– Yo -habló Lorena-. Había bajado a intentar convencer a Rodrigo y los sorprendí. Ése desgraciado se echó sobre mí y le clavé mi daga. Di la alarma y Arriaga corrió hacia la ventana del fondo, intentó descolgarse por las rocas pero resbaló.
Jean de Rossal dijo:
– Esto no ha sido culpa mía.
Entonces su padre, Jacques, se arrebujó bajo su blanca capa y sentenció:
– Hijo mío, no lo estropeéis más. Desde que se inició este negocio no habéis dado una a derechas. Me alegro de vuestra partida. Intentad reorientar vuestro espíritu en el Nuevo Mundo y quizá dentro de unos años, cuando todo esto se haya olvidado, podáis volver. Mientras tanto, preparad vuestras cosas, partiréis de inmediato. El otro libro ha escapado definitivamente de nuestras manos. Tomad el cuerpo de Arriaga. Llevadlo con el otro muerto. Esta noche se les enterrará en el cementerio del pueblo. Andando.
Una horrible sensación de ahogo lo despertó del profundo letargo en que se hallaba. Se estaba ahogando en su propio vómito. Su mente reaccionó a tiempo y ladeó la cabeza. No podía levantarse. Tosió y logró respirar. ¿Dónde estaba? Esperó un rato. Tiró hacia arriba de un brazo y sintió que sus ropas se rasgaban. Buscó la daga en la parte trasera de su calzón y con ella, tanteando, arrancó los otros tres clavos que mantenían sujetas sus ropas a la tabla. Buscó en la oscuridad y, palpando el muro, llegó a una puerta. La abrió con cuidado y vio algo de luz. Salió al pasillo. Estaba en el pabellón principal de la encomienda. Tomó una palmatoria de la pared y volvió sobre sus propios pasos al cuarto de donde había salido. Allí estaba el cuerpo de Tomás. Contempló el rostro desfigurado por la tortura del pobre joven y lloró amargamente por él. Volvió a sentir náuseas y vomitó de nuevo. Al fondo de la estancia yacía el cuerpo del timador, con las ropas de Arriaga y la cabeza reventada tras el choque con las rocas. Había sentido tener que arrojarlo por la ventana, pero era su vida o la del otro, y no había duda.
Echó un vistazo de nuevo al pasillo y salió. Subió hacia la primera planta con tiento, sin hacer ruido. Si el tesoro estaba en Chevreuse debía de haber guardias por todas partes. Salió al camino de ronda de la muralla. Hacía mucho frío. Vio la figura de un guardia que se perfilaba sobre la luna. Se acercó con cuidado a él y sujetándole la frente con fuerza con la zurda, lo degolló con la diestra. Tomó su ballesta, su espada y su pequeña hacha. Se dirigió al otro pabellón, entró y subió al segundo piso. Oyó voces tras la puerta del aposento reservado a las visitas ilustres. Se preparó. Empujó la puerta de un golpe y entró en la estancia. Jacques de Rossal estaba sentado junto al fuego, con la cabeza apoyada en una columna de madera. Parecía cansado y permanecía con los ojos cerrados mientras hablaba con su amigo André. La saeta que salió de la ballesta zumbó por la habitación y se incrustó profundamente en su frente, De Ros-sal quedó inerte, con los ojos abiertos, y clavado en la recia madera.
André de Montbard se quedó petrificado un instante, mirando a Arriaga.
– ¡Vos! -dijo-. ¡Si estáis muerto!
La daga voló clavándose en su pecho. Rodrigo se le acercó lentamente y recuperó el puñal tirando hacia sí del mismo. Entonces golpeó con su rodilla la entrepierna del ilustre fundador de la orden, que se dobló como un junco. Cogiéndolo por el pelo pasó la daga por su gaznate suavemente y continuó andando hacia la estancia contigua. André de Montbard quedó agonizando en el suelo. Gorgoteaba, desangrándose como un cerdo.
Arriaga atravesó el otro cuarto y tras abrir una recia puerta de roble cruzó un largo pasillo. Llamó a otra puerta que al instante abrió Lorena Saint Claire.
– Está hecho -dijo él entrando.
– Estáis horrible, parecéis un muerto.
– No me jodáis -dijo él apoyándose con la espada en el suelo a modo de bastón. Vomitó algo de color verde.
– ¿Están muertos? -preguntó ella.
– Os he dicho que estaba hecho, ¿no?
– He preparado algo de vino para brindar -dijo ella señalando una pequeña bandeja de plata con dos pequeñas copas.
– ¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo ha pasado?
– Es más de medianoche.
– ¿Y Jean?
– Partió esta tarde hacia La Rochelle.
– ¿Lleva escolta?
– Cuatro sargentos. Bebed algo, os hará bien. Parecéis un pordiosero con las ropas del timador. Estáis verdoso. No todos los días se vuelve de la muerte.
Él se sentó delante de las dos copas. Estaba muy cansado.
– ¿Tenéis algo de comer?
– Unos frutos secos -dijo ella girándose hacia un aparador donde había una fuente con nueces y pasas.
Rodrigo hizo girar la pequeña bandeja de plata cambiando los vasos de sitio sin que ella le viera.
– Pero primero, brindad -repuso ella dejando el plato sobre la mesita, junto a las copas.
Alzaron los vasos.
– Por la venganza -dijo él.
– Por la venganza -añadió ella.
Bebieron. La joven preguntó:
– ¿Cómo lo habéis hecho? Debo confesar que no creía que pudierais conseguirlo.
– No ha sido una experiencia agradable, creedme. Es una vieja receta que me preparó un médico árabe en Toledo. Hace muchos años de aquello y me costó una verdadera fortuna. Según decía él, el polvo que ingerí este amanecer y que produce una muerte aparente, capaz de confundir a cualquier médico, fue ingerido por Jesucristo para engañar a los romanos y que le bajaran de la cruz. Como veis estoy acostumbrado a escuchar todo tipo de blasfemias… pero el caso es que es efectivo.
– ¿Y qué contiene?
– Nunca me reveló la receta exacta pero sé que hay huesos de animales, algunos venenos de serpientes del África y una toxina de un pez traído de más allá de la India, el pez globo.
– Nunca oí hablar de él.
– No os acostaréis sin aprender algo nuevo. ¿Qué veneno había en mi copa?
Ella lo miró con los ojos muy abiertos. Él sonrió. Lorena miró la bandeja. Comprendió.
– Sois bueno -dijo-. Habéis girado la bandeja y he bebido…
– Era evidente que no os interesaba dejarme vivo.
– Bastardo -repuso Lorena.
Entonces se dobló, atravesada por un profundo dolor.
– Es por Beatrice. Mi venganza.
Ella levantó la vista y lo miró implorante.
– Parece doloroso. Sólo tendréis la muerte que me habíais preparado -dijo él-. Beatrice era una joven inocente, trabajaba en la posada de su padre y no sabía de estas conspiraciones. No debíais haberla matado. Sé que ahora os arrepentís.
Comenzó a registrar la habitación ajeno a la agonía de Lorena, que emitía pequeños gemidos de dolor.
– ¡Aquí! -dijo Rodrigo sacando una llave de un pequeño arcón-. ¡Fantástico!
Entonces se acercó a ella, que yacía junto a una cortina, moribunda; un hilillo de sangre resbalaba de su boca y caía hacia un lado de su bello rostro. Se arrodilló junto a aquella pérfida mujer y le dijo al oído:
– Ah, se me olvidaba… Yo no maté a Robert, murió de manera natural. Os mentí.
– Hijo… de… puta… -le pareció oír que murmuraba mientras él abandonaba la cálida estancia.
Salió al exterior y bajó al patio. Tenía que darse prisa. Llegó a la muralla norte y luego a los calabozos. No había nadie de guardia, pues ya no quedaba allí preso alguno. Sacó la llave de Lorena y abrió la puerta que daba acceso al recinto secreto. Escaparía desde allí por el túnel que llevaba a la iglesia del pueblo. Cuando iluminó la pequeña estancia con la antorcha que portaba, quedó boquiabierto, pues estaba repleta de papeles, cajas y pergaminos.
El tesoro. El legado. Tenía que salir de allí a toda prisa si quería alcanzar a Jean de Rossal. Sólo había un pensamiento en su mente: venganza.
A pesar de ello no pudo evitar que la curiosidad lo hiciera detenerse un momento. Allí estaban los miles de documentos que el Temple había hallado bajo la mezquita de Al-Aqsa. Aquellos papeles les harían invencibles, conocerían secretos, armas, que les harían imponerse a toda la humanidad. Los odiaba. Habían matado a Tomás, a Toribio, a Beatrice…