– Bueno, ¿hacemos negocios o no?
– ¿Es seguro? ¿Puedo enseñártelo aquí?
Con un simple y brusco movimiento, Mahmud giró la silla de Abd al-Aziz y lo puso de espaldas al resto de la gente. Luego, se sentó junto a él, hombro con hombro. Entre los dos ocultaban la pequeña mesa de la vista de los demás.
– Enséñamelo.
Abd al-Aziz abrió la mochila y se la ofreció a Mahmud para que inspeccionara el contenido. -Sácalo.
– No sé si…
– Si quieres que hagamos negocios, Mahmud tiene que ver la mercancía.
Abd al-Aziz puso la mochila encima de la mesa y sacó el contenido. La expresión de Mahmud se mantuvo imperturbable. Sin inmutarse, cogió la tablilla y la sacó de su funda.
– De acuerdo.
– ¿De acuerdo?
– Sí, ya puedes guardarla.
– ¿No te interesa?
– Normalmente a Mahmud no le interesaría semejante mazacote. Los trozos de arcilla como este van a céntimo la docena. -Pero las inscripciones que tiene…
– ¿A quién le importan las inscripciones? No son más que unos símbolos cualquiera. Podría ser una lista de la compra. ¿A quién le interesa lo que un viejo desgraciado podía querer de unos pescadores hace diez mil años?
– Pero…
– Pero -Mahmud levantó el dedo para acallar a Abd al- Aziz-, pero tiene una funda y está en buen estado. Te daré veinte dólares por todo.
– ¿Veinte?
– ¿Querías más?
– Pero viene del Museo Nacional…
– No, no. -El dedo volvió a levantarse-. Recuerda, Mahmud no quiere saberlo. Lo que tú dices es que este objeto ha pertenecido a tu familia durante generaciones y que…, digamos que a causa de los recientes acontecimientos, crees que ha llegado el momento de venderlo.
– Pero seguro que es un objeto muy raro…
– Me temo que no, ¿señor…?
– Me llamo Abd al-Aziz. -«Mierda.» ¿Por qué le había dicho su verdadero nombre?
– En estos momentos hay cientos de objetos como este dando vueltas por Bagdad. Podría salir de aquí y conseguir una docena con solo chasquear los dedos. -Los chasqueó como si así demostrara algo-. Si prefieres hacer negocios con otro… -Se levantó.
Esa vez fue Abd al-Aziz quien le echó la mano para retenerlo.
– Por favor, ¿qué tal veinticinco dólares?
– Lo siento. Veinte ya son demasiados.
– Tengo familia. Un hijo, una hija.
– Lo entiendo. Como pareces un buen hombre, te haré un favor y te pagaré veintidós dólares. ¡Mahmud tiene que haberse vuelto loco! En vez de ganar dinero, ¡te hace rico a ti!
Se estrecharon la mano. Mahmud se levantó y pidió al dueño del café una bolsa de plástico. Cuando la tuvo, metió dentro la tablilla, contó veintidós dólares de un grueso fajo y se los entregó a Abd al-Aziz, que se marchó del café inmediatamente; colgada del hombro llevaba la mochila del colegio de su hijo, ligera y vacía.
Capitulo 16
Jerusalén, martes, 22.13 h
Maggie había visto muchos cadáveres en su vida. Había formado parte de una O N G que intentó negociar un alto el fuego en el Congo, donde la única mercancía abundante y barata eran los cadáveres humanos: cuatro millones de personas asesinadas en unos pocos años. Te los encontrabas en los bosques, entre los matorrales, en las cunetas de las carreteras…, tan abundantes como las flores silvestres.
Pero nunca había estado tan cerca de un cadáver tan… reciente. Cuando lo tocó, la tibieza del cuerpo la confundió y la repugnó. Se estremeció mientras tiraba instintivamente del brazo de la mujer para incorporarla y que no yaciera en el suelo como… como un cadáver.
Fue entonces cuando oyó el crujido de unos pasos en el parquet, al otro lado de la puerta. Quiso gritar pidiendo ayuda, pero un acto reflejo le hizo un nudo en la garganta y evitó que las palabras salieran.
Los pasos sonaban cada vez más cerca. Estaba petrificada. La puerta de la cocina se abrió por completo. Maggie vio la figura de un hombre que se perfilaba en el umbral y, en la penumbra, la nítida silueta de una pistola.
Si algo había aprendido en los controles de carretera de Afganistán era que, cuando a uno lo encañonaban, lo que había que hacer era levantar las manos y quedarse muy quieto. Y si era necesario decir algo, había que hacerlo en voz baja.
Con los brazos en alto, Maggie contempló el cañón del revólver que la apuntaba. En la penumbra apenas podía distinguir nada más.
De repente, la mano del pistolero se movió. Maggie se preparó para recibir un balazo, pero, en lugar de disparar, el hombre palpó a su izquierda hasta encontrar el interruptor de la luz. En un abrir y cerrar de ojos, vio a Maggie y también el cuerpo sin vida en el suelo.
– Bemal
Cayó de rodillas y la pistola se le escapó de la mano. Empezó a hacer lo mismo que Maggie había hecho: tirar del brazo, tocar el cuerpo. Arrodillado junto al cadáver, hundió la cabeza en su espalda; su cabeza se sacudía de un modo que Maggie no recordaba haber visto antes, como si todo su cuerpo llorara.
– No hace ni tres minutos que la he encontrado, se lo juro. Maggie confió en que él la reconociera tan deprisa como ella lo había reconocido a él.
Pero él no dijo nada, siguió encorvado sobre el cuerpo de su madre. Maggie se levantó, pasó de puntillas por su lado y se dirigió hacia la puerta.
El rostro del hombre seguía oculto; su cabeza se estremecía en un llanto sin lágrimas sobre el cuerpo de su madre. Pero su mano se movió y cogió sin verlo el revólver que había dejado caer. Maggie se puso rígida: el hombre había levantado el brazo en un arco casi mecánico y, aun sin mirar, la pistola le apuntaba a la cara.
Corrió.
En un abrir y cerrar de ojos había salido de la cocina y corría por el pasillo hacia la puerta principal. Aquel hombre no estaría tan loco como para disparar, ¿o sí?
Fue entonces cuando oyó el silbido, el sonido que había aprendido a temer con cada fibra de su cuerpo. Curiosamente, y aunque más tarde recordaría que aquello no tenía sentido, llegó a sus oídos antes incluso que la detonación del disparo. Pero fue el silbido, el siseo de la bala al surcar el aire lo que la inmovilizó. Allí, en medio del pasillo, de cara a la puerta, se detuvo en seco.
– Dese la vuelta.
Hizo lo que le decían. Su cerebro funcionaba a toda velocidad. Una idea casi eufórica surgió en su mente: «Bien, ahora tendré la oportunidad de explicarlo todo». Pero enseguida se le ocurrió algo menos prometedor: «¡El dolor le ha hecho perder la cabeza. ¡No escuchará nada de lo que le diga!».
A pesar de todo, lo intentó. Descubrió que para ella negociar era un acto reflejo también cuando era su vida la que estaba en juego.
– Solo intentaba ver si podía salvarla.
Él no bajó la pistola.
– He venido para hablar con su madre y contarle algo. Algo acerca de su padre. La puerta principal estaba abierta. Entré y la encontré en la cocina.
La pistola no se movió. El hombre que la sostenía parecía extrañamente incómodo con ella, a pesar de que la sujetaba con mano experta. Sin duda estaba preparado para ello: era alto, y los músculos de sus brazos eran fuertes y flexibles. Pero sus ojos no se correspondían con los de un pistolero. Eran demasiado curiosos, como si estuvieran más acostumbrados a recorrer las páginas de los libros que a fijarse en un objetivo. Tenía la boca y la nariz bastante grandes, pero sugerían conversación, incluso indagación. Maggie juzgó que aquel hombre estaba más predispuesto a hablar que a disparar. Y, si no a hablar, por lo menos a escuchar.
– Por favor -empezó a decir Maggie, creyendo haberlo juzgado acertadamente-, créame. He venido con intención de ayudar. Si hubiera venido para hacer daño, ¿cree que estaría aquí de pie? ¿No llevaría una pistola y un pasamontañas para que nadie pudiera identificarme? ¿No le habría matado nada más verlo?