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– Esto es Pisgat Ze' ev -dijo Lee-. La gente que vive aquí no es consciente de que está al otro lado de la Línea Verde. -Se volvió para mirar a Maggie-. O no quiere ser consciente.

Maggie miró por la ventanilla. No le extrañaba que todo lo relacionado con aquellas negociaciones pareciera una pesadilla. El plan establecía que Jerusalén sería dividida en dos partes -el eufemismo que utilizaba la diplomacia estadounidense era «compartidas»- y se convertiría en la capital de ambos países. Pero Maggie comprendió entonces que esa escisión sería imposible.

Jerusalén Oriental y Jerusalén Occidental eran como dos árboles que habían crecido tan cerca el uno del otro que se habían entrelazado. Se negaban a separarse.

– Ahora se hará una idea más precisa -dijo Lee; la carretera empezaba a girar-. Pisgat Ze'ev a un lado y Beit Hanina al otro -añadió, señalando a derecha e izquierda.

Maggie enseguida vio la diferencia. El lado árabe era casi un páramo: casas de bloques de hormigón gris a medio acabar de donde asomaban varas de hierro como tendones seccionados; aceras llenas de agujeros y hierbajos limitados por barriles de aceite oxidados. Por la otra ventanilla, Pisgat Ze' ev era líneas rectas y pulcros setos. Podría haber sido un barrio residencial de Estados Unidos, pero construido con piedra bíblica.

– Sí, es bastante sencillo -continuó Lee-. A un lado la infraestructura es magnífica, y al otro lado es una mierda.

Siguieron en silencio mientras Maggie escrutaba el paisaje que la rodeaba. Podías leer cien informes y estudiar otros tantos mapas, pero no había nada como ver el terreno con tus propios ojos. Así fue en Belfast y en Bosnia, y también allí.

– ¡Un momento! -exclamó Lee mirando al frente-. ¿Qué es eso?

A ambos lados de la carretera se veían sendas hileras de personas.

– ¿Podemos parar? -preguntó Maggie-. Me gustaría echar un vistazo.

Lee se detuvo en la cuneta y la gravilla crujió bajo los neumáticos.

– Señora, permítame que salga yo primero para comprobar que la situación es segura.

«Señora.» Maggie intentó calcular cuántos años se llevaba con el sargento de marines Lee. Él no debía de tener más de veintidós. Así que, al menos en teoría, Maggie era lo bastante mayor para ser su madre.

– De acuerdo, señorita Costello. Creo que puede usted salir.

Maggie se apeó del coche y vio que a un lado de la carretera la gente formaba una fila que se estiraba, subía por la colina y se perdía en la distancia. En la otra dirección, al otro lado de la carretera, lo mismo. Algunos ondeaban pancartas, los demás se cogían de las manos. Era una cadena únicamente humana interrumpida por la carretera.

Entonces Maggie lo comprendió. Iban vestidos de color naranja, el color del movimiento de protesta que había surgido para oponerse al proceso de paz. Leyó los lemas de las pancartas. Uno decía: «Detened a los traidores»; el otro: «Yariv se despedirá con fuego y sangre». En el primero aparecía una caricatura del primer ministro tocado con una kifiya blanca y negra, el pañuelo tradicional palestino. En el segundo, Yariv aparecía vestido con el uniforme nazi de las SS.

La mujer que sostenía la pancarta de la kifiya vio que Maggie la miraba y la llamó:

– ¿Quiere salvar Jerusalén? ¡Esta es la manera de hacerlo! Tenía acento de Nueva York.

Maggie se acercó.

– Somos Brazos Alrededor de Jerusalén. -La mujer le entregó un panfleto-. Estamos formando una cadena alrededor de la capital eterna e indivisible del pueblo judío. Y vamos a quedamos aquí hasta que Yariv y el resto de los criminales se hayan ido y nuestra ciudad vuelva a estar a salvo.

Maggie asintió.

La mujer bajó un poco la voz, como si compartiera un secreto.

– Si por mí fuera, nos llamaríamos Manos Fuera de Jerusalén, pero no se pueden ganar todas las batallas. Debería quedarse un rato por aquí para ver lo que los verdaderos israelíes piensan de esta gran traición.

Maggie señaló el coche que la esperaba y se disculpó con un gesto. Mientras caminaba hacia el Land Cruiser oyó una canción que llegaba de lo alto de la colina. Las voces, separadas por la distancia, no cantaban todas al unísono pero creaban una melodía hermosa e hipnótica.

Mientras el sargento Lee le abría la puerta y se ponía al volante, Maggie pensó en lo que acababa de ver. Yariv no tenía ninguna posibilidad ante una oposición tan decidida. Aun suponiendo que al final consiguiera persuadir a los palestinos, le quedaba por convencer a su propio pueblo, un pueblo dispuesto a formar un anillo humano en tomo a la ciudad ya mantenerlo noche y día durante semanas e incluso meses.

En esos momentos circulaban por una carretera lisa y sin casi tráfico, salvo por los ocasionales 4x4 de la ONU y un vehículo caqui del ejército israelí, las FDI. Según le explicó Lee, todos los demás coches pertenecían a los colonos.

– ¿Dónde están los palestinos?

– Tienen que pasar por otro sitio. Por eso se dice que esta carretera es de circunvalación. Porque es para circunvalarlos a ellos.

Lee se detuvo en la cola del control de paso. Un cartel en inglés indicaba quiénes estaban autorizados para cruzarlo: organizaciones internacionales, personal médico, ambulancias, prensa. Debajo, una clara advertencia: «¡Deténgase aquí! ¡Espere a que los soldados lo llamen!».

El conductor cogió el pasaporte de Maggie, bajó la ventanilla y se lo entregó al centinela. Maggie agachó la cabeza para observar mejor su rostro. Era moreno y delgado, con algunos granos de acné en el mentón. No podía tener más de dieciocho años.

Los dejaron seguir y pasaron ante la carcasa vacía de un edificio que Lee identificó como el City Inn Hotel. Sus paredes estaban acribilladas de agujeros de bala.

– En la segunda Intifada lucharon aquí durante semanas.

El ejército tardó lo suyo en conseguir expulsar a los palestinos. -Se volvió y sonrió a Maggie-. Tengo entendido que ahora las habitaciones son baratísimas.

A los pocos minutos de haber dejado atrás los barrios periféricos israelíes, se adentraron en un paisaje completamente distinto. Los edificios estaban construidos con la misma piedra clara que había visto en Jerusalén, pero tenían un aspecto mucho más sucio y polvoriento, abandonado. Los carteles estaban en árabe e inglés: AL-RAMI MUTURS, AL-AQSA ISLAMIC BANK. En una esquina vio un montón de sillas de caña y mimbre y a unos cuantos jóvenes haraganeando y fumando. Los muebles estaban a la venta. Los niños que se dirigían al colegio cargados con grandes mochilas caminaban esquivando los socavones de las aceras. Maggie apartó la mirada.

En todas las paredes y en las ventanas de los comercios abandonados había carteles con los rostros de hombres y muchachos, todos ellos enmarcados con los colores verde, blanco, rojo y negro de la bandera nacional palestina.

– Mártires -explicó Lee.

– ¿Terroristas suicidas?

– Sí, pero no solo. Ahí también están los niños que tirotean a los colonos o que lanzan cohetes.

El coche se metió en un socavón y dio una brusca sacudida.

Maggie siguió mirando por la ventana. Allí, al igual que en la mayoría de los lugares donde había trabajado, los dos bandos acababan matando a los niños del lado contrario. Parecía que casi todos los que mataban y los que morían eran muy jóvenes. Era algo que ya sabía, pero en los últimos años no había visto otra cosa. Una y otra vez, en un sitio tras otro, lo había presenciado y le había repugnado. Una imagen, la misma de siempre, flotaba en su cerebro y tuvo que cerrar los ojos con fuerza para ahuyentarla.

Se abrieron paso por calles abarrotadas; pasaron frente a una cafetería llena de mujeres que llevaban la cabeza cubierta con un pañuelo negro. Lee sorteó unos cuantos carros tirados por muchachos y cargados de fruta: peras, manzanas, fresas y kiwis. Todo el mundo avanzaba por la calzada: gente, coches y animales. El tráfico se movía lenta y ruidosamente entre constantes pitos y bocinazos.