– ¿Así que hizo su testamento apenas medio día antes de morir? ¿La vio usted? ¿Tenía idea de…?
El abogado volvió pesadamente a su escritorio. Era bastante joven, pero calvo, y el sol relucía sobre su cráneo.
– Señorita Bray, me encuentro en una posición incómoda. Tal vez no sepa que el hermano de la señorita Brown va a recusar el testamento, alegando que no pudo estar cuerda al hacerlo. Supongo que la organización a la que usted pertenece lo discutirá en los tribunales. En estas circunstancias, comprenderá que no puedo decirle nada más.
Lo comprendí, le agradecí su cortesía y le dije que ya recibiría noticias de la Unión Social y Política de Mujeres. Cuando me acompañó a la puerta, comenté:
– Mencionó usted a una criada, supongo que no le importará que hable con ella.
– Desde luego que no. Quizá le parezca un poco… bueno… combativa. Era muy leal a la señorita Brown.
– ¿Sabe usted su nombre, o dónde puedo encontrarla?
– Se llama Tansy Mills y está en la suite de la señorita Brown en el Hôtel des Empereurs. La señorita Brown había pagado la suite hasta finales de mes y alguien tiene que empaquetar sus pertenencias.
– ¿Cuándo será el funeral?
– Todavía está por determinar.
Por el modo que lo dijo, me pareció que eso también presentaba problemas; pero él no me hablaría de ellos. Para entonces ya había transcurrido la mitad de la mañana. Me dirigí al Hôtel des Empereurs y en recepción pregunté por la criada de la señorita Brown.
Me miraron con curiosidad, pero un chico con una especie de fez y uniforme con galones dorados me llevó al otro extremo del vestíbulo y subió conmigo en el ascensor, cuyas puertas se abrieron en el séptimo piso. Me condujo por un pasillo enmoquetado y llamó a una puerta de doble batiente pintada de blanco y dorado.
– ¿Quién hay ahí? ¿Quién es?
La voz, con un ligero acento del este de Londres, me sonó brusca. El botones se encogió de hombros y se alejó.
– Soy Nelly Bray. ¿Es usted Tansy Mills?
– Sí. ¿Qué quiere?
– Quisiera hablar con usted acerca de la señorita Brown.
– ¿La envía el abogado?
– Sí. -No me apartaba mucho de la verdad; además, parecía el único modo de entrar.
– Un momento.
Se produjo una pausa, luego el sonido de una llave en la cerradura, y finalmente una de las puertas se abrió. La mujer rondaba el metro sesenta, pero era de hombros anchos y tenía un aire belicoso. Su nariz era larga; sus ojos, castaños y recelosos. Llevaba un sencillo vestido negro y su cabello, ya con algunas canas, estaba recogido hacia atrás en una apretada trenza. Parecía una personita muy respetable.
– ¿Es usted inglesa? Gracias a Dios. Estoy hasta la coronilla de oírlos a todos parlotear en francés, salvo por ese abogado, y él no es mucho mejor, aunque me hable en inglés. Nadie escucha una palabra de lo que digo.
Había cerrado la puerta a mis espaldas y nos hallábamos de pie en el amplio recibidor con puertas en el centro y a la derecha. A la izquierda vi una pequeña jaula de ascensor.
– Y bien, ¿qué quiere saber? ¿Va a escucharme o sólo quiere parlotear como los demás?
– Quiero escuchar.
Me miró y abrió la puerta que había frente a nosotras.
– Más vale que entre y se siente, aunque todo está hecho un lío. He estado empaquetando sus cosas. El señor Jules me ayuda, pero cuantas más cosas guardo más encuentro.
El salón era una amplia estancia circular; sus ventanas daban al paseo marítimo y desde ellas se divisaba toda la costa. Me di cuenta de que me hallaba en uno de los dos torreones que había visto en la calle, el de la izquierda. Dispersos había muebles de buena calidad, sillones de orejas, sofás, tumbonas y mesitas. En casi todas las superficies disponibles había vestidos, capas y chales de brillante colorido, o bien pilas de papeles, sobres y maletas de piel. Tansy quitó un montón de cosas de una silla para que me sentara.
– Supongo que desea un té.
– Sí, por favor.
Mientras ella sacaba un infiernillo de alcohol de un aparador yo traté de explicar mi misión.
– La señorita Brown legó una suma considerable de dinero a nuestra organización, pero casi no sabemos nada de ella.
Ella puso una pequeña tetera en una mesa y me miró fijamente, con los brazos en jarra.
– ¿Son ustedes las que han estado creando tantos problemas por lo del voto?
– Sí.
Sentí la furia que emanaba de ella y decidí no entrar en detalles. Atravesó la sala, pisando con fuerza, pero la gruesa alfombra amortiguaba el sonido.
– De todas las tonterías que ha hecho… Pero de nada servía discutir con ella cuando había tomado una decisión.
Llenó la tetera, golpeando metal contra porcelana. Resultaba obvio que si la señorita Topaz Brown era una conversa poco plausible a nuestra causa, no había logrado convencer a su criada.
Una vez encendido el fuego debajo de la tetera se dejó caer frente a mí en una silla llena de guías y horarios de tren.
– Bueno, ¿qué espera que le diga?
– Todo lo que recuerde sobre el día antes de su muerte.
Evidentemente, no cabía andarse con rodeos con Tansy y todo indicaba que nuestro derecho a las cincuenta mil libras dependería de su comportamiento ese último día. Para mi sorpresa, ella pareció casi complacida.
– Lo haré, se lo contaría a cualquiera, sólo que no me hacen caso.
– La escucho.
Aspiró hondo.
– ¿Todo el día? Bueno, la encontré muerta a las diez de la mañana del jueves. Si nos remontamos un día, serían las diez del miércoles. Le había llevado el desayuno, como de costumbre: una jarra de chocolate, espeso y cremoso, y esos panecillos franceses retorcidos que le gustaban. Llamé a la puerta y dije: Su desayuno, señorita. El día lo empezaba siempre con tono formal.
– ¿En esta habitación?
– No; en su dormitorio. ¿Dónde, si no?
– ¿Estaba sola? -Tenía que preguntarlo aunque le irritara.
– Claro que estaba sola. De lo contrario no la habría molestado, ¿no cree?
– Supongo que no. ¿Cómo la encontró?
– Como siempre por la mañana, acurrucada bajo las sábanas como un gran gato dormido. Bonita, naturalmente, así era, y no se crea lo que le diga la mujer de al lado ni nadie más. Mírela.
Señaló un retrato en la pared, en el cual no me había fijado al entrar dado que no estaba encendida la luz; pero al verlo me pareció que brillaba con luz propia. Era un dibujo al pastel en tonos rojizos, dorados y albaricoque; representaba a una mujer acostada entre telas doradas, con el cabello suelto y una sonrisa perezosa y complacida, más un gato satisfecho que uno depredador.
– Lo hizo uno de sus artistas. Le gustaba que la retrataran. Me ha preguntado cómo estaba esa última mañana: estaba así, exactamente. En todo caso, puse la bandeja sobre la mesilla al lado de la cama y descorrí las cortinas para que entrara el sol, como siempre. Ella preguntó si había llegado el correo.
– ¿Hubo algo en el correo que la angustiara?
De nuevo la sugerencia pareció ofenderla.
– No, y le diré cómo lo sé. Había dispuesto el correo sobre la mesa fuera de su dormitorio y se lo entregué. Era básicamente el de siempre, esos sobres cuadrados y rígidos con timbres y olor de caballero extranjero…
– ¿Olor?
– Ya sabe, el aceite que se ponen en el cabello y en la barba, esa clase de cosas. No hizo más que echarles una mirada, los apartó sin examinarlos y me dijo: «¿Tienes noticias de tu hermanita?» Ésa era la clase de dama que era. Un montón de nobles europeos detrás de ella, y ella los aparta para preguntarme por mi hermanita, una costurera de tres al cuarto en un mezquino taller de costura cerca de Mile End Road.
Me miró airadamente, como si me retara a contradecirla. Guardé silencio, pues sabía que debía dejarla hablar a su aire.
– Así que le dije que no, que no tenía noticias de Rose y ella me preguntó: «¿Crees que vendrá?» Verá, dos semanas antes me había pillado con aire triste y me hizo reconocer que estaba preocupada por Rose. Pero ni siquiera entonces le conté la mitad de lo que ocurría, que Rose no era fuerte, que no era capaz de trabajar como un buey, como yo, y que me inquietaba que trabajara tantas horas y se alojara en un cuchitril. Sin pensárselo siquiera, Topaz sugirió: «Bueno, escríbele y dile que venga aquí; le pagaré para mantener mi ropa interior en buen estado.» Creí que estaba bromeando, pero no se tranquilizó hasta que escribí a Rose y envié la carta, con un billete de diez libras que me dio para su pasaje. Esa última mañana no me preguntó por Rose porque estuviera preocupada por sus diez libras, créame.