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Pero Ahmed y los suyos empezaron a ver algo más. Regresaron al lugar, pero esta vez con los ojos puestos no en la Ta'anach bíblica, sino en el poblado palestino situado al pie de la loma: Ti'innik. Aquellos nuevos arqueólogos deseaban aprender cuanto pudieran de la vida cotidiana de la comunidad que había vivido en ese lugar durante más de cinco mil años. Cada una de sus paletadas, cada uno de sus esfuerzos constituía una declaración política: aquella iba a ser una excavación palestina en Palestina.

La iniciativa situó a Ahmed Nur en el centro mismo del floreciente Movimiento de Liberación Palestino. Le hicieron saber entre susurros que la organización -entonces todavía clandestina y dirigida desde el extranjero- veía con buenos ojos su trabajo. Contribuía a alimentar el orgullo nacional y demostraba, en una época en que la mayoría de los líderes israelíes todavía negaban la existencia de un pueblo palestino, que las comunidades que habitaban aquellas tierras tenían las raíces más profundas posibles.

Su reputación aumentó aún más cuando dirigió a un grupo de estudiantes en la excavación de un antiguo campo de refugiados abandonado y desenterraron la basura -viejas latas de sardinas y bolsas de plástico- que revelaba cómo vivía la gente de una generación desaparecida, aquellos que habían huido de sus hogares en 1948. Después, su trabajo en Beitin extendió su fama aún más lejos.

Académicos anteriores se habían entusiasmado con aquel lugar, que consideraban el Bet-EI de la Biblia, el lugar donde Abraham, en su camino hacia el sur, se detuvo para construir un altar, el lugar donde Jacob descansó la cabeza en una almohada de piedra y soñó con ángeles que bajaban por una escalera. Sin embargo, Ahmed estaba decidido a examinar no solo las ruinas de alrededor de Beitin, sino la aldea en sí misma, ya que la humilde Beitin había sido gobernada por helenísticos, romanos, bizantinos y otomanos. Había sido cristiana y musulmana: a finales del siglo XIX, los turcos habían levantado una mezquita sobre las ruinas de una iglesia bizantina. Todavía podían verse los restos de una torre helenística, un monasterio bizantino y un castillo de las Cruzadas. De los tres. Para Ahmed ahí residía la grandeza de Palestina. Incluso en un lugar olvidado y remoto como Beitin podía contemplarse la historia de la humanidad estrato sobre estrato.

Eso le dio una idea. Buscó una de las cajas más recientes, la que contenía los últimos hallazgos de la excavación. Miró dentro y arrugó la nariz ante el penetrante olor a moho: cráneos humanos de cinco mil años de antigüedad, de la Edad del Bronce, junto con vasijas para el almacenamiento y recipientes para cocinar. Sonrió al pensar que podía hacerlo mejor, que aún podía retroceder más en el tiempo. Abrió un armario cerrado con llave y halló los fragmentos de pedernal, las herramientas de piedra y los huesos de animales que se habían encontrado en Beitin en los años cincuenta y que databan de aproximadamente cinco mil años antes de nuestra era. Le hablaría a aquel patán del departamento de Antigüedades de las manchas de sangre que se habían descubierto, señal evidente de un sacrificio ritual, la prueba de que Beitin había sido la sede de un templo cananeo. Pensó, no sin cierto sentimiento de culpa, que quizá estuviera recurriendo al viejo truco bíblico; pero no le quedaba más remedio que utilizar lo que tenía.

Aun así, era posible que no consiguiera nada. El hombre de Hamas reaccionaría sin duda ante la mención de una mezquita del siglo XIX y bostezaría con lo demás; aunque también cabía la posibilidad de que viera Beitin como lo que en realidad era: un lugar rebosante de la historia de aquella tierra.

Mientras se ponía de puntillas para devolver la más valiosa de las cajas a su lugar en lo alto del armario, oyó un ruido. Metálico.

– ¿Hola…? ¿Huda…?

No hubo respuesta. Seguramente no había sido nada. Habría dejado la puerta del cuarto de trabajo entreabierta y el viento la había cerrado. Daba igual, sellaría aquella caja y se pondría en camino.

Pero entonces se oyó otro ruido. Esta vez, pasos. Inconfundibles. Ahmed se dio la vuelta y vio a dos hombres que se le acercaban. Ambos llevaban una capucha negra que les ocultaba el rostro. El más alto levantó el dedo índice y se lo llevó a los labios. Silencio.

– ¿Qué…? ¿Qué es esto? -exclamó Ahmed; las piernas le temblaban.

– Limítese a venir con nosotros -dijo el más alto, que hablaba con un acento extraño. ¡Ahora! y por primera vez Ahmed vio la pistola que lo apuntaba.

Capitulo 8

Consulado de Estados Unidos en Jerusalén, martes, 14.14 h

Nuestra información dice que el cuerpo, acribillado a balazos, fue arrojado en la plaza principal de Ramallah por dos hombres encapuchados alrededor de las once menos cuarto. El cadáver fue exhibido ante la multitud durante un cuarto de hora y después retirado por los mismos encapuchados que lo habían llevado.

– ¿Un ajuste de cuentas con un delator?

– Exacto. -El jefe local de la CIA se volvió hacia Maggie para ilustrar a la recién llegada-. Es el procedimiento habitual que los palestinos aplican a cualquiera de los suyos que consideran culpable de colaborar con los servicios de información israelíes. Normalmente se les acusa de dar pistas a los israelíes sobre el paradero de terroristas o advertirles de un inminente atentado terrorista.

– ¿Cuál ha sido la reacción de los israelíes? -La pregunta surgió de un altavoz situado en medio de la mesa de madera barnizada: la voz del secretario de Estado desde Washington, que había dejado que su ayudante se encargara de las últimas negociaciones sobre el terreno. Quería mantener una prudente distancia en caso de que fracasaran.

– Hasta el momento, bastante discreta. La típica soflama que los palestinos necesitan para demostrar que creen en el imperio de la ley. Pero fue solo el comentario de un portavoz de segunda fila al ser preguntado durante una entrevista. No salió de las altas esferas. Me da la impresión de que quieren tratar esto como algo interno que…

– ¿Existe alguna posibilidad de que quieran romper las negociaciones por culpa de este incidente? -Creemos que no, señor.

– A menos que estén buscando una excusa.

– No creo. -Su ayudante alzaba la voz para que el teléfono la captara-. En estos momentos las conversaciones pasan por una fase difícil, pero nadie quiere levantarse de la mesa. -¿Siguen atascadas en el asunto de los refugiados?

– y Jerusalén. Sí.

– No lo olviden: no podemos permitir que esto se eternice. Si no tenemos cuidado, habrá un retraso, luego, otro, y antes de que nos demos cuenta estaremos…

– En noviembre. -Era Bruce Miller, oficialmente asesor político del presidente; extraoficialmente, su consejero de más confianza desde que logró el cargo de fiscal general de Georgia hacía más de veinte años. Los dos pasaban más tiempo juntos que con sus respectivas esposas. La presencia de Miller en Jerusalén confirmaba lo que todos sabían: que el respaldo presidencial a las negociaciones de paz iba indefectiblemente unido a consideraciones de política interior.

– Hola, Bruce.

Maggie detectó una repentina docilidad en el tono del secretario de Estado.

– Estaba a punto de coincidir con usted, señor secretario

– empezó a decir Miller con su acento sureño marcado por el chicle de Nicorette que masticaba día y noche. Hacía once años que había dejado el tabaco con la ayuda de toda una serie de sustitutivos. Ya no utilizaba parches, pero el chicle se había convertido en su nueva adicción-. Me refiero a que esta gente lleva más de sesenta años pensando en posibles respuestas, ¡pero nosotros no podemos aceptar que sigan a este ritmo, por Dios!

Estaba inclinado hacia delante, con su delgado cuerpo encorvado para que la cabeza le quedara cerca del teléfono. Su cuello parecía sobresalir en los momentos importantes, y los dos mechones de cabello que flanqueaban su calva le colgaban a los lados de las sienes. Maggie intentó averiguar a qué le recordaba: ¿a un gallito joven moviendo rítmicamente la cabeza o a un pendenciero peso pluma en un ring ilegal de alguna callejuela oscura del viejo Dublín, listo para pelear sucio si la situación lo exigía? Mirarlo era fascinante.