Había miles de pergaminos, cajas añosas a punto de reventar con papiros en hebreo. El tesoro. Los secretos de una cultura antigua que se perdía en el tiempo, cuando los hombres veían la cara de Dios. La cara de Dios.
¿Podría hacerle llegar un mensaje al sustituto de Agrigento?
Imposible.
Además, aunque lo consiguiera, aquellos desalmados cambiarían el tesoro de sitio antes de que Roma pudiera hacerse con él.
Reparó en una caja de mayor tamaño. Tomó una lámpara de aceite de la pared y la colocó junto al cofre. La encendió. La caja era de roble y estaba adornada con pan de oro en los lados. Era pesada y apenas pudo moverla, pese a que no era demasiado grande. En aquella caja habían guardado las tablas, sin duda. En ausencia del Arca, aquel era el continente de las losas sagradas. La forzó haciendo palanca con la espada y fue sacando unos pesados volúmenes que había dentro, para hallar una bolsa aterciopelada que contenía algo pesado. La extrajo y se dispuso a abrirla.
– Aquí hay luz. ¡Venid! -exclamó una voz desde la galería de los calabozos.
Cuando se dio cuenta tenía a un templario tras de sí. No lo conocía. Sería nuevo en la encomienda. Rodrigo se dio prisa, golpeó el rostro del otro con la guarda de la espada y empujó la puerta, cerrándola de golpe.
– ¡La llave, la llave! -escuchó decir al otro lado.
El joven templario que había entrado en el cuarto acertó a levantarse y lo atacó con su daga. Arriaga lo atravesó de parte a parte con su espada y el otro se dobló como un junco apoyándose sobre él. Estaba muerto.
Le costó zafarse de su abrazo, así que le empujó con fuerza sacándole el hierro del cuerpo. El templario cayó con estrépito sobre el arcón reventando la lámpara de aceite. Su cuerpo y sus ropas prendieron como una tea. La inmensa caja que había contenido las tablas comenzó a arder y los pergaminos adyacentes se incendiaron inundándolo todo con mil lenguas de fuego. El sonido de la llave girando en la cerradura le hizo volverse, la puerta se abrió y vio cómo un pie y una mano se asomaban. Volcó unas cajas obstaculizando el portón. Detrás de él la estancia ardía. Tenía que salir de allí cuanto antes. Arrojó su antorcha a las cajas que obstaculizaban el paso tras la puerta y, esquivando las enormes llamas del arcón, huyó por el pasadizo. Volvió a por la bolsa de terciopelo.
– ¡Se queman los pergaminos, se queman! ¡Agua, por Dios, traed agua! -escuchó gritar tras la puerta.
El enorme resplandor que dejó tras de sí le hizo saber que aquella sabiduría robada del Templo se perdía para siempre. Debía darse prisa o le alcanzarían antes de salir de la iglesia del pueblo. Al menos el fuego los mantendría ocupados. Salió de la iglesia caminando junto a los muros, entre callejones. Nada. Ganó la oscuridad de los huertos, luego el bosque, y corrió hasta el pueblo más cercano, Saint Remi. Allí despertó al posadero, que al ver un sueldo de oro le ensilló su mejor caballo: un potro negro y brioso con el que voló hacia La Rochelle en mitad de la noche.
Consumatum est [18]
No le costó trabajo encontrar el rastro de Jean y los cuatro sargentos que le servían de escolta. Gracias a la bolsa de monedas siguió su camino, basándose en la información obtenida en dos posadas. Más adelante los leyó en el barro: había seis monturas. Jean llevaba dos caballos, uno para sí y el otro cargado con sus pertrechos. Los halló a media jornada del puerto de La Rochelle, acampados en mitad de un bosquecillo, en un claro. Estaban arrebujados bajo sus mantas alrededor de un fuego. Era noche cerrada.
– Mañana saldremos a primera hora -dijo De Rossal-. El barco parte a mediodía y no quiero llegar tarde. Nadie me conoce allí y no querría comenzar el viaje dando una mala impresión.
Dejaron a uno de los sargentos de guardia mientras que los demás se acurrucaban a dormir. Rodrigo decidió esperar.
Una sombra surgió de entre la maleza y pasó junto al vigía, que cabeceaba al calor de la hoguera. Éste se desplomó degollado. Uno de los sargentos abrió los ojos y se vio frente a un rostro demoníaco que desapareció de pronto.
– ¡El muerto, el muerto!- gritó despertando a los demás.
El fuego lanzó entonces una suerte de explosión, una llamarada inesperada que lo llevó hasta el cielo.
Los tres sargentos dieron un paso atrás horrorizados.
– ¡Brujería! ¡El fantasma!
– ¿Qué decís?- gritó Jean malhumorado.
– ¡Ese Arriaga! ¡Lo he visto! Junto a mí, ahí… me ha susurrado «¡Vais a morir!».
Jean miró a su alrededor conmocionado. El vigía se desangraba luchando por respirar. Los sargentos comenzaron a recular. Uno de ellos alzó el índice y dijo:
– ¡Mirad!
Unas extrañas luces comenzaron a encenderse frente a ellos en el bosque.
– Es Arriaga -dijo el sargento más joven-. Yo lo escuché, en el calabozo, juró que se vengaría. Ha vuelto desde la muerte a por vos.
– ¡No seáis ignorantes! -gritó Jean tomando su cinto del suelo y desenvainando la espada. Entonces se oyó el zumbido de una saeta que surgió de la oscuridad para clavarse en la frente de uno de los sargentos. Antes de que pudiera darse cuenta Jean, los dos soldados restantes huyeron monte a través gritando:
– ¡Es su fantasma! ¡Es su fantasma!
Al momento, una figura andrajosa se perfiló delante de la hoguera. Portaba la espada delante de sí, sujeta con las dos manos, y tenía las piernas abiertas, en posición de combate.
– ¡Lo veo y no lo creo! -dijo Jean-. ¡Maldito y taimado hijo de puta!
La aparición se acercó lentamente. De Rossal volvió a hablar:
– Claro, el cuerpo que se estrelló contra las rocas era el del otro preso, el timador. Esa perra os ayudó… Debí suponerlo… Es igual, os alcanzarán. La orden es poderosa y poseemos encomiendas en todas partes.
– Vais a morir -dijo Rodrigo-. Como Lorena Saint Claire, vuestro padre o André de Montbard. Y disfrutaré haciéndolo.
Jean quedó perplejo ante aquellas noticias, como el que encaja un golpe.
– Vamos, vamos -contestó el comendador de Chevreuse bajando su espada y apoyándola en el suelo-. Los dos sabemos que éste es un combate desigual. No peso ni la mitad que vos, sois soldado y mi cargo, puramente administrativo, me ha impedido entrenarme en los últimos cinco años…
– ¿Y?
– Que no mataréis a un hombre que no va a luchar con vos.
– Creéis conocerme muy bien.
– Por eso os amaba, amigo.
– Hijo de puta.
Estaban situados frente a frente. Rodrigo quedó mirando a su viejo camarada. Parecía cansado, muy cansado. No era la clase de hombre que mata a un tipo indefenso. Entonces se giró y justo cuando parecía que iba a alejarse dio la vuelta lanzando un mandoble de revés que seccionó de golpe la cabeza de Jean de Rossal. La testa del templario rodó por el suelo golpeando la tierra con un ruido sordo que lo transportó al pasado. La detuvo pisándola con el pie y entonces se fijó en el cuerpo de Jean boca abajo. Una mano a la espalda escondía la daga traicionera que iba a utilizar contra él.
– Consumatum est -dijo satisfecho.
Entonces pensó. ¿A dónde iría? No podía ir hacia Roma, tenía que recorrer el camino hacia atrás y era evidente que de aquella dirección vendrían partidas en su busca. ¿A París? Imposible. Allí el Temple le encontraría enseguida. A sus tierras de Benasque no podía ni acercarse. El Temple estaba en todas partes. Ni luchando contra el moro en Aragón y Castilla lograría deshacerse de ellos, lo perseguirían sin descanso toda la vida, como sabuesos que hallan el rastro de una presa y no se rinden hasta verla muerta.