– Pero mi madre no sabía nada.
– Como tú mismo has dicho, es posible que el que lo hizo no lo supiera o… no quisiera arriesgarse.
– ¿Crees que los que asesinaron al palestino son los mismos que han matado a mi madre? -No lo sé.
– Si han sido ellos, sé quien será el siguiente en morir.
– ¿Quién?
– Yo.
Capitulo 17
Bagdad, abril de 2003
Mahmud empezaba a lamentar su decisión. Mientras salía disparado hacia arriba otra vez, y su trasero aterrizaba en el duro asiento de plástico del autobús, que se batía con el enésimo bache de la carretera, se dijo que ya tendría que haber superado todo aquello. Él debería ser el tío importante que contrataba los correos; sin embargo, allí estaba, trabajando como un correo cualquiera. Llevaba diez horas y todavía le quedaban otras cinco en aquel montón de chatarra al que, en un alarde de sentido del humor, llamaban el Cohete del Desierto.
Durante las últimas dos semanas había estado trabajando en un nuevo tipo de negocio. Hasta entonces, se sentaba en el café de la calle Mutannabi, esperaba que las piezas llegaran a sus manos -y, Alá sea loado, no habían dejado de afluir- y después las pasaba a través de alguno de los incontables muchachos que habían surgido, como ratas de una cloaca, con el derrocamiento de Saddam. A Mahmud le maravilló la súbita proliferación de aquellos negociantes adolescentes. Nadie lo había planeado; nadie había hablado de ello; nadie los había enseñado. Ni siquiera había corrido el rumor de que habría dinero que ganar el día en que faltara el que todos sabían. Y aun así, allí estaban, salidos de los callejones y los agujeros infestados de moscas.
El negocio era rápido, y el teléfono móvil era el medio de comunicación preferido. Mahmud podía llamar, por ejemplo, a Tariq, de quien sabía que esa noche haría un envío a Jordania, y decirle que necesitaba enviar un par de cosas. Luego entregaría la mercancía a uno de los chicos, y este atravesaría la ciudad. A continuación, Tariq se la pasaría a otro mensajero y este tomaría el Cohete del Desierto hasta Ammán. Allí se encontraría con al-Naasri o con alguno de sus competidores entre los marchantes jordanos. Al-Naasri marcaría un precio, y el correo regresaría con el dinero a Irak. Gracias a la conexión telefónica, los correos sabían que no les convenía quedarse con un pellizco: a lo largo del Tigris había un montón de zanjas donde era fácil desaparecer sin dejar rastro.
Mahmud había estado traficando provechosamente de ese modo durante un tiempo. El negocio había sido constante desde la caída de la estatua, pero él ya estaba metido en él antes. No se hablaba de ello, ni siquiera se rumoreaba, pero desde la primera guerra, la madre de todas las guerras, en 1991, no había dejado de haber cierto «movimiento» de antigüedades. Hasta entonces, el saqueo era algo inaudito, pero los bombardeos estadounidenses aflojaron un poco la seguridad. Ni siquiera Saddam era capaz de vigilarlo todo cuando los misiles Cruise caían del cielo. Aunque eso no significaba que no fuera capaz de castigar a los culpables. Mahmud, como cualquier «comerciante» de Irak, recordaba lo que les había pasado a los once individuos considerados culpables de haber cortado la cabeza de un precioso toro alado de Mesopotamia porque era demasiado pesado para transportarlo entero. Saddam se encargó de que todo el mundo supiera que él había firmado la sentencia de muerte y, con el don que tenía para esas cosas, decretó que aquellos ladrones sufrirían el mismo trato que ellos habían infligido a la magnífica estatua de bronce. El verdugo empuñó la sierra eléctrica y les rebanó la cabeza, uno después de otro. Y cada uno, mientras aguardaba su propia muerte, tuvo que mirar lo que les hacían a sus compañeros. Cuando el undécimo fue ajusticiado, había presenciado diez veces el castigo que le esperaba.
A pesar del efecto disuasorio de semejantes medidas, algunas piezas importantes lograron salir del país. Aunque no lo había visto, Mahmud había oído hablar del fragmento de bajorrelieve salido del palacio de Nemrod y sabía que contenía una conmovedora escena de esclavos encadenados. No le costó imaginar aquella escena, llevada de contrabando a Occidente por el oprimido pueblo de Irak, como el símbolo de una petición de ayuda.
La ruta, entonces, y en ese momento, era Jordania. Y el conducto, entonces y en ese momento, la familia al-Naasri. El tráfico de tesoros por dicha ruta nunca había sido más intenso: utensilios y cerámicas de todas las eras del hombre, desde los asirios y los babilonios, pasando por los sumerios hasta llegar a los persas y los griegos. En su mayoría eran fragmentos, aunque circulaba la historia de que los muchachos de Tarig habrían hecho llegar una estatua entera hasta Ammán escondida en el maletero del Cohete del Desierto. Se decía que le habían dado una pequeña propina al chófer diciéndole que se trataba del cuerpo de un difunto. Tal era el desorden moral que reinaba en Bagdad en la primavera de 2003.
Mahmud había enviado a una docena de correos a Ammán durante la última quincena, y todos ellos habían tomado la misma ruta que él cuando empezó en el negocio. Sin embargo, algo le dijo que había llegado el momento de hacer una visita en persona. Tenía que verse con al-Naasri cara a cara. Con el negocio creciendo a aquel ritmo y con tanto dinero en juego, abundaban las ocasiones para saltarse las normas. Mahmud no quería que le tomaran el pelo. Necesitaba tener la seguridad de que al-Naasri jugaba limpio.
Así pues, había llenado una bolsa con las últimas tres o cual ro cosas que habían llegado a sus manos: un par de sellos antiguos, la tablilla de barro que le había comprado a aquel tipo tan nervioso en el café, y la piéce de résistance, un par de pendientes de oro cuya antigüedad estimaba en cuatro mil quinientos años. No estaba dispuesto a confiar aquello a un chaval de catorce años de Saddam City. Otra razón para pasarse quince horas en compañía del petardeo y las sacudidas del Cohete del Desierto.
Había dormido las últimas horas de viaje y se despertó con un sobresalto cuando el autobús dio un frenazo y se detuvo. Durante todo el viaje había tenido la bolsa de la mercancía en el regazo, con un brazo metido en las asas, por si a alguien de la escoria que lo rodeaba se le ocurría alguna idea inoportuna. Lo primero que hizo fue palparla y sopesarla para asegurarse de que los objetos que contenía seguían allí. En cuanto a los pendientes, sabía que se hallaban seguros en su escondite.
Era medianoche cuando se apeó del autobús. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo mal que olía allí dentro. El olor salía a oleadas a medida que sus exhaustos y mugrientos ocupantes bajaban y se perdían en la noche. Respiró el aire de Ammán y la emoción de hallarse en un lugar que no fuera Bagdad. La última vez que había estado allí, había sido aún más emocionante: había manoseado billetes que no tenían su efigie, había visto monumentos de otros hombres que no eran él. En Jordania tampoco se celebraban elecciones dignas de ese nombre, pero al menos los jordanos no se habían humillado a sí mismos dando su beneplácito al tirano con un ciento por ciento de votos favorables.
Uno de los muchachos de al-Naasri lo estaba esperando, apoyado en una barandilla, con aire aburrido. El chico ni dijo nada ni se ofreció a llevarle la bolsa -Mahmud tampoco se la habría entregado-, solo hizo un gesto y enfiló hacia la calle Rey Hussein. No tardó en ver carteles que indicaban el antiguo anfiteatro romano, y eso significaba que el souk estaba cerca. Mientras caminaban por las adoquinadas calles, el chico avivó el paso y Mahmud tuvo que esforzarse para no quedarse atrás. «Un jueguecito para ver quién es más listo», se dijo.
La mayoría de los comercios estaban cerrados a esa hora de la noche, y las persianas metálicas, bajadas. El muchacho se adentró en el mercado; giraba a derecha e izquierda tan deprisa que Mahmud comprendió que le sería imposible hallar el camino de regreso por sí solo. Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta para comprobar que el cuchillo seguía en su sitio, dentro de su funda de cuero.