– Akiva, he venido para hablar de mi padre…
– Porque eso es lo que nuestro amado primer ministro y su llamado «gobierno», que Dios los bendiga con su sabiduría, están haciendo. ¡Exactamente lo mismo! Permitamos que cualquier palestino cuyo tatarabuelo meó un día en Jaffa venga y reclame una mansión en Tel Aviv y, desde luego, dividamos Jerusalén en dos. ¿Sabe usted cuántas veces se menciona Jerusalén en el Corán? Dígame, ¿lo sabe?
Uri alzó los ojos al techo, haciendo lo posible para ocultar su frustración. Pero fue Maggie la que habló:
– Mire, no hemos venido para…
– Cero. -Hizo la forma del número con el índice y el pulgar-. Un cero grande y gordo. En cambio nosotros llevamos dos mil años rezando tres veces al día por regresar a Jerusalén; construimos nuestras sinagogas orientadas hacia el este para que miren a Jerusalén, ya sea en New Jersey ya sea en Dublín; pedimos a Ha'shem, el Todopoderoso, que clave nuestra lengua al paladar y prive a nuestra mano derecha de su habilidad si algún día nos olvidamos de Jerusalén. ¡Y aun así tenemos que entregarla! ¡Vamos a rendir una ciudad a los árabes, a un pueblo cuyo libro más sagrado no la menciona ni una vez! -Se inclinó hacia delante con el rostro arrebolado y señalando a Maggie con el dedo-. Por lo tanto, sé muy bien lo que rondaba por la cabeza de Shimon Guttman: ¡el suicidio del pueblo judío! ¿Me oye? La destrucción del pueblo judío. Eso es lo que Guttman quería evitar.
Uri levantó la mano, como un alumno pidiendo permiso al profesor para hablar. Maggie se daba cuenta de que Uri estaba callándose sus opiniones, pero no sabía si lo hacía porque estaba demasiado cansado para discutir o porque había decidido inteligentemente que no conseguiría nada si se peleaba. En cualquier caso, agradeció el instinto de Uri. Ambos necesitaban la colaboración de Shapira. De otro modo, aquel viaje sería una pérdida de tiempo.
– Mi padre le comentó a mi madre que había visto algo, algo concreto -Uri encamaba la viva imagen de la devoción filial-, algo que lo cambiaría todo. ¿No sabrás tú a qué podía referirse?
Shapira miró a Uri y su expresión se suavizó.
– Tu padre y yo hablamos constantemente durante las últimas semanas. Él y yo…
– Me refiero a los últimos tres o cuatro días. Fue entonces cuando vio eso que no sabemos que es.
– Mira, Uri, tu padre podía ser una persona muy reservada cuando quería. Si no quiso compartir contigo lo que había descubierto, tal vez fuera por una buena razón.
– ¿Qué clase de razón?
– ¿Qué dicen los salmos? «Tal como un padre tiene compasión de sus hijos, así el Señor tiene compasión de aquellos que lo temen.»
– No entiendo.
– «Compasión de sus hijos.» Proteger a los hijos. Viene a ser lo mismo.
– ¿Crees que me protegió?
– Shimon era un buen padre, Uri.
– ¿y qué hay de mi madre? También intentó protegerla a ella y mira lo que ha pasado.
– ¿Estás seguro de que no compartió con ella ninguna información, Uri? ¿Podrías asegurarlo?
Uri meneó la cabeza a regañadientes, como un niño al que hubieran pillado en falta.
Maggie comprendió que cabía la posibilidad de que Rachel Guttman hubiera averiguado algo antes de morir. Quizá había hecho una llamada telefónica que había alertado a sus asesinos. O quizá, a pesar de las negativas de Uri, había visto algo que la había deprimido hasta el extremo de empujarla a quitarse la vida.
– Ya ves, mi querido Uri. El Señor del Universo tiene un plan para el pueblo judío. Naturalmente, no nos deja verlo, solo nos da algún indicio, aquí y allá, en los textos, en las fuentes. Solo indicios. Pero hace milagros, Uri. Su propia fe, señorita Costello, también le habrá enseñado eso. Milagros. Y la historia del pueblo judío es una historia de milagros.
»Sufrimos la mayor tragedia de la historia de la humanidad: el Holocausto. ¿Y cuánto tiempo tuvimos que esperar para hallar nuestra redención? ¡Tres años! ¡Solo tres! Los nazis cayeron en 1945, y en 1948 teníamos nuestro propio Estado. Tras dos mil años de exilio y diáspora regresamos a nuestra tierra ancestral, la tierra que Dios prometió a Abraham hace casi cuatro mil años. ¿Cómo llama a eso, señorita Costello, si no es un milagro a prueba de bombas? ¡Nuestra hora más negra seguida de la más luminosa!
»Luego, en el sesenta y siete ocurrió lo mismo. Los árabes nos tenían rodeados y afilaban los cuchillos para cortamos el cuello y arrojar a los judíos al mar. ¿Qué ocurrió? Pues que Israel destruyó las fuerzas aéreas del enemigo en cuestión de horas y sus ejércitos de tierra en seis días. ¡Seis días! "Y Dios vio lo que había hecho y se sintió complacido." Y al séptimo día, descansó.
»¿Estáis dispuestos a apostar con Dios a que nos vuelve a salvar? Es cierto, el panorama ahora es peor. Su gobierno de Washington, señorita Costello, tiene planeado desposeer al pueblo judío de sus derechos de nacimiento y nos dice que entreguemos las tierras que Dios nos prometió. Y colaborando con ustedes hay un hombre en quien confiamos en otro tiempo, un traidor que está dispuesto a vender a su propia gente para poder presumir delante de los antisemitas de toda Europa de buen judío, de judío simpático, de premio Nobel con la rama de olivo en el pico, mientras a los judíos malos y antipáticos los árabes los degüellan en sus camas.
»Parece que no hay salida, que volvemos a vivir nuestras horas más negras, cuando ¡mirad!: Shimon Guttman, un héroe del pueblo judío, interviene para detener la mano del traidor y he aquí que Guttman el héroe es abatido. Pero el pueblo de Israel empieza entonces a comprender. Ve la amenaza a la que se enfrenta: a un gobierno que está dispuesto a tirotear a sus propios ciudadanos, e incluso, y te ruego que me disculpes, Uri, ¡a asesinar a la esposa del héroe!
»Así trabaja el Todopoderoso. Nos ofrece señales, pistas si lo preferís, porque quiere que veamos lo que está sucediendo. Se llevó a tu madre para que no vivamos en la ilusión. Es un mensaje para nosotros, Uri. Tus padres y la tragedia que se ha cebado en ellos constituyen un mensaje. Nos dice que digamos que no al gran engaño de los estadounidenses. Que digamos que no al suicidio en masa de los judíos.
Aquel discurso había sido pronunciado a tal volumen y velocidad que no quedaba otra alternativa que esperar a que terminara. Estaba claro que Shapira era un orador experimentado, capaz de enlazar una frase tras otra sin interrupción. Maggie había formado parte del equipo estadounidense que había escuchado discursear al presidente sirio durante seis horas seguidas desplegando el mismo truco. La única respuesta viable en esos casos era paciencia y firmeza. Había que esperar a que el adversario -o el aliado, lo mismo daba- acabara. Ese momento parecía haber llegado.
– Señor Shapira -dijo Maggie, adelantándose a Uri-, todo lo que nos ha dicho ha sido de gran ayuda. ¿Resumiría correctamente sus puntos de vista si dijera que usted sospecha que detrás de la muerte de los padres de Uri se esconde la mano de las autoridades israelíes?
– Sí, porque lo que Estados Unidos tiene que comprender de una vez es…
«Gran error -se dijo Maggie-. No tendría que haberlo planteado como pregunta que pudiera dar lugar a ninguna respuesta.»