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Siguió volando unos minutos más mientras imaginaba a su hermana perdiéndose en aquel mundo de vívidos colores y marcados perfiles. Divisó un grupo de avatares y descendió, con la misma curiosidad que si hubiera visto a una multitud de verdad en una calle que fuera de verdad. Cuando aterrizó, sus rodillas se doblaron.

Las luces de neón lo decían bien claro: aquel era el barrio chino de Second Life. Las figuras llevaban brillantes corsés de látex que, al mover el cursor sobre ellos, mostraban el precio. Látigos, antifaces, tenían de todo. De pronto se sintió desnuda y sus neumáticos pechos se le antojaron un estorbo. Pero era Lola Hepbum. Podía hacer lo que le viniera en gana.

Se acercó a un avatar masculino, una criatura desproporcionadamente musculosa que imaginó que habría sido diseñada pensando en el mercado gay. Al instante surgió un gráfico circular dividido en secciones que correspondían a diversas opciones: CHAT, LIGAR, TÓCAME fueron los primeros que Maggie vio. Vaciló mientras miraba aquellas grotescas figuras generadas por ordenador -una de las cuales era ella- y se preguntó qué diría la gente si la viera en aquella situación: en plena noche, en una sala llena de máquinas de fax abandonadas, una diplomática del gobierno de Estados Unidos en Jerusalén husmeando en lo que parecía material pornográfico de intemet en las horas más negras de la negociación de paz. Se preguntó cómo sería eso de tocar sin tocar de verdad y qué haría esa máquina para simular el contacto. Entonces se acordó del hombre que había dejado durmiendo en la habitación, arriba.

En ese momento, otro hombre, un avatar con barba y pelo al estilo afro de los setenta, había entrado y se había acercado lo bastante para dirigirse a ellos con una línea de texto.

«Shaftxxx Brando: ¿Qué tal, chicos? ¿Cómo va todo?» Maggie apretó al instante el botón VOLAR y salió a toda prisa de allí y del barrio chino. Volvió a planear sobre mares, ciudades y centros turísticos. En una ocasión descendió y se encontró en medio de una perfecta reproducción del centro de Filadelfia pulcramente representado en tres dimensiones.

Volvió a presionar la tecla MAPA y tardó unos segundos en averiguar lo que tenía que hacer. La nostalgia decidió por ella. Tecleó «Dublín» y apretó TELETRANSPORTE.

Un «¡Swooosh!» más tarde se hallaba en un paisaje que, a pesar de haber sido reproducido digitalmente, enseguida le resultó familiar. El agua del Liffey estaba demasiado quieta, pero la zona del Temple Bar estaba allí con todos los bares y tabernas típicas que recordaba de la adolescencia, cuando ella y las otras chicas del colegio de monjas bebían vodka como si fueran marineros rusos. Pero esa noche solo estaba ella y dos o tres colgados más deambulando por Dame Street; parecía un paraje desolado.

Cuando tomó conciencia de la situación, arrugó la nariz con disgusto. Era verdaderamente patético: una mujer contemplando una pantalla en plena noche para recordar su hogar. Se suponía que todo aquello, el ir dando tumbos por el mundo, había acabado; se suponía que debía estar echando raíces con Edward en Washington. Sin embargo, allí estaba, en la penumbra del Business Center de un hotel, pasadas las tres de la madrugada, añorando su hogar gracias a un famoso juego de ordenador. Se recostó en su asiento y se preguntó por qué su plan de sentar la cabeza había fallado. ¿Se había equivocado de ciudad? ¿De hombre? ¿De momento?

Apagó el ordenador, salió de la estancia y se dirigió al ascensor mientras pensaba en el Dublín que acababa de ver. No era como el que ella recordaba, sino más limpio y ordenado y mucho más solitario.

Entró en el ascensor y, cuando las puertas se cerraron tras ella, cayó en la cuenta. «¡Claro!» ¡A eso se refería Shimon Guttman! ¡Viejo astuto! ¿Cómo no se había dado cuenta?

«Vamos, vamos», se dijo, impaciente por regresar a la habitación y despertar a Uri. Los números de los pisos desfilaron hasta que llegó al suyo. Las puertas se abrieron, y ella se asomó con cautela y miró a un lado y a otro, no fuera a ser que los hombres que la seguían desde a saber cuándo, estuvieran esperándola ante la puerta de su habitación. No, no había nadie.

Corrió de puntillas por el pasillo, apenas rozando la moqueta. No quería hacer ruido. Lentamente, metió la tarjeta electrónica en la ranura y esperó a que se encendiera la luz verde. Abrió la puerta y se disponía a llamar a Uri cuando notó un fuerte golpe en la nuca y se desplomó en el suelo sin un gemido.

Capitulo 44

Jerusalén, viernes, una hora antes

Primero oyó el doble clic, la señal de que estaban hablando a través de una línea segura. Como siempre, el jefe fue directo al grano.

– Lo que me preocupa es que las cosas se están desmadrando.

– Lo entiendo.

– Está claro que necesitamos esa tablilla.

– Sí.

– Me refiero a que la necesitamos ahora. Esto es de locos.

El remedio empieza a parecer peor que la enfermedad.

– Sé lo que parece. -Oyó un profundo suspiro al otro lado del hilo.

– ¿Cuánto tiempo más cree que debemos conceder a este asunto.

Ese era el inconveniente de un trabajo como aquel, trabajar para quien tomaba las grandes decisiones. Ese tipo de personas siempre esperaban una acción inmediata, como si el mero hecho de murmurar que algo podía ocurrir fuera suficiente para que ocurriera. Tarde o temprano todos los líderes políticos se volvían así y acababan considerando sus palabras como actos divinos. «He dicho que se haga la luz, ¿cómo es que no hay luz?»

– Bueno, ahora que hemos empezado, no veo cómo podemos parar. Ya ha visto lo último. Hizbullah está lanzando cohetes en plena noche sobre pueblos y ciudades para aumentar el riesgo de que haya víctimas. No podemos permitir que dicten nuestras acciones.

– ¿Qué sabemos de Costello? ¿Ha conseguido algo?

– La seguimos muy de cerca. Creo que está haciendo progresos. Y lo que ella sabe, nosotros lo sabemos.

Otro suspiro.

– Necesitamos hacemos con esa tablilla. Tenemos que saber lo que hay escrito en ella antes que ellos. Así podremos ser los primeros en actuar, determinar los acontecimientos. -Como sabe, cabe la posibilidad de que nadie logre hacerse con ella. Ni ellos ni nosotros. -¿A qué se refiere?

– A que Costello puede conducimos hasta la tablilla o puede fracasar. Esa tablilla podría haber desaparecido junto con Shimon Guttman. Entonces sería como si ese asunto nunca se hubiera planteado.

La voz al otro lado de la línea no necesitaba oír más. Podía juntar las piezas.

– Eso no estaría mal.

– Sería casi una victoria para ambos bandos.

– Si Costello la consigue, nosotros la conseguimos. Si no la consigue… Si Costello, por alguna razón imprevista, no logra sacar adelante su misión, nadie la conseguirá. Problema resuelto. -Podría ser.

– De acuerdo. Volveremos a hablar por la mañana.

Oyó el familiar segundo clic, cortó la comunicación y repasó sus contactos hasta dar con el número del equipo de vigilancia encargado de Guttman y Costello. Le pasaron la comunicación al instante.

– ¿Tiene a los sujetos a la vista? Bien, tenemos que hablar de un cambio de planes.

Capitulo 45

Jerusalén, viernes, 3.11 h

Al principio no estaba segura que tuviera los ojos abiertos. La habitación se hallaba totalmente a oscuras. Levantó la cabeza, un acto reflejo para mirar el reloj, y sintió una aguda punzada de dolor. Entonces recordó lo ocurrido: había salido del ascensor, impaciente por contar a Uri su descubrimiento, había abierto la puerta yen ese momento la habían golpeado.