– «El tiempo que se prevé en la costa Este hasta las nueve y cuarto…»
– ¡Oye, que estaba viendo eso!
– No tienes tiempo. -Edward se secaba con la toalla frente al televisor, tapándole la vista de la pantalla, como si así subrayara sus palabras.
– ¿Por qué ahora, de repente, te preocupas tanto por mi horario?
Él dejó de frotarse con la toalla y se volvió zalamero hacia Maggie.
– Porque me preocupo por ti, cariño, y no quiero que comiences el día con mal pie. Si empiezas tarde, llegas tarde. Deberías darme las gracias.
– De acuerdo -repuso Maggie mientras tiraba de sí misma hacia arriba-. Gracias.
– Además, ya no tienes que estar pendiente de este asunto.
Ahora ya no es tu problema, ¿no?
Maggie lo miró: qué diferente era del hombre con unos chinos y un polo arrugado que había conocido tres años antes. Seguía siendo atractivo; sus facciones eran fuertes y masculinas. Sin embargo, desde que se trasladaron a Washington, Ed se había «aseado»; así lo habría expresado Maggie en sus días de colegio en Dublín. Trabajaba en el departamento de Comercio, era especialista en comercio internacional y siempre iba bien afeitado; camisas de Brooks Brothers recién planchadas y zapatos relucientes. Se había convertido en una criatura de Washington, no muy diferente de los sosos jóvenes blancos a los que veían en los brunches y en las fiestas a las que acudían desde que él era una pieza más del Washington oficial. En esos momentos, solo ella sabía que bajo ese pulcro exterior se ocultaba un hombre idealista, despreocupado por su aspecto, que había colaborado con una organización humanitaria repartiendo comida, y del que ella se había enamorado.
No empezaron a salir juntos enseguida porque a ella la trasladaron a Sudamérica poco después de que se conocieran. Cuando Maggie volvió a África, él estaba en los Balcanes. Así eran las cosas para las personas como ellos, una combinación de trabajo y azar. De modo que todo quedó en una chispa, en un «quizá algún día», hasta que volvieron a encontrarse en el continente africano. De eso hacía un año. Ella estaba atravesando la resaca de un episodio del que casi nunca hablaban, y él la rescató. Nunca se lo agradecería bastante.
Se metió medio dormida bajo la ducha y no había acabado de secarse cuando sonó el interfono: sus clientes aguardaban en la puerta del edificio. Les abrió la puerta. Teniendo en cuenta el trayecto en el ascensor, le quedaba más o menos un minuto para vestirse. Se recogió rápidamente el pelo en una cola de caballo y se puso un suéter holgado que le llegaba hasta las perneras de los vaqueros; luego abrió a toda prisa el armario y cogió los primeros zapatos planos que vio.
El tiempo justo de echarse un vistazo en el espejo de la entrada: nada demasiado fuera de lugar, nada en lo que fijarse. Eso se había convertido en una costumbre desde que llegó a Washington. «Vestirse para desaparecer», había dicho Liz, su hermana pequeña, cuando pasó por allí a visitarla. «Mírate-le dijo-. Todo negro y gris y jerséis en los que cabría una familia numerosa. Te vistes como si estuvieras gorda, ¿lo sabías? Tienes un tipazo increíble pero nadie lo sabe. Es como si tu cuerpo fuera una obra clandestina.» Liz, aspirante a escritora y blogger se rió de su propia broma.
Maggie le dijo que se fuera a paseo, aunque sabía que su hermana tenía razón. «Es mejor para el trabajo -se había justificado-. En la mediación entre parejas, el mediador debe ser como un cristal, de modo que el hombre y la mujer puedan mirar a través de él y verse mutuamente en lugar de verte a ti.»
Pero Liz no quedó convencida. Supuso que Maggie había sacado aquella bobada de algún manual. Y tenía razón.
De todas maneras, Maggie tampoco se atrevió a declarar que esa nueva apariencia era también la que prefería su pareja. Al principio con discretas sugerencias y después más abiertamente, Edward la había animado a que se a recogiera el pelo y descartara las camisetas ceñidas, los pantalones ajustados y las faldas por encima de la rodilla que habían sido su vestuario urbano. Tenía un argumento para cada ocasión -«Este color te sienta mejor»; «Creo que esto es más apropiado»-, y parecía sincero. Sin embargo, todas sus intervenciones apuntaban en la misma dirección: más discreta, menos sexy.
Pero Maggie no le diría una palabra de todo aquello a Liz.
Su hermana que había sentido desde el principio un absoluto e irracional rechazo hacia Edward, no necesitaba más munición. Además, no habría sido justa con él. Si Maggie había cambiado su forma de vestir, había sido por decisión propia, en parte tomada por una razón que nunca había compartido ni compartiría con Liz. Antes Maggie vestía sexy, para qué negarlo. Pero ¿adónde la había llevado eso? No volvería a cometer el mismo error.
Abrió la puerta a Kathy y Brett George y los hizo pasar a la habitación que reservaba para esas tareas. Ambos formaban parte del programa para parejas puesto en marcha por las autoridades del estado de Virginia, un nuevo sistema de «enfriamiento» que obligaba a los matrimonios a someterse a mediación matrimonial antes de que les concedieran el divorcio. Normalmente, en seis sesiones el matrimonio acordaba los términos de la ruptura, no hacía falta recurrir a abogados y se ahorraban disgustos y dinero. Al menos esa era la teoría.
Les indicó que tomaran asiento y les recordó dónde lo habían dejado la semana anterior y qué cuestiones seguían pendientes. Entonces, como si hubiera disparado el pistoletazo de salida, marido y mujer la emprendieron el uno contra el otro con una ferocidad que no se había repetido desde el primer día.
– Cariño, estoy dispuesto a darte la casa, y de paso también el coche. Solo pongo unas condiciones…
– Que me quede en casa cuidando a tus hijos.
– A nuestros hijos, Kathy, a nuestros hijos.
Tendrían unos cuarenta años, tal vez siete u ocho años más que Maggie, pero podrían ser de otra generación, por no decir de otro planeta. Maggie escuchó sin entender las discusiones sobre a quién correspondía el uso de la casa de veraneo de New Hampshire, lo cual dio paso a una agria disputa sobre si Kathy había sido una buena nuera para el padre de Brett cuando el viejo se puso enfermo, a lo que Kathy respondió que Brett siempre se había mostrado descortés cuando sus padres habían ido a visitarla.
Estaba harta de los George. Los dos se habían sentado en el sofá y se habían atizado mutuamente durante cuatro semanas consecutivas sin prestar la menor atención a lo que ella les decía. Lo había intentado por la vía discreta, diciendo poco y asintiendo de vez en cuando; lo había intentado implicándose e interviniendo en todos los aspectos de las discusiones, dirigiéndolas y canalizándolas como si fueran un torrente que atravesara la habitación. Ese segundo método era el que prefería: intervenir con sus propias preguntas y sus opiniones, sin importarle que aquella rata sabia arrugara la nariz ni que aquel gallito estirado pusiera mala cara. Pero tampoco había funcionado. Seguían acudiendo a su consulta tan confusos como al principio.
– Maggie, ¿ves lo que hizo este hombre? ¿Ves lo que hace? Escuchar a aquella pareja hacía que Maggie se preguntara con desesperación por qué se había metido en aquel lío. En su momento le pareció que tenía sentido. El puesto decía «Mediadora», y eso era ella. De acuerdo, no era precisamente el campo al que estaba acostumbrada pero una mediación era una mediación, ¿no? ¿Tan diferente podía ser? Además, no soportaba la idea de volver al trabajo de antes. Desde que había visto lo que te podía ocurrir si fracasabas, le tenía miedo.