Asentí. Tansy se levantó y vertió un chorro de agua hirviendo en una tetera de plata, la sacudió y echó el agua en una jofaina. Estaba enfadada con el mundo, conmigo, con todo, incluyendo la tetera, pero no por eso se olvidó de calentarla. Guardó silencio mientras acababa de preparar el té; yo cavilé en lo que me había dicho hasta entonces. Si Topaz se había suicidado en un arranque de locura o asco consigo misma, no dio muestras de ese estado de ánimo a principios de su último día. Esto es, si podía creer a Tansy. Sirvió el té y colocó una taza blanca y dorada en la mesa a mi lado, no sin antes apartar unos papeles.
– En todo caso, le dije que no tenía noticias de Rose. Seguro que en mi voz revelé lo que sentía, porque ella bajó su taza y preguntó: «¿Qué pasa, Tansy?» Y, ¡que Dios me libre!, me acerqué a la cama y le dije: «Me temo que va a tener problemas con la policía, señorita.»
»"¿Qué clase de problemas?", preguntó.
»Le expliqué que Rose no era mala, pero que frecuentaba a un grupo que le metía en la cabeza ideas que no debía tener y la hacía desear cosas que no tenía por qué desear. Me dirigió una de sus miradas francas y preguntó: "¿Estás tratando de decirme que tu hermanita se ha metido en el negocio?"
»Antes de pensármelo, solté: "No, señora, no se trata de algo tan malo." Ella se echó a reír y yo me sonrojé como un tomate. Quería morderme la lengua, pero ella se limitó a apoyarse sobre las almohadas y reír, esa risa profunda que, según un hombre que escribía poemas sobre ella, era como el ronroneo de una leona.
»"¡Oh, mi pobre, pobre Tansy! Hay un mundo de diferencia entre una esquina en el este de Londres y esto, ¿no?", me dijo.
»Casi me mordí la lengua tratando de contestar a toda prisa y le dije que sí, que por supuesto, que la había. Y ella volvió a soltar esa risa suya.
»"La diferencia es que esto es mucho más cómodo. Ahora bien, ¿qué es eso que tu hermana no tiene por qué desear?", preguntó.
»"El voto para las mujeres, señora", le solté.
»Y esta vez rió hasta que me pareció que nunca se detendría, y yo allí, irritándome con ella, como me pasaba a veces. "¿Estás tratando de decirme que tu hermanita es una sufragista?", me preguntó finalmente.
»"Eso es, más o menos, señora", le contesté.
Tansy se detuvo para recuperar el aliento y tomar un sorbo de té. Su rostro estaba rojo como un tomate -según su propia descripción-, no sé si por vergüenza o por indignación. Aunque me era preciso no irritarla, no pude dejarlo pasar.
– Pero ¿por qué le preocupa tanto, señorita Mills? Hay mujeres de todas las clases sociales en nuestro movimiento y yo acabo de compartir una celda con una mujer que tiene título nobiliario.
Tansy volvió a mirarme airadamente.
– Eso está bien para ellas, pueden permitirse el lujo de meterse en política.
– ¿El lujo?
– Si la señora tal o la condesa cual golpea a un policía y la meten en la cárcel, no le importa, ¿verdad? No tiene que preocuparse por perder el trabajo sin referencias y acabar en un hospicio. Las chicas como mi hermana, que tienen muy poco para empezar, no pueden permitirse el lujo de perderlo.
– ¿Ha golpeado Rose a un policía?
– Todavía no, que yo sepa. Pero ha participado en un gran desfile hacia el Parlamento, así que sólo es cuestión de tiempo.
No era ni el momento ni el lugar adecuado para iniciar la educación política de Tansy Mills. En lugar de ello pregunté por la reacción de Topaz. Por ejemplo, ¿había adivinado que su jefa se interesaba también por el derecho de las mujeres al sufragio?
– Los periódicos hablaban mucho de eso antes de que nos fuéramos de Londres, pero eso fue hace dos meses, en febrero. Siempre teníamos cosas más importantes que hablar. En todo caso, esa última mañana, cuando le expliqué lo de Rose, estiró los brazos, como solía hacer cuando se estaba despertando del todo. «No son más que tonterías», dijo.
– ¿Dijo que el derecho de las mujeres al voto era una tontería?
– El voto para cualquiera. Dijo que la política era mitad codicia y mitad cotilleo. Dijo que conocía a bastantes políticos y que no votaría por ninguno de ellos, por ninguno.
Sin embargo, unas horas después de esa conversación, Topaz nos había legado su fortuna. Si había que creer a Tansy, el hermano de Topaz contaría con fuertes alegatos en contra nuestra en los tribunales. Me pregunté si ya se había puesto en contacto con ella.
– ¿Qué ocurrió después?
– Acabó de desayunar y abrió sus cartas.
– ¿Había algo inusual en ellas?
En esta ocasión Tansy vaciló.
– En realidad no.
– Pero sí hubo algo, ¿verdad?
– Nada especial. Una de ellas era un sobre grande que contenía una cajita y una tarjeta. Sonrió por lo que decía la tarjeta y me enseñó lo que había en la cajita.
– ¿Qué era?
– Nada especial, como he dicho. Sólo un gran ópalo girasol en un colgante. A mí me pareció anticuado y no se comparaba con las cosas que algunos le regalaban.
– Pero ¿a ella pareció gustarle?
– Mucho, sí. Pero, de veras, no era para emocionarse.
– Y luego, ¿qué?
– Bueno, nos preparamos para su baño. Dispuse las medias y su camisa de seda marfil con lazos color albaricoque y encaje. Uno de los lazos se estaba deshilachando, así que lo cosí. Ella comentó que eso probaba cuánto necesitábamos la ayuda de Rose. Siempre fue muy quisquillosa con su ropa interior. Fue una de las cosas que me chocó cuando la encontré muerta.
Su voz se tornó fría y desolada. Creo que mientras hablaba de Topaz casi había olvidado que había muerto. Ahora se quedó quieta, mirando la ventana por encima de su taza. De la calle llegaba el ruido de las bocinas y las ruedas de los carruajes, que me recordó que la ciudad se dedicaba a su acostumbrado quehacer: la diversión.
Tan suavemente como pude, inquirí:
– Por lo que me ha dicho, esa última mañana fue muy feliz y normal; pero por la noche se suicidó. ¿Podría usted…?
De pronto dejó la taza sobre la mesa y se levantó. Dado su escaso metro sesenta, no podía imponerme su presencia, ni siquiera estando yo sentada. Pero lo intentó.
– Es usted tan mala como los otros. ¿No me ha escuchado, no ha oído una sola palabra de lo que le he dicho?
– Claro que sí. Pero si se suicidó…
– No se suicidó. Topaz no se suicidó. No tenía por qué hacerlo. La asesinaron.
Alarmada por el curso que tomaba su pena, me levanté y le pasé el brazo por los tensos hombros.
– Señorita Mills, sé que está usted muy agitada, sé que esto debió conmocionarla, pero…
Con los ojos secos, me dirigió otra mirada airada y repitió:
– La asesinaron.
En el pasillo se oyó el sonido de un timbre.
– Debe de ser el señor Jules, tendré que bajar y dejarlo entrar.
Habiendo recuperado su eficacia y como si las palabras «la asesinaron» nunca hubiesen salido de sus labios, sacó de su bolsillo una llave y salió apresuradamente. Oí el ascensor bajar y volver a subir. No tenía idea de quién era el señor Jules, aparte del hecho de que estaba ayudando a Tansy a revisar los papeles de Topaz. Permanecí rodeada por los lujosos desechos de la carrera de Topaz Brown, y me pregunté qué debía contarle de todo esto a Emmeline, si es que se lo contaba.