pareciera una muerte natural para evitar conflictos con vuestra familia.
– ¿Olvidáis que yo estaba allí?
– Sí, cuando Robert se ahogaba salisteis del cuarto por encargo mío, ¿recordáis? Os pedí que avisarais a las criadas para que me trajeran mi bolsa… -Ella guardó silencio repasando mentalmente los hechos-. Sí, sí, pensad, me quedé a solas con él durante unos instantes, se ahogaba. Tomé un cojín y le tapé la cara. Estaba a punto de asfixiarse ya, así que no tuve que presionar mucho… fue rápido.
Ella abrió los ojos como el que ve la verdad. Entonces volvió a pensarlo y dijo:
– No os creo.
– Sabéis que es cierto. Es fácil de comprobar. ¿Por qué creéis que me hicieron partir de inmediato sin poder asistir al entierro? Además, me dieron una bolsa de monedas de oro por el trabajo. Haced averiguaciones. Iban a eliminarme en La Rochelle, rápidamente, para que no pudierais averiguar nada sobre ese horrible crimen.
– ¡Hijo de puta! -gritó ella dándole un puñetazo en su tumefacta nariz.
Rodrigo soltó un alarido de dolor. Ella comenzó a caminar por la celda.
– ¿Cómo no me había dado cuenta? ¡Os querían eliminar en La Rochelle! Nada más bajar del barco, claro… era raro… sin tortura… sin averiguar nada… ¡Malditos hijos de puta! Juro que pagarán por ello.
– Lorena, os amo… ¿podréis perdonarme?
Ella le miró sorprendida. Al menos había logrado confundirla lo suficiente como para albergar esperanzas. Faltaba un último empujón.
– Yo también los odio, ¿sabéis? Daría lo que fuera por vengarme de lo que le hicieron a Toribio y a Tomás… Los quiero muertos como vos. A Jacques, a André, a Jean.
– Jean parte mañana por la tarde hacia La Rochelle. Ha de coger el barco que le llevará a su destierro al otro lado del Atlántico.
Quedaron en silencio. Se escuchaba el aullido del viento.
– Yo podría eliminarlos por vos. Sería fácil, nadie podría culparos. El reo que escapa y los mata, una pérdida… pensadlo.
– Sabrían que yo os he dejado escapar…
– No -dijo él-. Puede arreglarse.
Ella le miró atentamente.
– Ahí fuera, en el pasillo, sobre el banco, hay un pequeño saco. Buscad entre mis remedios, hay un receptáculo que contiene una cápsula de hierro. Cabe en una mano. Necesito que me la deis. Eso y una daga. Es la mejor forma de hacerlo. Nadie os podrá culpar.
– No permitiré que os suicidéis.
– No, no, confiad en mí. ¿Queda algún otro preso en las mazmorras?
– Un paisano del pueblo, un timador.
– Será un golpe maestro. Sé que es difícil, pero dejadme redimir mi pena. Os amo, dejadme hacerlo por Robert, por vos, luego haced lo que queráis conmigo.
Lorena parecía pensárselo. Salió de la celda y pasó un rato. Volvió con algo en las manos.
Jean entró en la celda como una furia. No podía creerlo.
– ¡Idiotas, ineptos! -gritó golpeando a sus hombres con su vara-. ¿Cómo no lo habéis vigilado? ¿Dónde está?
– Se ha estrellado contra las rocas -dijo el carcelero sangrando abundantemente de una brecha en la cabeza.
– Llamad al médico. ¡Rápido! ¡Rápido!
– Es inútil, ha muerto -contestó el esbirro.
Jean llegó al fin del pasillo y se asomó por la ventana. Abajo, en posición antinatural, yacía el cuerpo de Rodrigo Arriaga. Ni siquiera la llegada de Jacques de Rossal y André de Montbard calmó al comendador, que comenzó a golpearse la cabeza contra el muro.
Pudieron sujetarlo entre varios. Lloraba desesperado. Estaba fuera de sí.
– ¡Era lo único que me quedaba! Mi venganza antes de partir al destierro…
Jacques de Rossal se acercó lentamente y dio una bofetada a su hijo.
– ¡Basta ya! -bramó.
Todos se miraron asustados por la humillación que había sufrido el dueño de la encomienda. Se sabía que partía a un destierro por haber sido engañado por el espía, pero aquello era demasiado. Jean miró a su padre con odio. Entonces André de Montbard se le acercó y lo miró con fiereza, sin decir palabra.
El comendador bajó la mirada y al instante pidió disculpas. Lo soltaron.
Un individuo de aspecto exótico, piel oscura y que lucía un extraño turbante llegó al pasillo. Era el médico de confianza de Lorena y los prebostes.
– Vuestro hombre ha muerto. Vengo de examinar el cuerpo, se reventó la cabeza contra las rocas.
– ¿Cómo pudo escapar? -dijo Jacques de Rossal mirando al carcelero.
– Se abalanzó sobre mí y me golpeó cuando iba a entrarle su comida. Cuando iba a levantarme vi que iba hacia la celda del paisano ése que teníamos al fondo, el timador. Perdí el conocimiento.
– Esto es una negligencia -protestó Jean.
De Montbard y Jacques de Rossal miraron a Jean como inculpándole.
– ¿Quién despachó al timador? -dijo el galeno árabe mirando al otro preso, que yacía inmóvil al fondo con una gran herida en el estómago.