Después de eso, no hubo mucho más que decir, y nadie lo dijo. Maggie hizo las maletas a toda prisa y partió hacia el aeropuerto. Se sentía culpable al recordar todo lo que Edward había hecho por ella cuando estaba en su momento más bajo, y se sentía tremendamente triste al ver hasta qué punto su intento de llevar una vida normal había fracasado. Sin embargo, la verdad era que no creía que se hubiera equivocado. Se preguntó entonces por qué nunca había vaciado aquellas cajas. Sabía cuál sería su respuesta de haberse tratado de otra persona: que inconscientemente seguía aferrándose al pasado, que no se atrevía a dar el paso adelante definitivo con Edward. Igual que un niño que se niega a quitarse el abrigo cuando llega al colegio, aquellas dos cajas sin abrir eran la manera que tenía ella de decir, y decirse, que estaba de paso.
Así pues, había subido al avión y contemplado por la ventanilla cómo Washington -con Edward dentro- se hacía cada vez más pequeño, hasta que al fin decidió distraerse y sumergirse en las trescientas páginas del informe que Bonham le había preparado.
– Como puede imaginar, esta historia del asesinato ha puesto a todo el mundo de los nervios. Normalmente están con el dedo en el gatillo, pero ahora más que nunca. Ese es el motivo de que hayan decidido enviar a la caballería -dijo Davis señalándola-. Para que cierre el trato.
– Sí, pero parece que todavía no me toca entrar en acción.
– ¿Ah, no? ¿Y cómo es eso?
– Washington ha decidido que el ambiente se ha enrarecido durante las horas que ha durado mi vuelo. Según parece, el momento no está maduro para que yo intervenga.
– Uh, ya veo.
– Por ahora, mi tarea más inmediata consiste en mantener a todo el mundo en calma. Como si no pasara nada; y que los partidos se mantengan al margen.
– Ah, los partidos. -Davis hizo la señal de comillas con los dedos-. La verdad es que, después de lo ocurrido la otra noche, los partidos de la derecha israelí son los primeros a los que hay que mimar. Se han puesto como locos, gritan que el tipo al que mataron es un mártir.
– ¿Creen que fue algo deliberado?
– Dicen toda clase de cosas. -Una mirada de súbita comprensión asomó a los ojos de Davis-. Por eso va a ir usted a la casa de la shivá.
– ¿Qué?
– La casa del duelo. Acaban de pasarme una nota que dice que debe usted ir como representante no oficial. Al parecer lo han pedido los israelíes. Es una forma de mostrar respeto hacia ese pobre tipo, la prueba de que no ha sido eliminado porque se oponía al proceso de paz respaldado por Estados Unidos, la demostración de que nadie lo consideraba un enemigo.
– Pero nada demasiado oficial, no vaya a parecer que hacemos nuestros sus puntos de vista.
– Exacto. Arriba creen que eso puede ayudar a enfriar un poco las cosas.
– y nosotros hemos dado nuestra conformidad.
– La hemos dado. El funeral se ha celebrado esta mañana, tan pronto como han entregado el cuerpo tras la autopsia. Aquí se dan prisa con estas cosas, por motivos religiosos, como ocurre con todo lo demás. Sea como fuere, la shívá durará toda la semana. Seguramente ya tendrá todos los detalles en la BlackBerry.
– No tengo BlackBerry, lo siento.
– Bueno, no pasa nada. Los de comunicaciones le proporcionarán una. Me ocuparé de…
– Quería decir que no uso BlackBerry. Nunca lo he hecho.
Te mantiene demasiado atada. Escuchas a Washington o a Londres o a quien sea, cuando deberías estar escuchando a la gente que está en la habitación. No soporto esos aparatos.
– Como quiera. -Parecía como si Maggie acabara de confesarle que era adicta a la heroína.
– y por la misma razón, si pudiera tampoco llevaría móvil. Davis hizo caso omiso del comentario.
– Su hotel se encuentra solo a una manzana de aquí. Puede ir a refrescarse. El chófer la llevará a la shívá. La viuda se llama Rachel.
Capitulo 6
Jerusalén, lunes, 19.27 h
La calle estaba atascada. Los coches aparcaban a ambos lados, invadiendo la calzada. Maggie vio que era un barrio elegante: los árboles estaban llenos de hojas y los automóviles eran casi todos BMW y Mercedes. Incluso con el banderín con las barras y estrellas que ondeaba en el capó, el chófer de Maggie tenía dificultades para abrirse paso. En Washington hacía frío, pero allí, a pesar de la hora, seguía haciendo calor, y los árboles dejaban en el aire un olor dulzón y pegajoso.
El camino que llevaba al edificio estaba lleno de gente. Mientras se abría paso, percibió la mirada de algunos de los hombres que aguardaban; sus ojos la seguían, igual que antes.
– Es usted de la embajada, ¿verdad? Estadounidense, ¿no?
– Era el hombre de la puerta. Maggie no hubiera podido decir si era un familiar o un guardia. En todo caso, era obvio que estaban al corriente de que iría-. Por favor, pase.
Acompañaron a Maggie hasta una amplia estancia llena de gente, como el metro en hora punta. Su altura le supuso una ventaja: veía todas las cabezas -las de los hombres cubiertas con la kipá-, y al fondo un hombre barbado al que tomó por un rabino.
Yitgadal, v' Yitkadash…
En la sala flotaba el murmullo de la plegaria en memoria del fallecido. El rabino pronunciaba unas cuantas frases en hebreo y de vez en cuando se volvía hacia una fila de tres personas sentadas en unas sillas extrañamente bajas. Al ver sus ojos rojos y su nariz húmeda, Maggie supuso que era la familia de Guttman: su viuda, su hijo y su hija. De los tres, el hijo era el único que no lloraba. Tenía la mirada fija en el frente; sus negros ojos estaban secos.
Maggie podía notar la multitud que tenía detrás. No estaba segura de qué debía hacer. Debería esperar su tumo para dar el pésame a la familia, pero la sala estaba abarrotada y podía tardar una hora en llegar hasta el fondo. Pero, si se iba, su gesto se interpretaría -y así se propagaría- como un desprecio. Por otra parte, tampoco podía ponerse a charlar con aquellos desconocidos. No estaba en una fiesta.
Se fue abriendo paso despacio, sonriendo educadamente. Su porte y el pantalón negro que llevaba convenció a la mayoría de que era alguien importante, de modo que la dejaron pasar. (Se le hacía raro ir vestida con traje chaqueta; había pasado mucho tiempo desde la última vez.) Aun así, avanzó lentamente.
Se fue acercando hasta que se encontró encajonada junto a una estantería con libros. Lo cierto era que toda la sala estaba llena de libros. De vez en cuando, los interrumpía un jarrón, un plato decorativo -había uno con un llamativo diseño azul-, pero sobre todo había libros. De una punta a la otra de cada pared y del suelo al techo.
Estaba lo bastante cerca para poder leer los títulos. La mayoría estaban en hebreo, pero había un grupo sobre política estadounidense, incluyendo algunos de los ejemplares neoconservadores que habían figurado en las listas del New York Times de los libros más vendidos: Terrorism: How the West Can Win; Inside the New Jihad; The Coming Clash; The Gathering Storm. De repente sintió que ya tenía una imagen de Guttman. Al fin y al cabo, Washington estaba lleno de personas que compartían sus puntos de vista en política. Ella había conocido a unos cuantos en varias recepciones a las que había acompañado a Edward, mientras este se trabajaba la sala y ella observaba sin apartarse de su lado. El recuerdo surgió en su mente, y con él una punzada de dolor. Edward.
– Por favor, sígame, sígame.
Su guía no oficial había reaparecido y la hacía avanzar. La gente formaba una fila a la espera de presentar el pésame a la familia. Intentó entender qué decían los que tenía delante, pero no pudo: hablaban en hebreo.
Al fin le llegó el tumo de estrechar la mano a los familiares, de inclinar la cabeza respetuosamente ante cada uno de ellos y de poner expresión compungida. Primero la hija, que solo la miró brevemente a los ojos. Tenía unos cuarenta años, el pelo corto, castaño y salpicado de canas. Era atractiva; su rostro denotaba un carácter fuerte y práctico. Maggie supuso que era la persona que en esos momentos se hallaba al frente de la situación.