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– Gracias. Eso ha quedado claro. Lo hicieron para silenciar a los Guttman porque temían el tipo de información que estos habían descubierto. -Su tono indicaba afirmación-. Sin embargo, lo que nos ha contado son los puntos de vista que Guttman mantuvo durante muchos años. Seguramente habría deseado poder trasladárselos al primer ministro, pero no suponían nada nuevo. ¿Cómo explicar entonces su frenética urgencia? ¿Cómo explica usted que las autoridades quisieran de repente silenciar una opinión que ya era ampliamente conocida?

– ¿Opinión? ¿Quién ha dicho nada de una opinión? Yo no.

He utilizado la palabra «información». «Información», señorita Costello. Es algo muy distinto. Está claro que Shimon Guttman había descubierto cierta información que iba a obligar a Yariv a darse cuenta de la locura que suponía el camino emprendido. Creo que quería conseguirlo como fuera.

– ¿A qué clase de información se refiere?

– Me está pidiendo demasiado, señorita Costello.

– ¿Significa eso que no quiere decírnoslo o simplemente que no lo sabe? -preguntó Uri, como si él y Maggie formaran un equipo bien compenetrado.

Akiva no le prestó atención y mantuvo la mirada clavada en Maggie.

– ¿Por qué no acepta usted el consejo de alguien que lleva por aquí algo más tiempo que solo cuarenta y ocho horas? Lo que yo sé, usted no quiere saberlo. Y tampoco tú, Uri. Creedme, aquí hay en juego algo muy importante. Estamos hablando del destino del pueblo escogido por Dios en la Tierra Prometida por Dios. Un trato entre nosotros y el Todopoderoso. Se trata de algo demasiado importante para que unos cuantos políticos arribistas y maliciosos se lo carguen, al margen de lo importantes que ellos se crean, ya sea aquí ya sea en Washington. Puede decírselo a sus jefes, señorita Costello: nadie se entromete entre nosotros y el Todopoderoso. Nadie.

– ¿Y si no?

– ¿Y si no? Me pregunta usted «¿y si no?». No debería preguntar eso. Pero mire a su alrededor. Uri, acepta mi consejo: olvídate de este asunto. Tienes unos padres a los que llorar y un funeral que celebrar.

Alguien llamó a la puerta. La secretaria asomó la cabeza y murmuró algo a Shapira.

– Desde luego -contestó este-. Dígale que ahora lo llamo. -Luego se volvió hacia Uri-. Hazte un favor. Llora a tu madre. Sit shiva. Y olvídate de este asunto. No conseguirás nada bueno si sigues husmeando por ahí. La tarea de tu padre ha culminado; puede que no como él había previsto, pero ha culminado. El pueblo de Israel ha despertado.

Maggie vio que Uri hacía lo posible por disimular el desprecio que le inspiraba lo que estaba escuchando. En algún momento se había hundido en el sofá, como un colegial insolente, y al instante había recordado dónde estaba y se había erguido de nuevo. Entonces se inclinó hacia delante y preguntó:

– ¿Sabes algo de Ahmed Nur? Maggie intervino.

– Señor Shapira, quiero darle las gracias por haber sido tan generoso con su tiempo…

– ¿Qué? ¿Están intentando acusarme de la muerte de ese árabe? ¿Es eso lo que han empezado a decir en las emisoras de radio de la izquierda? Me sorprende, Uri, que te tragues esa basura.

Maggie se había puesto en pie.

– Como podrá imaginar, son momentos muy difíciles, la gente dice toda clase de cosas. -Sabía que aquello era pura palabrería, pero eran sus ojos los que hacían el verdadero trabajo, intentando decir a Shapira: «Sus padres han muerto. Ha perdido la cabeza. No le haga caso».

Shapira se puso en pie, no para despedirse de ella, sino para abrazar a Uri.

– Puedes estar muy orgulloso de tus padres, Uri. Pero ahora déjalos que descansen en paz. Olvídate de este asunto.

Capitulo 19

Ammán, Jordania, diez meses antes

Jaafar al-Naasri no era hombre que se apresurara. «Los que tienen prisa son los primeros a los que atrapan», solía decir. Había intentado explicárselo todo a su hijo, pero este era demasiado tonto para prestar atención. Al-Naasri se preguntó si no pesaría sobre él alguna maldición que lo condenaba a estar rodeado de tanta estupidez, incluso en el seno de su propia familia. Había hecho todo lo necesario: se había casado con una mujer inteligente y había educado a sus hijos en los mejores colegios de Ammán. Sin embargo, su hija no era más que una furcia que seguía los pasos de las rameras que aparecían en MTV, y los hijos varones no eran mejores: el uno, un patán que solo sabía utilizar los puños; el otro, más inteligente, un vago que se levantaba al mediodía y aspiraba a convertirse en playboy.

Todo ello mortificaba a Al-Naasri. Sí, era un hombre rico, en parte gracias a la generosidad de Saddam Hussein y del ejército de Estados Unidos. Entre los dos habían abierto la puerta de la cueva de los grandes tesoros de la humanidad, donde descansaban los orígenes de la historia de los hombres. ¿Una exageración? Jaafar era propenso a las hipérboles, no podía negarlo, qué vendedor no lo era. Pero el Museo Nacional de Bagdad no necesitaba vendedores. Había sido el guardián de la más temprana memoria. Mesopotamia había sido la primera gran civilización, y aquel comienzo estaba allí, en vitrinas, etiquetado, clasificado y conservado en el Museo Nacional de Antigüedades. Los primeros hallazgos de escritura se encontraban en Bagdad, recogidos en los cientos de tablillas llenas de símbolos cuneiformes, la escritura de cuatro milenios atrás. Arte, escultura, joyería, y estatuas de los días en que todo aquello eran nuevas formas, reliquias de la época de la Biblia e incluso anteriores. Todo eso podía encontrarse en Bagdad.

Durante décadas habían estado guardadas en cajas blindadas y tras puertas de acero, protegidas por uno de los sistemas de seguridad más sofisticados del mundo: la tiranía de Saddam Hussein. Pero gracias a los GP y sus tanques, a los pilotos que surcaban los cielos con sus cohetes inteligentes, Saddam había huido y las puertas del museo se habían abierto de par en par. Afortunadamente, los soldados estadounidenses que habían rodeado el Ministerio del Petróleo, y puesto sus archivos y papeles -sus valiosos secretos relacionados con el oro negro- bajo la constante vigilancia de las tropas, no habían hecho nada para proteger el museo. Un solitario tanque había hecho acto de presencia, pero eso fue después de varios días. Por lo demás, el museo había permanecido desnudo y expuesto, tan abierto y disponible como las putas de la ciudad. Y Jaafar y sus muchachos se habían cebado en él a placer, una y otra vez, sin que nadie los molestara.

Pero no había que equivocarse. Jaafar lo había hecho bien: la colección que atesoraba en el patio trasero había crecido lo bastante para permitirle abrir su propio museo. El idiota de su hijo había cavado día y noche durante varios meses, ocultando el botín que su red de correos le llevaban diariamente desde Irak. A veces, cuando Jaafar sospechaba que jugaban a dos barajas con él, que suministraban al mismo tiempo a otros marchantes en Ammán o más allá, Nawaf utilizaba la pala con otros propósitos. Solo había tenido que hacerlo una docena de veces, quizá menos. No solía contarlas. Pero tampoco podía decir que se sintiera contento. En esos momentos, tras un golpe de suerte como aquella invasión estadounidense, debería hallarse en la cumbre del negocio, como ese perro de Kaslik, que había levantado un imperio de un extremo a otro de la región durante la guerra de 2003. Pero, claro, Kaslik tenía hijos en los que podía confiar.

y esa era la razón de que en ese momento estuviera metido en su taller haciendo un trabajo que no tenía a quién delegar. No podía encomendar aquella tarea a nadie de su personaclass="underline" el riesgo de que lo traicionaran, de que le robaran la mercancía o de que dieran el soplo a un tercero era demasiado grande. De todas maneras, seguía soñando con un equipo de pequeños al-Naasri, con sus mismas dotes, dispuestos e impacientes por ocuparse de las tareas más delicadas.

y aquella lo era, sin duda. El inconveniente de la caída de Saddam había sido que tras ella las normas de repente se hicieron más estrictas. Los gobiernos de todo el mundo que habían hecho la vista gorda en cuanto al tráfico de tesoros antes de 2003, ya no eran tan tolerantes. Quizá les parecía que robar a un dictador estaba bien, pero no llevarse la herencia del pueblo iraquí. Jaafar echaba la culpa a los noticiarios de la televisión. De no haber sido por las imágenes de los pillajes en la capital, las cosas habrían seguido como estaban. Pero después de haber visto cómo la gente vaciaba el museo en bolsas y carretillas, los altos cargos de Londres y Nueva York se habían puesto nerviosos. No podían convertirse en cómplices de semejante delito cultural. Así pues, el aviso llegó a los servicios de aduanas, las casas de subastas y los conservadores de los museos desde París hasta Los Ángeles: nada procedente de Irak.