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Tenía el cabello plateado y pecho de tonel. No era más joven que el primer ministro y su avance entre aquel gentío lo estaba agotando. Tenía el cuello de la camisa manchado de sudor. Parecía como si pretendiera coger un tren a punto de salir.

Llegó cerca de las primeras filas y siguió empujando. El agente de seguridad vestido de paisano situado en la tercera fila del público fue el primero que se fijó en él. De inmediato susurró un mensaje en el micrófono que llevaba en una manga. Eso alertó a los guardias de seguridad que acordonaban el escenario, quienes buscaron de inmediato su rostro entre el gentío. No tardaron en localizarlo. No hacía el menor esfuerzo por pasar inadvertido.

En esos momentos el oficial de paisano se hallaba a pocos pasos de distancia.

– Adoni, adoni -llamó. «Señor, señor.» Entonces lo reconoció.

– ¡Señor Guttman! -gritó. ¡Señor Guttman, por favor! Al oír aquello la gente se volvió. También ellos lo reconocieron. El profesor Shimon Guttman, erudito y visionario, o agitador de extrema derecha y charlatán, dependiendo del punto de vista. Siempre presente en las tertulias de la radio y la televisión. Se había hecho famoso meses antes, cuando Israel se retiró de Gaza y él acampó en la azotea de un asentamiento judío para gritar que era un crimen que los soldados israelíes tuvieran que devolver las tierras a los árabes, que no eran más que terroristas, ladrones y asesinos.

Siguió avanzando, pasó junto a una mujer que llevaba un niño sobre los hombros.

– ¡Señor, deténgase ahora mismo! -le advirtió el guardia. Guttman no le hizo el menor caso.

El agente empezó a abrirse paso hacia él a través de un grupo de adolescentes. Pensó en desenfundar su arma, pero decidió que no; eso desencadenaría el pánico colectivo. Volvió a llamar a Guttman y su voz quedó ahogada instantáneamente por la salva de aplausos.

– Nosotros no queremos a los palestinos, y ellos no nos quieren a nosotros -decía el primer ministro-. Nunca los querremos, y ellos tampoco nos querrán.

El agente se encontraba todavía a tres filas de Guttman, que avanzaba hacia el estrado. Estaba justo detrás del viejo. Una zancada más y podría agarrarlo. Pero la multitud era más compacta en aquella zona, y cada vez le costaba más abrirse paso. Se puso de puntillas, se echó hacia delante, rozando su hombro.

Guttman había llegado a una distancia del estrado desde donde hacerse oír. Alzó la vista y miró al primer ministro, que se acercaba al momento culminante de su discurso.

– ¡Kobi! -gritó, llamándolo por un apodo hace mucho olvidado-. ¡Kobi! -Los ojos se le salían de las órbitas y tenía el rostro muy colorado.

Los agentes de seguridad estaban rodeándolo: dos a cada lado y el primero que lo había visto, detrás. Estaban listos para saltar sobre él, para reducirlo en el suelo tal como los habían entrenado, cuando un sexto agente que se hallaba a la derecha del estrado detectó un movimiento repentino. Tal vez solo fuera un saludo, resultaba imposible asegurarlo, pero Guttman, sin dejar de mirar fijamente al primer ministro, parecía estar metiendo la mano bajo la chaqueta.

El primer disparo fue directamente a la cabeza, tal como lo había practicado cientos de veces. Tenía que ser en la cabeza para asegurar una parálisis inmediata. Nada de movimientos reflejos que pudieran activar una bomba suicida; nada de segundos de agonía que el sospechoso pudiera aprovechar para apretar el gatillo. El cráneo de Guttman estalló como una sandía madura, salpicando sangre y sesos a cuantos estaban alrededor.

En cuestión de segundos habían sacado del estrado al primer ministro, rodeado por una nube de agentes de seguridad que lo empujaban hacia el coche. La multitud, que treinta segundos antes sonreía y aplaudía, temblaba presa del pánico. Los de las primeras filas gritaban mientras intentaban alejarse corriendo de la horrible vista del cadáver. Cogiéndose de los brazos, la policía formó un cordón de seguridad alrededor del cuerpo de Guttman, pero era casi imposible retener la presión de la multitud. La gente gritaba y pateaba en el desesperado intento de alejarse.

Dos oficiales del ejército del séquito del primer ministro se abrían paso en sentido contrario, decididos a romper el improvisado cordón y llegar hasta el presunto asesino. Uno de ellos mostró una placa de identificación al policía más cercano y luego se deslizó bajo su brazo y entró en el círculo formado alrededor del cuerpo.

Apenas quedaba nada de la cabeza del hombre para identificarlo, pero el resto del cuerpo estaba casi intacto. Se había desplomado boca abajo, y el oficial dio la vuelta al cadáver. Lo que vio lo dejó pálido.

No fueron las cuencas sin ojos ni el cráneo astillado; había visto eso antes. Fueron las manos o, mejor dicho, la mano derecha. Seguía cerrada, pero no alrededor de una pistola sino de un pedazo de papel que se había manchado de sangre. Ese hombre no había intentado sacar un revólver, sino una nota. Shimon Guttman no quería matar al primer ministro. Quería decirle algo.

Capitulo 2

Washington, domingo, 9.00 h

Gran día el de hoy, cariño. -¿Mmm?

– Vamos, cielo. Es hora de levantarse.

– ¿Mmm?

– Está bien. A la una, a las dos, a las tres y vamos… ¡sábanas fuera!

– ¡Eh!

Maggie Costello se incorporó, agarró el edredón y volvió a taparse; esta vez se aseguró de que se cubría también la cabeza. Odiaba madrugar y consideraba que el rato que remoloneaba en la cama los domingos formaba parte de sus derechos constitucionales.

Pero Edward, no. Seguramente ya llevaba un par de horas levantado. No era así cuando se conocieron. En África, en el Congo, era tan trasnochador como ella; pero cuando volvieron, se adaptó muy de prisa. Era un hombre de Washington que salía de casa justo pasadas las seis. A través de un ojo, entrecerrado y hundido en la almohada, Maggie consiguió ver que iba vestido con un pantalón corto para correr y un suéter, ambos sudados. Ella seguía medio inconsciente, y él ya había vuelto de correr por el parque Rack Creek.

– ¡Vamos, levanta! -le gritó Edward desde el cuarto de baño. He organizado todo el día para amueblar este apartamento. Primero, Crate luego, Bed, Bath y por último, Macy's. Lo tengo todo planeado.

– Todo el día no -murmuró Maggie, sabiendo que él no la oiría. Ella tenía una reunión por la mañana, el margen que solía conceder a los clientes que nunca podían quedar entre semana.

– La verdad es que todo el día no -gritó Edward, haciéndose oír por encima del ruido de la ducha. Tú antes tienes una reunión, ¿te acuerdas?

Maggie se hizo la sorda y, todavía en posición horizontal, cogió el mando del televisor. Si no tenía más remedio que despertarse a aquella hora espantosa, por lo menos le sacaría algún provecho: el programa de entrevistas de los domingos. Cuando sintonizó el canal de la ABC, el resumen de las noticias ya había empezado.

– «El nerviosismo reina a esta hora en Jerusalén después de los actos de violencia que ayer empañaron la manifestación a favor de la paz y durante la cual el primer ministro pareció ser el objetivo de un intento de asesinato. Se teme el impacto que estos últimos acontecimientos puedan tener en las negociaciones de paz para Oriente Próximo, de las cuales se espera que tengan un resultado…»

– Cariño, en serio, estarán aquí dentro de nada.

Maggie cogió el mando y subió el volumen. Las noticias seguían, y la conexión saltaba entre los corresponsales de Jerusalén y la Casa Blanca, que explicaban que el gobierno de Estados Unidos estaba tomando las medidas necesarias para que los interlocutores no perdieran los nervios y siguieran negociando.

«Menuda pesadilla», se dijo Maggie. De repente un suceso externo amenazaba con echar por tierra toda la confianza conseguida, todos los progresos logrados a fuerza de paciencia. Imaginó a los mediadores que habían llevado a israelíes y palestinos hasta ese punto. No los grandes nombres en política, el secretario de Estado o el ministro de Asuntos Exteriores que salían a la palestra en el último minuto, sino los negociadores entre bambalinas, los que hacían el trabajo duro durante meses e incluso años antes. Se imaginó su frustración y su angustia. «Pobres cabrones.»