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Gillian Linscott

El Testamento De La Prostituta

Traducción de Cristina Pagés

Título originaclass="underline" Sister Beneath the Sheet

1

Para mí todo el asunto empezó a mediados de abril, apenas nueve días después de salir de la cárcel de Holloway. Me encontraba descansando en mi casa de Hampstead, encantada de poder tomar un baño cuando se me antojase y de volver a intimar con mis gatos, cuando un taxi se detuvo frente a mi puerta y Emmeline Pankhurst se apeó.

– Nell, querida, quiero que vayas a Biarritz de inmediato.

– No me siento tan mal como para eso, de veras -contesté-, y con dos días en Cookham estaré en plena forma.

Nunca he podido resistir la tentación de provocarla un poco; son muchas sus virtudes, pero el sentido del humor no es una de ellas.

– Se trata de una situación delicada. Una mujer ha muerto allí en circunstancias inquietantes y nos ha legado mucho dinero.

– ¿Cuánto?

– Quizá hasta cincuenta mil libras.

– Maravilloso, con eso en las próximas elecciones podríamos dar soporte a unos cincuenta candidatos partidarios del sufragio universal. ¿Quién era?

– No me resulta fácil decírtelo, Nell.

– Sin duda conocemos su nombre.

– Según me han dicho, una tal señorita Brown.

Esperé.

– Era una… una…

Me compadecí de ella.

– Si se trata de la Topaz Brown de quien he oído hablar, era una prostituta muy cotizada.

Emmeline asintió con la cabeza y se sonrojó como una joven recién presentada en sociedad.

– ¿Murió?

– Al parecer se suicidó. Agotada, supongo, por la vida degradante que llevaba.

– Y nos dejó todo su dinero. ¿Era una de las nuestras?

– Lo dudo mucho. Pero, bueno, se trata de saber si debemos aceptar su dinero.

Conocía mejor que Emmeline el estado de nuestras finanzas.

– ¿Cincuenta mil libras? Claro que sí.

– Supuse que ésa sería tu actitud y eso te convierte en la persona indicada para ir allí y velar por nuestros intereses… Si hasta hablas francés.

No me entusiasmaba la idea de pasar varias semanas discutiendo con abogados franceses e ingleses y enfrentándome con parientes dispuestos probablemente a pleitear, pero cincuenta mil libras son cincuenta mil libras. Además, empezaba a sentir curiosidad por el legado de Topaz Brown, y la curiosidad es uno de mis vicios preferidos.

– ¿Cómo nos ha llegado la noticia?

Emmeline me miró con expresión sombría.

– Ayer recibí un largo telegrama de Roberta Fieldfare, que por lo visto se halla en Biarritz, aunque Dios sabe por qué.

– ¿Bobbie? Compartí una celda con su madre, lady Fieldfare.

Cumplía una pena de tres meses por arrojar excrementos de caballo a un ministro. Su hermana Maud, que cuenta sesenta y nueve años pero tiene mejor puntería, dio en el blanco y le impusieron una pena de cuatro meses. Las Fieldfare, tía, madre e hija, apoyan con el mayor entusiasmo la causa sufragista, pero están todas locas de remate y no son precisamente las aliadas preferidas de Emmeline.

– Iré a ver a la joven Bobbie en cuanto llegue allí. ¿Dijo dónde se hospeda?

– Preferiría que no lo hicieras, Nell. De hecho, creo que lo mejor sería que muestres la mayor reserva mientras haces lo que tengas que hacer en Biarritz.

En otras palabras, ingresar el legado discretamente en la cuenta de la Unión Social y Política de Mujeres sin provocar cotilleos sobre su procedencia.

Le prometí hacer cuanto estuviese en mi mano, pedí a mi vecino que cuidase de mis sufridos gatos en mi ausencia y me informé sobre el horario de trenes. Salí de la estación de Charing Cross a las diez de la mañana del lunes y a las 7.27 del martes, tras viajar toda la noche desde París, me apeé en el soleado andén de la estación de Biarritz. Habían transcurrido seis días desde que Topaz fue hallada muerta. Durante el viaje consulté mi guía de turismo, la Baedeker, y encontré en ella una pensión de tarifa módica, la Saint Julien, en la avenida Carnot, lejos del mar pero no del centro. Cogí un taxi, conseguí habitación, dejé allí mi maleta y desayuné café y croissants en el café de al lado. En tanto bebía y comía pensé por dónde debía comenzar.

En Londres apenas había podido averiguar nada sobre la muerte de Topaz Brown; de hecho, sólo sabía que encontraron su cadáver en su piso del Hôtel des Empereurs. Decidí dar un paseo y echar un vistazo al edificio. Nunca había visitado Biarritz y, aunque estaba al corriente de que las visitas del rey de Inglaterra habían puesto de moda la ciudad, me impresionaron su lujo y su alegría, sobre todo después de la gris temporada en la cárcel. Casi todos los hoteles de lujo se hallaban agrupados en torno al casino y el principal balneario, detrás de un rocoso promontorio llamado la Atalaya. Largas playas de arena se extendían hacia el norte, y otras al sur, hacia la frontera española. Las olas azotaban violentamente el promontorio y del Atlántico llegaba una fuerte brisa. No obstante, los primeros paseantes que se exhibían frente a los hoteles parecían haber llegado directamente de Mayfair. Había criados empujando a ancianos inválidos en sillas de playa con ruedas; mujeres pugnando por no perder sus sombreros adornados con plumas de pájaro y cintas de seda; niñeras cuidando de niños con traje de marinero. En unos años probablemente el mundillo elegante se desplazaría y abandonaría Biarritz a las olas y los pescadores. Entretanto, los lujosos hoteles se alzaban a lo largo del paseo marítimo, cual una línea de grandes barcos anclados.

Fue fácil encontrar el Hôtel des Empereurs, uno de los más grandes y nuevos del lugar, de estilo barroco moderno con balcones de hierro forjado en cada planta y fachada decorada con guirnaldas, atléticas ninfas y caballos de mar de terracota. Dos cariátides flanqueaban los peldaños de la entrada, se alzaban hasta el primer piso y soportaban un balcón sobre la cabeza. Siete u ocho pisos más arriba, a ambos lados, se veían sendos torreones redondos con cúpulas de cobre en forma de hueveras invertidas. En cada uno había habitaciones, cuyas ventanas daban al norte, al sur y al mar. En el de la derecha, las persianas estaban bajadas. Permanecí allí un rato, observando a la gente entrar y salir del hotel, preguntándome cómo me sentiría si me encontrara tan cansada o harta de todo que la extinción me pareciera preferible. Tenía muchas ganas de recibir el dinero de Topaz, pero me creí en el deber de informarme más sobre ella.

– En cuanto a mí… -El abogado se puso de pie, manipuló un montón de papeles y se acercó a la ventana, como reacio a comprometerse-. En cuanto a mí, sólo puedo decir que la señorita Brown me parecía una mujer afable y práctica. De hecho, hasta que surgió esto del testamento la considerábamos la cliente ideal.

El abogado de Topaz era inglés y tenía su bufete en el mismo edificio que el consulado. Diríase que los consejeros profesionales migraban con sus numerosos clientes ingleses ricos e influyentes, que pasaban varias semanas al año en Biarritz.

– ¿Hacía tiempo que era cliente suya, entonces?

– Unas semanas. Nos encargábamos de una transacción inmobiliaria en su nombre.

Se mostraba más abierto de lo que esperaba. Cuando me presenté vi en su rostro una fugaz mueca, pero lo atribuí a que los abogados tienden a ser cautelosos con la gente que ha estado en prisión por lanzar ladrillos a las ventanas del número 10 de Downing Street.

– ¿Hizo su testamento recientemente?

Pareció sorprendido y hasta suspicaz.

– ¿No se lo han dicho?

– No conocemos los detalles.

– Fue el miércoles pasado, por la tarde -dijo muy deprisa y se volvió para mirar por la ventana.

– Pero… yo creía que…

– La criada de la señorita Brown la halló muerta el jueves por la mañana.