Se levantó y miró alrededor en la penumbra hasta que vio encima de la mesa lo que le pareció un abrecartas. Clavó la punta en la delgada hojalata de la tapa e hizo palanca contra el metal. Repitió la operación en todo un lado de la tapa y abrió la caja como si fuera una lata de alubias. La volcó y consiguió que saliera el objeto que había dentro. El corazón le palpitaba al galope.
Pero nada más verlo se llevó un chasco. Se trataba de una tablilla de barro con algunos garabatos grabados, como tantas otras que había visto aquella noche, muchas de las cuales habían acabado hechas trizas en el suelo. Salam estaba a punto de dejarla allí cuando de repente dudó. Si alguien del museo se había tomado tantas molestias para esconder aquel trozo de barro seco, quizá tuviera algún valor.
Subió corriendo por la escalera hasta que vio la luz de la luna. Había salido a la parte de atrás del museo, donde vio una nueva multitud de saqueadores que se abrían paso. Esperó a ver un hueco y salió por las puertas medio desencajadas. Corriendo como un loco, se perdió en la noche de Bagdad llevando consigo un tesoro cuyo verdadero valor nunca llegaría a conocer.
Capitulo 1
Tel Avív, sábado por la noche. Varios años después
Allí estaba la muchedumbre de siempre: los radicales de izquierda, los hombres con el pelo largo después de haber pasado un año viajando por la India, las chicas con piercings de diamantes en la nariz; la gente que siempre acudía a aquellos encuentros de los sábados por la noche. Juntos cantarían las conocidas canciones -«Shir shalom», Canción por la paz- y sostendrían los símbolos de siempre: las velas, abrigadas por las manos; o los retratos de Yitzhak Rabin, el héroe asesinado que había dado su nombre a aquel pedazo de terreno sagrado años atrás. Formarían un círculo en el centro de la plaza Rabin y repartirían panfletos y pegatinas o tocarían sus guitarras y las melodías flotarían en el cálido aire de la noche mediterránea.
Fuera de lo que era el núcleo principal, había rostros nuevos y menos conocidos. Para los veteranos de aquellas reuniones pacifistas, la visión más sorprendente eran las filas de Mizrachim, los judíos norteafricanos de clase trabajadora que habían llegado a pie o haciendo autostop desde algunos de los rincones más pobres de Israel. Desde siempre se contaban entre los votantes de tendencia más dura. «Conocemos a los árabes», decían, refiriéndose a sus raíces en Marruecos, Túnez o Irak, «sabemos cómo son». Duros y siempre alerta ante sus vecinos palestinos, la mayoría de ellos solían mofarse de los izquierdistas que acudían a esas manifestaciones. Sin embargo, allí estaban.
Las cámaras de televisión -de la TV israelí, la BBC, la CNN y el resto de principales cadenas internacionales- recorrieron la multitud, descubriendo más rostros inesperados y banderas con lemas en ruso agitadas por emigrantes judíos llegados de la antigua Unión Soviética, otro sector habitualmente partidario de la línea dura. Un cámara de la NBC encuadró una toma que hizo que su director soltara un silbido de entusiasmo: un hombre tocado con una kipá, el casquete de los judíos practicantes, junto a una mujer negra de origen etíope, ambos rostros iluminados por el resplandor de las velas que sostenían.
Unas cuantas filas más atrás había un hombre mayor en el que las cámaras no se habían fijado. No sonreía, y su rostro estaba contraído por una expresión de determinación. Se palpó bajo la chaqueta: seguía allí.
En la plataforma erigida provisionalmente para la ocasión había una hilera de reporteros que describían la escena para las audiencias de todo el globo. Uno de ellos, estadounidense, hablaba más alto que los demás.
– Estamos con ustedes en Tel Aviv en la que se considera una noche histórica para los israelíes y los palestinos. Dentro de unos días los dirigentes de ambos pueblos se reunirán en Washington, en los jardines de la Casa Blanca, para firmar un acuerdo que pondrá punto final a más de un siglo de conflictos. En estos momentos, las dos partes están hablando a puerta cerrada en Jerusalén, a menos de una hora de aquí, tratando de llegar a un acuerdo sobre lo que será la letra pequeña del tratado de paz. ¿Y dónde se desarrollan esas conversaciones? Bien, Katie, el lugar no podría ser más simbólico: se trata de Government House, el antiguo cuartel general de los británicos cuando' gobernaban el territorio, y se alza en el límite que separa el Jerusalén Oriental, predominantemente árabe, de la parte oeste de la ciudad, básicamente judía.
»Pero esta noche la acción está aquí, en Tel Aviv. El primer ministro israelí ha convocado esta manifestación para decir "Ken l'shalom", o "Sí a la paz", una iniciativa política destinada a demostrar al mundo y a los escépticos dentro de su propio país, que cuenta. con el respaldo necesario para llegar a un acuerdo con el enemigo histórico de Israel.
»Hay militantes de la oposición que afirman, enojados, que el primer ministro no tiene derecho a realizar las concesiones que se rumorea están sobre la mesa: devolver los territorios de Cisjordania, desmantelar los asentamientos judíos de los territorios ocupados y, sobre todo, dividir Jerusalén. Este último punto, Katie, constituye el principal escollo. Hasta el momento Israel había insistido en que Jerusalén debía seguir siendo su capital, como una ciudad unida, para toda la eternidad. Para los enemigos del primer ministro, así lo disponen las Sagradas Escrituras, y él está a punto de quebrantarlo, pero… Espera un momento, Katie. Creo que el mandatario israelí acaba de llegar…
Una corriente de energía agitó a la multitud cuando miles de rostros se volvieron para mirar hacia el escenario. El viceprimer ministro se acercó a los micrófonos entre educados aplausos. Aunque nominalmente era colega de partido del primer ministro, la multitud allí presente sabía que había sido desde siempre uno de sus más enconados rivales.
Habló demasiado, y solo consiguió ovaciones cuando dijo: «En conclusión…», Por fin, presentó al jefe, repasó sus logros, lo alabó como hombre de paz y luego tendió la mano y le pidió que subiera al estrado. Cuando el primer ministro apareció, la multitud estalló. Al menos treinta mil personas prorrumpieron en gritos y aplausos. Lo que expresaban no era afecto por él, sino por lo que se disponía a hacer, por lo que, según la opinión general, solo él podía hacer. Nadie más tenía credibilidad para llevar a cabo los sacrificios necesarios. En cuestión de días, al menos así lo esperaban todos, él pondría fin al conflicto que había marcado la vida de cada uno de ellos.
Tenía casi setenta años, era un héroe de cuatro guerras israelíes. Si hubiera lucido las medallas recibidas, no le habría bastado con una sola americana para prenderlas. Sin embargo, el único indicio de su paso por el ejército era la marcada cojera de su pierna derecha. Llevaba más de veinte años en la política, pero seguía pensando como un soldado. La prensa siempre lo había descrito como un halcón, perennemente escéptico ante los pacifistas y sus planes. Pero en esos momentos las cosas eran distintas, se dijo a sí mismo. Había una oportunidad.
– Estamos cansados -dijo, acallando a la multitud-. Estamos cansados de luchar todos los días, cansados de llevar el uniforme de soldados, cansados de enviar a nuestros hijos, chicos y chicas, a que empuñen un fusilo conduzcan un tanque cuando apenas han terminado el colegio. Luchamos, luchamos y luchamos, pero estamos cansados. Estamos cansados de gobernar a otra gente que nunca ha querido que la gobernáramos.
Mientras hablaba, el hombre que no sonreía se abría paso entre la multitud; respiraba pesadamente. «Slicha», repetía una y otra vez al tiempo que empujaba sin miramientos un brazo o un hombro para apartarlo de su camino: «Disculpe».