Silvio de Agrigento ladeó la cabeza como negando.
– No lo sé, Rodrigo, llevamos un año intentando averiguar algo al respecto y no hemos conseguido nada. Esa orden es como un muro; nadie habla. Inocencio II no ha vuelto a ser el mismo. Mi señor necesita saber qué está ocurriendo porque es obvio que no nos hallamos sólo ante nueve soldados que fundan una orden. Estamos hablando de unas cuantas familias de entre lo más granado de Francia que al parecer están embarcadas en alguna suerte de «proyecto».
– No tiene por qué ser algo malo.
– Ni bueno. En cualquier caso, la Santa Madre Iglesia debe saber de qué se trata. ¿Qué hicieron encerrados bajo tierra, excavando durante nueve largos años sin dedicarse a luchar y patrullar? ¿Qué encontraron que les hizo acudir de nuevo a Occidente y les permitió ser reconocidos por el mismísimo papa Honorio? ¿Qué saben que ha provocado que nuestro Santo Padre Inocencio les conceda tales privilegios? Tenéis que averiguarlo.
– ¿Yo? -dijo riendo escéptico Arriaga.
– Ingresaréis en el Temple.
– ¡¿Cómo?! ¡Estáis loco!
– Vuestro amigo Jean de Rossal está en Carcasona. Iréis allí, os reencontraréis con él y le pediréis ingresar en la orden.
– Estoy proscrito, ¿lo recordáis? Además, no me veo como uno de esos monjes guerreros.
– Pues aquí arriba, viviendo entre las montañas, se podría decir que sois una especie de asceta, ¿no, Arriaga?
En ese momento el clérigo se interrumpió y gritó mirando hacia afuera:
– ¡Tomás, mis cosas!
Al poco entró el joven sirviente con una especie de enorme bolsa de piel de vaca, y el prohombre de la Iglesia comenzó a registrarla. Sacó varios pergaminos y una bolsa que al parecer estaba llena de monedas. Después de abrir el sello de cera de ambos documentos se los tendió a su interlocutor y le dijo:
– Aquí tenéis. En este pergamino el rey Ramiro os declara inocente de todos vuestros delitos y el obispo de Jaca os absuelve y declara nula vuestra excomunión. En este otro documento se os devuelve la posesión de las tierras de vuestro padre, que tendréis que entregar a la orden junto con estas monedas como dote.
– Pero esas tierras eran de mi familia. ¿Cómo voy a donarlas?
– Hace años que pertenecen a la Corona de Aragón. Nada teníais y nada tenéis. Así recuperaréis vuestro buen nombre y vuestra honra. Y al acabar la misión, en cuanto averigüéis qué ocurre, vuestra amada será exhumada y se le harán los honores que se merece. Ella y la criatura que esperaba irán al cielo.
– Ya, la mitad del pago ahora y la otra mitad al acabar el trabajo.
– Así se suele hacer.
– Como en los viejos tiempos -dijo Arriaga con un deje de tristeza.
– Necesitamos que os envíen a Tierra Santa y que logréis entrar en los subterráneos, en las ruinas del Templo. ¿Qué hallaron? Es vital saberlo. Vuestro rey Ramiro nos apoya, no en vano su hermano, vuestro antiguo señor, quiso legar su reino al Temple y al Hospital al morir sin descendencia. Afortunadamente pudimos evitarlo. Seréis recompensado, Rodrigo. Tenemos que averiguar qué se traen entre manos esos facinerosos.
Arriaga quedó en silencio, parecía pensárselo. Entonces comentó:
– Parece negocio difícil. Todo sea porque Aurora y la criatura dejen de sufrir y descansen en paz. Espero no arrepentirme de esto, pero contad conmigo. ¿Cuándo empiezo?
– Ayer -respondió el cura.
Amicus fidelis, protectio fortis [4]
La taberna del Lobo estaba bastante concurrida. Situada a media legua al norte de Jaca, era un buen lugar donde pernoctar si se quería partir de buena mañana. Un embozado entró en ella sacudiéndose el frío del camino, pasó junto a las enormes barricas de vino que quedaban a su izquierda y giró a la derecha ascendiendo las estrechas escaleras que daban acceso a las habitaciones del piso superior. Golpeó tres veces a la puerta -la señal convenida- y entró sin que lo invitaran a hacerlo. Ella estaba vuelta de espaldas, mirando por la ventana. Su rostro estaba iluminado tenuemente por la luz de la luna. Aquella era la mejor alcoba de la posada.
– Esto tiene que acabar, Toribio -dijo con voz queda.
– Anda, Manuela, no seáis mojigata -contestó él quitándose la capa, el jubón y bajándose las calzas-. Venid a la cama.
– ¡Ahora! -dijo una voz de hombre.
Un tremendo golpe hizo saltar al amante semidesnudo del lecho y la recia puerta de roble se abrió, dando paso a tres sicarios. La dama quedó justo detrás de un tipo menudo que había salido de detrás de la cortina.
– Pinchadle -dijo el enano.
Toribio rodó sobre sí mismo encima de la cama y ganó unos segundos para evitar a los tres esbirros que, espada en mano, se lanzaron como perros de presa sobre él. Sin tiempo a subirse las calzas, ganó la puerta caminando cómicamente para verse derribado por el primero de los perseguidores en el angosto pasillo.
Cuando quiso darse cuenta lo habían llevado en volandas a la cama en la que se beneficiaba habitualmente del cuerpo de Manuela, la mujer del avejentado farmacéutico, Bernabé Estébanez.
Mientras su santo marido cogía a la adúltera por el pelo y la obligaba a mirar, los tres inmensos matones sujetaron al bravo de Toribio y lo despojaron definitivamente del calzón. En un momento sintió el frío acero de la espada en su hombría.
– ¡Ahora! ¡Capadlo! -gritó el viejo, que tenía la cara picada de viruelas.
Toribio intentó farfullar una excusa, alguna mentira que le salvara la masculinidad, pero le habían metido un trapo en la boca y sólo acertó a decir algo así como:
– Googhgoog.
Era su fin.
– Enseñémosle a este fideputa a no joder a las mujeres de los demás -dijo el más grande de los embozados.
– ¡Dejadle! -gritó una voz desde la puerta.
Todos se giraron y vieron una figura con los brazos en jarras plantada en el umbral de la puerta. Tras él se adivinaba a un clérigo empequeñecido por el miedo farfullando excusas para salir de allí.
– ¿Y quién lo manda? -dijo el que dirigía a los otros dos matones.
– Rodrigo Arriaga.
El inmovilizado amante puso cara de sorpresa.
– Mirad, caballero -espetó el jefe de los matarifes-, nosotros somos los hermanos Valdivia y se nos importan un carajo las tribulaciones de este miserable que al parecer se ha estado jodiendo a la moza del farmacéutico, a la que dicho sea de paso, éste no le daba su ración diaria… ya me entendéis.
Los Valdivia rieron al unísono la ocurrencia.
– ¡Cómo, no os consiento…! -intentó protestar el abuelo.
– ¡Callad! -dijo el bandido de mayor entendimiento-. Mirad, Arriaga o como quiera que os llaméis, a nosotros se nos ha encargado un trabajo y vivimos de nuestra buena fama. Nunca hemos dejado de cumplir un encargo y el día que lo hagamos correremos el riesgo de quedarnos sin sustento. La competencia es mucha en este quehacer nuestro, así que daos la vuelta y salvad el pellejo… ¡Ah!, y cambiadle la sotana al cura ése, que desde aquí se evidencia que se ha cagado de miedo.
Una vez más, los Valdivia prorrumpieron en una sonora risotada.
– Bien, sea como queréis -dijo el embozado girándose para partir. Entonces, cuando parecía que se iba y que la vida de Toribio no valía un maravedí, un puñal salido de no se sabe dónde surcó el aire atravesando el gaznate del mayor de los Valdivia.
Mientras corría hacia los dos que quedaban, Arriaga lanzó una pequeña hacha de combate en la semipenumbra del cuarto que se clavó en el pecho del que afectaba a la hombría del preso, y antes de que segara la garganta al tercero, Toribio acertó a propinarle tal golpe en la cabeza al único superviviente de los captores que lo dejó sin sentido y descerebrado. Antes de que tocara el suelo estaba muerto.
– ¡Súbete los pantalones! -dijo Rodrigo Arriaga a Toribio por todo saludo.