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Abrió los ojos y vio a dos hombres de aspecto salvaje frente a él. Otro, al fondo, acariciaba a uno de los caballos. Los dos vestían cómodos jubones de piel de ciervo, calzas con flecos y mocasines de gamuza con tiras de vivos colores. Lo levantaron y lo llevaron a una especie de parihuelas. Él señaló la bolsa de terciopelo un poco más allá. Ellos entendieron y fueron a recogerla. Vio cadáveres de sargentos y armigueros flotando en el ancho río, aquí y allá.

Despertó junto a un fuego. Estaba cubierto por pieles suaves y cálidas. Sintió que la pierna estaba inmovilizada, se la habían entablillado. Cantaban una extraña letanía al son de unos tambores. Vio que llevaban el pelo suelto, largo, hasta el final de la espalda, y adornaban sus lisas y negras melenas con plumas de aves. Una joven de ojos enormes y tez rojiza, como tostada por el sol, se le acercó y señalándose a sí misma dijo:

– Chu'ma ni. Entonces lo señaló a él. Contestó: -Rodrigo.

Ella le dio algo de beber y al instante se sintió invadido por una maravillosa sensación de paz. Durmió de nuevo.

Augusto de Enzo, el nuevo hombre fuerte de Roma, el nuevo jefe de los espías de la Iglesia, jugueteaba con los senos de Donatella a la vez que introducía dulces granos de uva en la sensual boca de la mejor cortesana de la ciudad. Alguien golpeó la puerta.

– ¿Sí? -dijo con fastidio.

Su secretario, Bartolomé de Chartres, asomó su afilado rostro tras la puerta y dijo:

– Lo siento, Ilustrísima, pero es algo urgente.

– Pasad.

El hombre de confianza del cardenal De Enzo entró con un volumen de tapas de cuero bajo el brazo.

– Ha llegado esto para vos. Me temo que debéis echarle un vistazo. Lo envía un tal Tomás, un criado de Silvio de Agrigento que acompañó al desaparecido Rodrigo Arriaga en su misión.

– Sin duda los mataron a todos -repuso el prohombre de la Iglesia.

– Sin duda, sin duda… pero echad un vistazo al libro, merece la pena.

Rodrigo despertó sintiéndose mejor. Logró levantarse apoyándose en un largo bastón que le habían dejado junto a las parihuelas. Habían acampado en una colina. Oyó voces. Caminó con dificultad pese a que ya no sentía dolor. La droga que le habían estado dando aquellos salvajes era efectiva, sin duda.

Entonces los vio, despreocupados, practicando con palos un extraño y vigoroso juego de pelota, con los torsos descubiertos y sus largas melenas al viento.

Al fondo, sobre inmensas tierras de verdes pastos, corrían manadas de enormes animales que parecían toros cubiertos de denso pelaje.

El sol se perdía por poniente. Estaba vivo y lejos de cualquier lugar conocido. Quizá debía dar gracias por ello. No pudo evitar que los recuerdos lo invadieran. Pensó en Aurora, en su padre, en su madre… Pensó en el joven Tomás, en su horrible muerte; pensó en Toribio, que de existir el cielo andaría persiguiendo mozas aquí y allá; recordó a Giovanno de Trieste; pensó en Beatrice, la dulce Beatrice. Se sintió bien al saber que los había vengado a todos.

Y culpable.

Culpable por estar vivo.

La joven que lo había cuidado se le acercó sonriendo. Era bella y llevaba un bonito collar ceñido a su esbelto cuello.

Se señaló a sí misma y dijo:

– Chu 'ma ni.

Entonces lo señaló a él y antes de que pudiera contestar «Rodrigo», ella dijo:

– So a e Wa'ah.

Comprendió que le habían dado un nombre. Un nombre nuevo.

Aquellas tierras eran hermosas, vastas, repletas de luz. Aquellas eran gentes sencillas. Un buen lugar donde esperar el día en que volviera a reunirse con todos aquellos que dejó en el camino.

Sonrió a la chica y se señaló a sí mismo a la vez que asentía y decía:

– De acuerdo, So a e Wa'ah.

Murcia, 14 de enero de 2006

Jerónimo Tristante

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