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Una puerta zumbó, se abrió y un hombre alto y de cabello rubio entró.

– Bienvenida al manicomio. Soy Jim Davis, el cónsul. Me alegro de verla. -Le tendió la mano-. Como puede ver, trabajamos en los dos edificios más bonitos que el departamento de Estado tiene en todo el mundo -le dijo mientras salían a un jardín cuyo césped se extendía ante un lujoso edificio de estilo colonial. Los sonidos de la calle Agron no llegaban hasta allí, lo único que se oía era la melodía que tarareaba un anciano jardinero que podaba un rosal-. Y esta es nuestra última adquisición, el monasterio de los Padres Lazaristas. -Davis señaló hacia su izquierda, a una estructura que parecía medio iglesia, medio fortaleza. Su aspecto era austero, ni campanarios ni torres, y las ventanas de arco estaban decoradas alrededor con ladrillo, como un refuerzo contra posibles proyectiles. Estaba construida con la misma piedra áspera y clara que imperaba en el resto de la ciudad. Todos los edificios, las casas, las oficinas, los hoteles, incluso los supermercados, estaban hechos con «piedra de Jerusalén», así la había llamado el conductor que la había recogido en el aeropuerto. «¡Es la ley, es la ley!», decía mientras su cara mal afeitada intentaba mirarla por encima de su hombro y ella asentía y le indicaba con gestos de la cabeza que mirara la carretera.

Maggie ya había estado allí en varias ocasiones, de eso hacía diez años, pero no había participado en la acción. La Casa Blanca había dirigido el espectáculo. No les importaba que los pardillos del departamento _ de Estado se ocuparan de África o de Timar Oriental, incluso de los Balcanes, si tenían un buen día, pero Oriente Próximo era el destino de lujo, diplomacia de primera división, las únicas noticias del extranjero que salían siempre en portada. Así que a Maggie la habían mantenido invariablemente en segundo plano.

Alzó la vista y se protegió los ojos con la mano. La luz era tan brillante allí que parecía reflejarse y rebotar en los muros de piedra. Un monasterio en Jerusalén. Seguramente llevaría allí siglos, desde las Cruzadas. A Maggie le recordó el colegio de monjas de sus días de estudiante.

– Nos lo quedamos hace ya tiempo -le explicó Davis, que mantenía intacto su acento sureño, algo raro en un diplomático de larga carrera-. Los hermanos, o los padres, hablando con propiedad, han abandonado la mayor parte del monasterio, pero unos pocos aguantan en una zona que sigue siendo de ellos. Lo demás, pertenece a Estados Unidos.

Davis parloteaba, una reacción típicamente masculina a la que Maggie estaba acostumbrada. Lo había visto en sus ojos cuando él la saludó: el primer instante de sorpresa seguido por el intento de recobrar la compostura y actuar con naturalidad. Siempre había creído que una vez hubiera pasado los treinta aquello terminaría, atraería menos la atención de los hombres. Pero estaba claro que, a pesar de su discreción en el vestir, se equivocaba. Era alta, medía un metro setenta y ocho, y seguía teniendo buen tipo. Tenía el cabello castaño y abundante y, cuando se lo soltaba, le llegaba por debajo de los hombros.

– Bueno, este es el trato -dijo Davis, que la había llevado hasta un círculo de sillas de hierro a la sombra de unos cipreses-. Como sabe, la Casa Blanca está convencida de que esta es la semana decisiva. Espera que se firme un acuerdo definitivo en la Rosaleda en cuestión de días. Justo a tiempo para el día de las elecciones.

– o para el día de la reelección, como al presidente le gusta llamarlo, según tengo entendido -contestó Maggie-. ¿Cree usted que conseguirá lo que quiere?

– Bueno, hemos tenido dos delegaciones en Govemment House sentadas una frente a la otra durante casi dos semanas. Eso ya es un gran paso.

– ¿El qué? ¿Que hayan aguantado dos semanas?

– No. Me refiero a las conversaciones sobre el terreno.

– Claro. Perdone. -Tragó saliva. Aquello iba a costarle un poco. Estaba oxidada.

– No había ocurrido nunca. En Camp David, en Wye River, en Madrid, en Oslo… pero nunca aquí. Desde el año 2000, Camp David tiene mal fario; de modo que la Casa Blanca, en su infinita sabiduría, decidió que sería bueno que ambos bandos se sentaran a trabajar in situ.

– ¿Y lo están haciendo? ¿Se han puesto manos a la obra?

– Claro que no. Podríamos habérselo dicho. Esos tipos filtran a sus respectivos medios más de lo que hablan entre ellos. Resulta imposible aplicar un apagón informativo cuando uno está en medio de la maldita zona de conflicto.

– Pero, a pesar de todo, la Casa Blanca ha seguido adelante.

– Es su espectáculo. Pero, créame, corren a consultamos cada vez que alguien estornuda.

– o sea que, no ha cambiado nada.

– ¿Cómo dice?

– Olvídelo. Así pues, parte de lo más duro lo está haciendo el departamento de Estado, ¿no?

– ¿Parte? La mayor parte. Pero todo el mundo intenta meter el remo. La Unión Europea, Naciones Unidas, los británicos, los países árabes, Indonesia, Malasia… Tenemos a millones de musulmanes pendientes de lo que pasa, imames y mulás desde aquí hasta Mohammadsville, en Alabama, predicando que esta es la línea del frente en la guerra entre el islam y Occidente. Los países del mundo árabe están movilizando sus ejércitos. Si llegan a la conclusión de que se está empujando a los palestinos para que acepten un acuerdo de segunda, una especie de rendición ante el malvado Occidente, esta vez no habrá solo un puñado de manifestantes cabreados en Gaza o una algarada en Damasco. La región entera podría ¡pum! -Representó una nube atómica con las manos-. Y eso significa la Tercera Guerra Mundial, aquí mismo.

Maggie asintió para que Davis comprendiera que su pequeña y teatral exposición había dado en la diana.

– Hasta ahora -prosiguió el cónsul- las cosas han marchado bien; pero ha llegado el momento de la verdad, de poner los puntos sobre las íes, y las partes están poniéndose nerviosas.

– ¿Todavía no han hablado sobre los refugiados y Jerusalén?

– preguntó Maggie para hacerle saber que conocía el código.

Como los otros campos, la diplomacia tenía su propia jerga, y la de Oriente Próximo tenía además su propio dialecto. Después de un año apartada de todo aquello, Maggie confiaba en no haber perdido práctica.

– Se ha hecho un montón de trabajo preparatorio en la cuestión del derecho de retomo -explicó Davis-. De todas maneras, una advertencia: que nadie la oiga decir estas palabras o los israelíes se la comerán con patatas. No se trata de un derecho, sino de una aspiración. Y no es necesariamente un retomo porque buena parte de los palestinos provenían originariamente de otros lugares. Tampoco es el hogar porque esta es la tierra natal del pueblo judío. En fin, bla, bla bla. Ya me entiende.

Maggie asintió, pero había dejado de escuchar. Estaba recordando la pelea que había tenido con Edward. Ni siquiera se había molestado en negar que había borrado los mensajes de Bonham, simplemente añadió que lo había hecho por el bien de Maggie. Ella se enfureció y lo acusó de pretender aislarla, de querer convertirla en una esposa al estilo Washington con un insignificante trabajo como consejera matrimonial. Le dijo que pretendía negar lo que era o, al menos, lo que había sido. Edward le contestó que se había tragado demasiados manuales de auto ayuda y que solo hacía que vomitarlos; pero ella insistió en que él parecía decidido a evitar que superara lo que le había pasado en África, como si de alguna manera pretendiera mantenerla en el mismo estado en que la había encontrado: rota.