Aun así, si aquella pareja no era capaz de convencerla de que había cometido un terrible error, que Dios bajara y lo viera.
– Escucha, Maggie, espero que esto quede bien claro: estoy más que dispuesto a pagar la pensión que consideremos razonable. No soy ningún tacaño. Firmaré el cheque ahora mismo. Solo pongo una condición…
– ¡Quiere controlarme!
– Mi condición, Maggie, es muy, muy simple: si Kathy quiere recibir mi dinero para la educación de nuestros hijos; en otras palabras, si quiere que de verdad yo le pague para que cuide de ellos, entonces exijo de ella que no se dedique a otro trabajo al mismo tiempo.
– ¡No está dispuesto a pagar la alimentación de los niños a menos que renuncie a mi carrera profesional! ¿Has oído eso, Maggie?
Maggie percibió en el tono de Kathy algo que no había notado antes. Cual sabueso olfateando una nueva pista, decidió seguirla a ver adónde conducía.
– ¿Y por qué va a querer que renuncies a tu profesión, Kathy?
– ¡Vaya, esto es ridículo!
– Disculpa, Brett, pero la pregunta se la he hecho a Kathy.
– No lo sé. Dice que es mejor para los niños.
– Pero tú crees que es por otra cosa.
– Sí.
– ¡Por el amor de Dios!
– Sigue, Kathy.
– A veces me pregunto si…, si Brett no prefiere que yo dependa de él.
– Ya veo. -Maggie se dio cuenta de que Brett guardaba silencio-. ¿Y por qué puede querer algo así?
– No lo sé. Quizá le guste que sea débil… Tú sabes que su primera mujer era alcohólica, ¿verdad? ¿Y sabías también que tan pronto como ella se puso bien él la dejó?
– Es indigno que mezcles a Julie en esto.
Maggie no dejaba de tomar notas sin dejar de mirar a la pareja. Era un truco que había aprendido tiempo atrás, en negociaciones de otro tipo.
– Edward, ¿qué tienes que decir a todo esto?
– ¿Cómo?
– Lo siento, Brett. Disculpa. Brett, ¿qué opinas de esto, de la idea de que, de algún modo, intentas que Kathy sea débil? Creo que esa ha sido la palabra que ha utilizado, «débil».
Brett habló un momento, refutó la acusación e insistió en que llevaba dos años queriendo separarse de Julie, pero que consideró que no estaba bien hacerlo hasta que ella se hubiera recuperado. Maggie asentía, pero la verdad era que estaba distraída. Primero porque el interfono había sonado mientras Brett hablaba y a continuación había oído varias voces masculinas, la de Edward y las de otros hombres que no reconoció y, por el ridículo desliz de su lengua. Se preguntó si Brett y Kathy se habían dado cuenta.
Lamentando haber abordado aquel tema -territorio de un terapeuta más que de un mediador-, Maggie decidió cambiar radicalmente de enfoque. «Muy bien -se dijo-, tenemos que pasar a la fase final.»
– Brett, ¿cuáles son tus líneas rojas?
– ¿Perdón?
– Sí, tus líneas rojas; las cosas en las que no estás dispuesto a transigir bajo ninguna circunstancia. Toma. -Le entregó una libreta y un lápiz, demasiado bruscamente para el gusto de Brett-. Y tú también, Kathy. Vuestra línea roja. Adelante. Ponedlo por escrito.
Pocos segundos después, los dos estaban escribiendo. Maggie se sintió como si estuviera otra vez en el colegio, en Dublín. El verano, la temporada de exámenes, las monjas merodeando para asegurarse de que no copiaba del Mairead Breen. Solo que en esos momentos ella era una de las monjas. «Por fin un momento de tranquilidad», pensó.
Observó a la pareja que tenía delante: dos personas que en su momento se habían enamorado tanto que habían decidido compartirlo todo, incluso engendrar tres nuevas vidas. Cuando se había encontrado de nuevo con Edward después de…, después de todo lo que había pasado, había soñado con un futuro parecido para ella. No más zonas de guerra, no más salas de reuniones anónimas, no más jornadas de veinticuatro horas a base de café y cigarrillos. Después de haber cruzado los treinta, por fin sentaría la cabeza y tendría una vida de familia. Sí, lo haría quince años más tarde que sus compañeras de colegio, pero tendría una familia y una vida.
– ¿Has acabado, Brett? ¿Y tú, Kathy?
– Es que hay un montón de cosas que poner.
– Recordad, no todo es una línea roja. Hay que ser selectivo. Bien, Kathy, dinos tus tres líneas rojas. -¿Tres? ¿Estás de broma?
– Recuerda que he dicho «selectivo».
– Está bien. -Kathy empezó a mordisquear el extremo del lápiz hasta que se dio cuenta y se lo sacó de la boca-. Dinero para los niños. Los niños deben tener una seguridad económica absoluta.
– De acuerdo.
– y la casa. Debo quedarme con la casa para que los niños tengan sensación de continuidad. -Una más.
– Plena custodia de los niños, desde luego. Me los quedo yo. Sobre eso no hay discusión. -¡Por el amor de Dios, Kathy…!
– Un momento, Brett, primero tienes que decirme tus tres líneas rojas.
– ¡Pero si ya hemos hecho esto un montón de veces!
– No. De este modo no. Quiero que me digas cuáles son tus tres líneas rojas.
– Quiero tener a los niños el día de Acción de Gracias para que puedan comer con mis padres. Eso lo quiero.
– Bien.
– y libre acceso. O sea que pueda llamar y decir, no sé,
«Hola Joey, los Redskins juegan esta noche, ¿quieres que vayamos?». Quiero poder hacer eso sin tener que avisar tres semanas antes. Acceso siempre que quiera.
– Ni hablar…
– Kathy, ahora no. ¿Y la tercera, Brett?
– Es que tengo más.
– He dicho tres.
– Lo que he dicho antes: nada de dinero si ella no se dedica a tiempo completo a los niños.
– ¿No te parece que estás diciendo que no a la primera línea roja de Kathy? No puedes anularlas sin más.
– De acuerdo, lo plantearé de otra manera. Pagaré la educación de los niños solo si recibo a cambio de mi dinero un servicio de cinco estrellas. Y eso significa que a los niños los cuide su madre.
– ¡Eso no es justo! ¡Estás utilizando a los niños para chantajearme y obligarme a dejar mi profesión!
Y volvieron a la carga, a gritarse el uno al otro y hacer caso omiso de Maggie. «Como en los viejos tiempos», se dijo Maggie sonriendo para sus adentros. Al fin y al cabo estaba acostumbrada a eso, a negociar divorcios entre dos personas que no podían ni mirarse a la cara, que se tiraban al cuello la una de la otra. Una imagen acudió a su cerebro, pero la apartó rápidamente.
Sin embargo, ayudó. Le dio una idea o, mejor dicho, le hizo ver algo en lo que no había reparado hasta ese instante.
– Muy bien, Brett y Kathy. Acabo de tomar una decisión.
Estas sesiones se han convertido en un trámite inútil. Son una pérdida de tiempo tanto para vosotros como para mí. Vamos a dejarlo aquí -dijo cerrando de golpe la carpeta que tenía en su regazo.
Las dos personas que tenía delante dejaron de discutir de repente y la miraron. Maggie notó sus miradas, pero no les hizo caso y se dedicó a poner orden en sus papeles.
– No os preocupéis por el papeleo. Llevaré los documentos a las autoridades mañana. Cada uno tiene un abogado, ¿verdad? Sí, claro que sí. Bueno, ellos se encargarán de todo a partir de ahora.
Se levantó, como si se dispusiera a acompañarlos a la puerta. Brett parecía petrificado; Kathy estaba boquiabierta. Al final, Brett se obligó a hablar.
– No puedes, no puedes hacemos esto.
– ¿Hacer qué, exactamente? -Maggie le dio la espalda mientras devolvía el expediente a su lugar en la estantería. -¡No puedes abandonamos!
Kathy se unió a su marido.
– Te necesitamos, Maggie. No hay forma de que podamos salir de esta sin tu ayuda.
– Oh, no os preocupéis por eso. Los abogados lo arreglarán.
– Maggie siguió moviéndose por el cuarto, evitando el contacto visual. Oyó de nuevo el interfono y el sonido de otra persona o personas entrando y saliendo del apartamento. ¿Qué estaba ocurriendo?