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De pronto, Mahmud percibió un olor: pan pita recién horneado. En algún lugar cercano tenía que haber una panadería. Efectivamente, unas luces interrumpían, un poco más adelante, cerca de la esquina, la interminable sucesión de persianas metálicas bajadas. De una radio salía música suave, y un grupo de hombres estaban sentados fuera, tomando café en tazas muy pequeñas y té en vasos de cristal. Mahmud dejó escapar un suspiro de alivio. Aquello era como estar en casa.

El chico entró en el establecimiento y, seguido por Mahmud, se acercó a una mesa donde estaba sentado un hombre solo. Inclinó la cabeza educadamente y se marchó con la misma rapidez con que había llegado. No había dicho una palabra en ningún momento.

Mahmud no reconoció al hombre de la mesa. Era demasiado joven, más que el propio Mahmud.

– Lo siento -dijo-. Puede que se trate de un error. Estoy buscando al señor al-Naasri. -¿Mahmud?

– Sí.

– Soy Nawaf al-Naasri. Su hijo. Sígueme.

Guió a Mahmud fuera del café y por otro callejón. «Podría acuchillarme aquí y, llevarse mi bolsa, y nadie se enteraría», pensó Mahmud. Pero Nawaf se detuvo ante una persiana metálica y llamó con los nudillos. Al cabo de un par de segundos se abrió lentamente, al parecer funcionaba con un mecanismo eléctrico. En el interior parpadearon unas luces fluorescentes que revelaron lo que parecía ser una tienda de recuerdos para turistas: un gran escaparate de cristal y cientos de baratijas.

– Entra, entra. ¿Te apetece un té?

Mahmud asintió mientras examinaba la mercancía: esferas de reloj en láminas pulidas de madera, jarras llenas de arena de distintos colores, y frascos con agua con procedencia «garantizada del Jordán». Basura para los peregrinos y los turistas cristianos. «Un día -se dijo Mahmud-, en Bagdad también tendremos toda esta basura "Procedencia garantizada de los Jardines de Babilonia". Y las tiendas de Irak servirán para lo mismo que las de Jordania: serán la tapadera para el tráfico de antigüedades.»

– ¡Mahmud, ¡Qué alegría!

Se giró y vio a al-Naasri padre con una gran sonrisa. Mahmud, que tenía buen ojo para la ropa, vio que el jordano llevaba un traje bien cortado que le sentaba como un guante, y se sintió avergonzado por su chaqueta de cuero, sucia y arrugada tras el agotador viaje en autobús, con los codos casi pelados. Pero no era solo el traje. Todo en al-Naasri desprendía un aura de riqueza. Solo habían pasado unas cuantas semanas desde que el flujo de tesoros había empezado a llegar desde Bagdad, pero ya parecía haber transformado a Jaafar al-Naasri. Seguramente solo el dinero a lo grande era capaz de obrar semejante magia.

– Bueno, amigo mío, ¿a qué debo el placer de tu visita?

– Se me ocurrió que podríamos vemos y tomar un café, tal vez también un trozo de tarta y charlar de los viejos tiempos.

Al-Naasri se volvió hacia su hijo, que estaba ocupado en el fondo de la tienda.

– ¡Había olvidado que a nuestro amigo de Bagdad le gusta gastar bromas! -Luego se volvió hacia Mahmud sin perder la sonrisa-. Espero que no te importe que vayamos directamente al grano. Es tarde y soy un hombre muy ocupado.

– Por supuesto.

Mahmud intentó mostrar su mejor sonrisa. Deseaba imitar, aprender de aquel hombre tan rico. Metió la mano en la bolsa y sacó el primero de los dos sellos que un primo suyo le había llevado durante lo que a Mahmud le gustaba llamar la jomada de puertas abiertas del museo. Otros habían llegado a sus manos poco después, mellados y con algún golpe. Pero ninguno era tan bueno como aquel.

Al-Naasri lo cogió y lo sopesó, comprobando su solidez.

Luego sacó del bolsillo superior de la chaqueta unas gafas en forma de media luna y se las puso.

– Es genuino, te lo aseguro. Mahmud no se pasaría quince horas machacándose el culo en un autobús por una falsificación que…

Al-Naasri lo acalló lanzándole una mirada por encima de las gafas. Su expresión exigía silencio. El jordano estaba muy concentrado.

– De acuerdo -dijo al fin-. ¿Qué más?

Mahmud sacó el segundo sello, más grande y trabajado. Había elegido el orden de aparición de su mercancía con la idea de que desembocara en un clímax irresistible.

Al-Naasri sometió el segundo sello a un examen igualmente concienzudo. Después lo depositó en la mesa y contempló al iraquí con el mismo detenimiento.

– Hasta ahora lo has hecho bien, amigo. Estoy impresionado. Presiento que lo mejor está por llegar… -Sonrió de nuevo. -Así es, amigo, así es.

Mahmud se puso la bolsa encima de las piernas y metió ambas manos para sacar la tablilla de barro que había llegado a sus manos en un café de Bagdad unos días antes.

Al-Naasri extendió las manos para cogerla. Sujetó la envoltura con una mano y extrajo la tablilla con la otra.

– ¡Mi lupa, por favor! -gritó de repente por encima del hombro, hacia su hijo.

Nawafle llevó una lente de aumento de joyero. Jaafar se la colocó en el ojo con mano experta y luego se inclinó sobre el fragmento de arcilla. Murmuró algo para sus adentros. -Bueno, ¿qué te parece? -le preguntó Mahmud, impaciente.

Al-Naasri se echó hacia atrás; la lupa, todavía en el ojo, le confería un aspecto grotesco.

– Me parece que te mereces ver la colección de Al-Naasri.

– Dejó que la lente cayera y la recibió en su mano.

Sin que nadie se lo hubiera ordenado, Nawaf abrió los dos candados de la puerta que había detrás del mostrador y que Mahmud suponía que conducía a un almacén. Todos los grandes marchantes de antigüedades trabajaban iguaclass="underline" las baratijas en los escaparates y la mercancía de verdad en la trastienda. Guardó apresuradamente sus tesoros en la bolsa de viaje.

Cruzaron en fila india un cuarto trastero lleno de cajas de cartón y dos rollos gigantes de plástico de burbujas. Mahmud imaginó que aquel sería el escondite del tesoro, pero padre e hijo siguieron adelante sin encender siquiera la luz, hasta que llegaron a una segunda puerta, más recia y con más cerraduras. Al-Naasri tuvo que usar tres llaves distintas para abrirla.

Para sorpresa de Mahmud, daba al exterior. La fresca brisa de la noche le acarició el rostro. Bajaron unos peldaños, y los tres hombres entraron en un patio posterior de dimensiones respetables.

– Nawaf, ¿tienes la pala?

Mahmud se dio la vuelta y vio que el joven sostenía una pesada pala de hierro. Instintivamente, se metió la mano en la chaqueta, desenvainó la navaja y apuntó a Nawaf con ella.

– ¡Mi querido hermano, no seas ridículo! -exclamó Jaafar al ver la atemorizada expresión de Mahmud y riendo ruidosamente-. Nawaf no tiene intención de golpearte. La pala es para enseñarte nuestra colección.

A Mahmud la cabeza le daba vueltas. Falto de sueño y confuso, sus ojos se adaptaron a la penumbra hasta que vio que aquel terreno estaba cubierto de una capa arenosa, como un parterre. Nawaf, aparentemente indiferente a la navaja de Mahmud y dirigido por su padre, caminó hasta el centro del patio y empezó a cavar.

– ¿Qué hace? -preguntó Mahmud.

– Espera y verás.

Al-Naasri y Mahmud permanecieron de pie mientras miraban cómo Nawaf cavaba a un ritmo ágil y constante. Mahmud se fijó en los musculosos brazos del joven.

Lentamente en el suelo empezó a perfilarse una forma. Nawaf continuó cavando un poco más, luego tiró la pala, se arrodilló y apartó la tierra con las manos. A la luz de la luna, Mahmud distinguió la silueta de un animal.

Se acercó y lo vio claramente. Era la estatua de un camero erguido sobre sus cuartos traseros, con las patas delanteras apoyadas en el tronco de un árbol y los cuernos enredados en las amadas flores del árbol. Cuando Nawafla limpió de tierra y la claridad de la luna la iluminó por completo, Mahmud vio que estaba hecha del más fino cobre, oro y plata.