Se le ocurrió que quizá ese hombre supiera algo y lo investigó en Google. La búsqueda arrojó solo tres resultados relevantes. Uno de ellos la devolvía a Minerva, pero en los tres aparecía junto a Shimon Guttman. De Ehud Ramon como individuo independiente no había nada.
Encontró una base de datos de arqueólogos israelíes e introdujo el nombre de Ehud Ramon. Salieron un montón de Ehud y un solo Ramon, pero ningún Ehud Ramon. Lo mismo le ocurrió en el Archaeological Institute of America. ¿Quién era ese hombre relacionado con Guttman pero de quien no había rastro?
Entonces lo vio. Se le puso la carne de gallina mientras cogía papel y lápiz y anotaba las palabras tan deprisa como podía, solo para asegurarse. Por supuesto que ese nombre, que aparentemente pertenecía a un académico israelí o norteamericano, no podía ser… y, sin embargo, allí estaba, materializándose ante sus ojos. No existía ningún Ehud Ramon. O, mejor dicho, sí existía, pero ese no era su verdadero nombre. Se trataba de un anagrama, como esos que Maggie resolvía a una velocidad extraordinaria durante las interminables y deprimentes tardes de domingo en el colegio de monjas. Ehud Ramon era un académico dedicado a exhumar los secretos del terreno, pero también era el más improbable compañero de Shimon Guttman -sionista de derechas, zelote convencido y enemigo declarado de los palestinos-, ya que Ehud Ramon era en realidad Ahmed Nur.
Capitulo 12
Bagdad, abril de 2003
Aquella mañana, Salam fue al colegio más por costumbre que por lo que pudiera esperarle allí. No creía que las clases siguieran impartiéndose como si no hubiera pasado nada, pero a pesar de todo había ido. Por si acaso. Bajo el régimen de Saddam, saltarse el colegio suponía, como cualquier otro acto de desobediencia, un riesgo que nadie que apreciara su integridad física estaba dispuesto a asumir.
Por mucho que Saddam hubiera huido y que su estatua de la plaza del Paraíso hubiera caído ante las cámaras de televisión de todo el mundo, entre los habitantes de Bagdad seguía predominando la cautela que habían aprendido a cultivar a lo largo de los últimos veinticuatro años. Salam no era el único que había soñado que el dictador surgía de las aguas del Tigris cual Poseidón, empapado y furioso, exigiendo la sumisión de todos sus súbditos.
Así pues, fue al colegio. Saltaba a la vista que muchos otros habían sufrido el mismo miedo: al menos la mitad de los compañeros de clase de Salam deambulaban fuera jugando a la pelota o compartiendo chismorreos. Ninguno demostraba especial alegría. Había demasiados profesores baazistas, meras marionetas del régimen, para arriesgarse. No obstante, Salam percibió una energía, una especie de carga eléctrica que parecía atravesarlos a todos. Era una sensación nueva, ninguno de ellos había sido capaz de definirla. De haber conocido las palabras y haber podido librarse del miedo que los atenazaba habrían dicho que, por primera vez, se sentían emocionados ante la idea de un futuro.
Ahmed, el bocazas de la clase, se le acercó tranquilamente y lanzó una mirada por encima del hombro.
– ¿Dónde estuviste anoche?
– En ninguna parte. Me quedé en casa. -El reflejo del miedo.
– ¿A que no adivinas dónde estuve yo?
– Ni idea.
– Prueba.
– ¿En casa de Salima?
– No, idiota. Prueba otra vez.
– No lo sé. Dame una pista.
– ¡Estaba haciéndome rico, tío!
– ¿Estabas trabajando?
– Llámalo así, si quieres. Sí, anoche trabajé de lo lindo. Y gané más dinero del que verás en toda tu vida.
– ¿Cómo? -preguntó Salam entre susurros a pesar de que su compañero hablaba alegremente a todo volumen.
Ahmed sonrió y mostró los dientes.
– En una tienda llena a rebosar de los tesoros más valiosos del mundo. Anoche tenían una oferta especiaclass="underline" «Llévese lo que quiera. ¡Gratis total!».
– ¡Estuviste en el museo!
– Exacto. -Ahmed exhibió su sonrisa de joven hombre de negocios.
Salam se fijó en la pelusa que le ensuciaba el mentón y comprendió que su amigo intentaba dejarse barba.
– ¿y qué conseguiste?
– Vaya, te gustaría que te lo dijera, ¿verdad? Como dice el profeta, la paz eterna sea con él, «Los tesoros acumulados de oro y plata parecen complacer los ojos de los hombres». Desde luego, a mí me complacen.
– ¿Te llevaste oro y plata?
– y otras muchas más cosas que complacen los ojos de los hombres.
– ¿Cuánto tiempo estuviste?
– Toda la noche. Hice cinco viajes. Para el último me llevé una carretilla.
Salam contempló la gran sonrisa de Ahmed y tomó una decisión: no confesaría que él también había estado en el museo la noche anterior, pero no porque temiera la ley -no había ley en esos momentos-›- o el castigo de los baazistas, sino porque se sentía avergonzado. ¿Qué se había llevado él del Museo Nacional? Un simple e inútil pedazo de arcilla. Quiso maldecir a Dios por haberle hecho tan cobarde. Como de costumbre, había pecado de timorato, había evitado el peligro y había permitido que otros se llevaran la gloria. En el campo de fútbol le pasaba lo mismo, nunca se atrevía a entrar a fondo y mantenía las distancias para evitar problemas. Esta vez ese hábito le había costado una fortuna. Ahmed lo lograría, se haría millonario, tal vez hasta huyera de Irak y se tuera a vivir como un príncipe en Dubai o, por qué no, en Estados Unidos.
Aquella noche, cuando Salam miró debajo de su cama no le acompañó la emoción que había sentido cuando había hecho eso mismo por la mañana. Su botín seguía allí; pero cuando lo cogió le pareció anodino y desprovisto de valor. Imaginó los cubiletes con incrustaciones de pedrería y las figuras bañadas en oro que tendría Ahmed y se maldijo. ¿Por qué no había encontrado él esos tesoros? ¿Qué lo había impulsado a hurgar en un sótano oscuro cuando tenía las deslumbrantes maravillas de Babilonia al alcance de la mano? El azar tenía la culpa. O el destino. O ambos, que parecían confabularse para que, pasara lo que pasase, Salam al-Askari fuera siempre un perdedor.
– ¿Qué es eso?
Instintivamente, Salam se dobló sobre la tablilla de arcilla como si lo estuvieran azotando. Pero no iba a servirle de nada: su hermana de nueve años la había visto.
– ¿Qué es qué?
– Esa cosa. En tu regazo.
– Ah, esto. Nada. Lo he cogido hoy en el colegio.
– Pero si dijiste que no había clase…
– y no había. Esto lo encontré fuera.
Leila ya había salido del cuarto y corría por el pasillo hacia la cocina.
– ¡Papá, papá! ¡Salam tiene algo que no debería tener! ¡Salam tiene algo que no debería tener!
Salam alzó los ojos al techo. Estaba acabado. Iba a ganarse una paliza por nada, por un trozo de barro sin valor. Cogió la tablilla, se encaramó a la silla que había junto a la cama e intentó abrir la ventana. Tiraría aquel pedazo de barro seco y al cuerno con él.
– ¡Salam!
Se giró y vio a su padre en la puerta. Una mano estaba desabrochando ya la hebilla del cinturón. Salam volvió de nuevo hacia la ventana e intentó abrirla con dedos temblorosos. Pero estaba atascada. Por mucho que empujó solo se abrió unos pocos centímetros. De repente una mano le sujetó la muñeca y le retorció el brazo. Notó el aliento de su padre. Forcejearon. Salam estaba decidido a abrir la ventana y lanzar tijera aquel maldito pedazo de arcilla.
La silla que lo sostenía se tambaleó. Su padre lo empujó con fuerza, y Salam notó que caía hacia atrás.
Aterrizó violentamente sobre el costado y dejó escapar un grito de dolor. Comprendió entonces que ese había sido el único sonido. No había oído ningún ruido que delatara que algo se había hecho añicos contra el suelo. Sin embargo, la tablilla ya estaba en sus manos. Alzó la vista y vio que su padre la cogía con calma de la cama, donde había caído.
– Padre, es…