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Tal dejó el papel en la mesa sin hacer ruido; era consciente de que una nueva atmósfera se había apoderado de la sala, y no deseaba alterarla con un movimiento brusco. Se fijó en que el viceprimer ministro y el ministro de Defensa cruzaban una mirada. No se sentía capaz de mirar a los ojos a su jefe y comprendió que no tenía la menor idea de cómo reaccionaría el primer ministro. El silencio se prolongó.

– Está claro que había perdido la chaveta -dijo por fin el viceprimer ministro, Avram Mossek-. Es un caso grave del síndrome de Jerusalén.

El término hacía referencia a una enfermedad; los psiquiatras lo aplicaban a aquellos cuya mente se había trastornado por el influjo de la Ciudad Santa. Se los podía ver desde la vía Dolorosa hasta los callejones del barrio judío, casi siempre hombres y casi siempre jóvenes, con barba, con sandalias y con la mirada extraviada propia de aquellos que están convencidos de que pueden escuchar las voces de los ángeles.

Ben-Ari hizo caso omiso del comentario. No era el momento de defender el fervor religioso.

– ¿Puedo verlo?-preguntó a Tal, señalando el documento con la cabeza. Sus ojos lo examinaron-. No parece de Guttman, No era un hombre especialmente religioso. Nacionalista desde luego pero no religioso. Sin embargo, aquí nos da a entender que el mismísimo Dios ha hablado con él. Además, cita la liturgia Rosh Hazaña: «No me des la espalda, no me rechaces». No lo diría tan crudamente como Mossek, pero es posible que Guttman no estuviera en sus cabales.

Todos miraron al primer ministro, a la espera de su veredicto. Una sola palabra, un solo gesto, y el asunto quedaría olvidado. Pero se limitó a romper una pipa salada con los dientes y a masticar su contenido mientras examinaba la copia del texto que Talle había entregado.

Como de costumbre, a su ayudante ese silencio le pareció incómodo y quiso llenarlo.

– Hay algo curioso: dice que ha «intentado» mantener ese conocimiento en secreto. Eso apunta la posibilidad de que no lo haya conseguido. Si vamos a seguir adelante con este asunto, tendremos que averiguar con quién más habló Guttman: amigos, familiares, colegas… Tal vez, pesar de lo que dice sobre los medios de comunicación, también lo hizo con algún periodista de extrema derecha. No hay duda de que conocía a unos cuantos. Segundo: eso de que temía por su vida puede repercutimos negativamente. Si la derecha tuviera acceso a este texto, vería confirmadas sus teorías sobre una conspiración: el hombre que nosotros insistimos en que fue abatido por accidente temía por su vida. Tercero: todo esto gira en tomo al proceso de paz, «a la luz de todo lo que estás haciendo», dice, y añade que usted, primer ministro, temblaría si supiera lo que él sabe. Lo cual implica que está usted cometiendo un terrible error y que no debe seguir por ese camino.

– Guttman se oponía al proceso de paz. Menuda sorpresa…

– dijo Mossek en tono cortante.

Yariv alzó la mano y se inclinó hacia delante.

– Estas palabras no son las de un demente. Son urgentes, son apasionadas, sí, pero no son incoherentes. Y tampoco es la carta de un mártir, a pesar de la premonición de su propia muerte. Si lo fuera, habría hablado clara y abiertamente de la traición que supone ceder territorios y todo lo demás. Habría construido un texto que fuera una arenga para los suyos. Esto es demasiado… -hizo una pausa mientras buscaba la palabra adecuada- enigmático. No. Creo que este texto es justo lo que él dice que es: la carta de un hombre desesperado por decirme algo.

»Nuestra tarea ahora es aseguramos de que nadie suelta una palabra del contenido de esta carta. Amir declarará que los resultados del laboratorio no han sido concluyentes y que no ha podido sacarse nada en claro. Si se filtra ni que sea una sílaba de este texto, os pondré de patitas en la calle y haré que os sustituya vuestro peor rival en el partido.

Mossek y Ben-Ari se echaron atrás, asustados por aquella repentina muestra de suspicacia que ambos interpretaron como un arranque de mal genio.

– y Amir, aquí presente -prosiguió Yariv-, dirá a la prensa que desvelasteis un secreto crucial al enemigo durante las negociaciones de paz. Dejaremos que la prensa decida si fue por malicia o incompetencia. Entretanto, Amir, está claro que Shimon Guttman guardaba un secreto por el que estaba dispuesto a arriesgar la vida. Tu tarea consistirá en averiguar de qué se trataba.

Capitulo 14

Jerusalén, martes, 22.01 h

S e suponía que debía ir a todas partes acompañada por su chófer oficial, pero no había tiempo para eso. Además, algo le decía que aquella visita era mejor hacerla con discreción y eso no era algo difícil en un Land Cruiser blindado. Así pues, en esos momentos se dirigía a Bet Hakerem en un taxi blanco.

Todo había sido muy rápido. Una vez resuelto el anagrama, lo demás pareció encajar. Observó detenidamente la foto de Nur e intentó descubrir qué le había llamado la atención la primera vez que la había visto. Lo miró a los ojos, como entonces, y después se fijó en el fondo.

Estaba claro que, la foto había sido tomada en un interior, en una casa más que en un despacho, ante lo que parecía una librería. Se veía un complejo dibujo floral en azul y verde. Maggie amplió la imagen: no era papel pintado, como había supuesto inicialmente, sino el dibujo de un plato que descansaba en un estante justo detrás del hombro de Nur.

«Claro.» Había visto ese dibujo antes, y le llamó la atención por su belleza. Había sido solo veinticuatro horas antes, cuando fue a dar el pésame a casa de Shimon Guttman. En un salón lleno de libros, aquel plato de cerámica destacaba. Y ahí tenía a Nur, de pie frente a uno igual. ¿Acaso habían descubierto juntos aquella pieza de cerámica y cada uno se había llevado un fragmento? ¿Acaso aquellos dos hombres, cuyo pensamiento político los convertía en enemigos, habían sido en realidad colaboradores?

Sonrió para sus adentros al pensarlo. El jefe de la CIA había dicho que la muerte de Nur era el típico asesinato de un colaboracionista. Quizá tuviera razón y tal vez solo se equivocara en cuanto al tipo de colaboracionismo.

Su mirada se fijó entonces en el brazo que rodeaba los hombros de Nur. ¿Sería posible que el fondo de aquella foto fuera la misma librería que ella había visto el lunes por la tarde, allí mismo, en Jerusalén? ¿Pertenecía ese brazo que abrazaba al palestino ni más ni menos que a un fiero halcón israelí llamado Shimon Guttman?

Había cogido el móvil con la intención de llamar a Davis y contarle su descubrimiento o incluso saltarse un nivel y hablar con el vicesecretario de Estado, quien la había enviado a entrevistarse con Jalil al-Shafi, pero lo pensó mejor. ¿Qué tenía exactamente? Una coincidencia de lo más llamativa, sin duda, pero no la prueba de algo concreto. Por otra parte, las posibilidades de que hubiera realmente un Ehud Ramon trabajando en alguna universidad sin que existiera constancia de ello en Google resultaban de lo más remotas.

La verdad era que la conexión entre aquellos dos hombres muertos la intrigaba debido a la conversación que había tenido con Rachel Guttman la tarde del pésame. Hasta el momento no había hablado de ello con nadie. Si alguien le hubiera preguntado, habría dicho que no se había tomado en serio las palabras de la anciana y que le habían parecido el delirio de una viuda desconsolada. Era una verdad a medias. Pero, las palabras de Rachel Guttman seguían acosándola. Y por si fuera poco, había descubierto ese vínculo -si de verdad lo había- con el palestino asesinado.

En conjunto eran demasiadas especulaciones para que tuviera que informar a sus colegas. No quería que pensaran que el tiempo que llevaba en el desierto la había convertido en una fanática de las conspiraciones. Por otra parte, tampoco estaba dispuesta a olvidar el asunto. La solución estaba en hacer aquella visita, averiguar lo que pudiera y, después, presentar sus hallazgos a sus superiores. El jefe de la delegación de la CIA era el candidato natural. Le contaría todo lo que sabía y él juzgaría. Todo lo que necesitaba era formular unas cuantas preguntas a Rachel Guttman.