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– Sí. Verá, mi problema es que me cuesta mucho adaptarme.

– ¿A qué?

– A la vida de aquí. A la normalidad.

– ¿Dónde estaba usted antes?

– En todas partes, viajando de un lugar problemático a otro.

Siempre intentando hacer el bien, siempre intentando que el mundo fuera un lugar mejor y toda esa mierda.

– ¿Es usted médico?

– De alguna manera podría decirse que sí. Intento salvar vidas.

Maggie notó que sus músculos se tensaban.

– y ahora ha vuelto a casa y le cuesta adaptarse…

– ¡A casa! Menuda broma. Ya no sé qué es eso que llaman «casa». No soy de Washington. Hace casi veinte años que no he estado en mi ciudad. Siempre en la carretera, en aviones, en habitaciones de hotel, durmiendo en cualquier sitio…

– Pero esa no es la razón por la que le está resultando tan difícil adaptarse, ¿no?

– No. Creo que echo de menos la adrenalina, la emoción.

Suena fatal, ¿verdad? -Siga.

Maggie estaba recordando todo lo que había en aquellas cajas. Una carta manuscrita que había recibido del primer ministro británico dándole las gracias después de las conversaciones de Kosovo. Una foto que guardaba como un tesoro del hombre al que había amado a los veintitantos.

– Antes, todo lo que hacía parecía tan importante… Las apuestas eran muy altas. En cambio ahora nada se le parece ni remotamente. Todo es tan banal.

Miró fijamente al hombre. Las palabras salían de sus labios pero sus ojos eran fríos e indiferentes. Empezó a sentirse incómoda en su presencia.

– ¿Puede decirme algo más sobre el trabajo que estaba haciendo?

– Empecé con una organización de ayuda humanitaria en África. Trabajé con la gente de allí durante una guerra civil particularmente cruenta. De alguna manera, en realidad por casualidad, acabé siendo una de las pocas personas que podía hablar con ambos bandos. Naciones Unidas empezó a utilizarme como mediador, y yo les conseguí resultados.

Maggie se estremeció. Su cerebro daba vueltas a toda velocidad, y se preguntó si debía llamar a Edward, aunque eso era lo último que deseaba hacer.

– Al final me convertí en una especie de mediador profesional. El gobierno de Estados Unidos me contrató para que interviniera en un proceso de paz que estaba bloqueado. A partir de ahí, una cosa llevó a la otra y acabaron mandándome por todo el mundo, a conversaciones de paz que habían encallado. Me llamaban el Telonero porque yo era quien acababa cerrando los acuerdos.

¿Y si salía corriendo? Pero algo le dijo que no mirara siquiera la puerta. No quería de ningún modo provocar a aquel hombre.

– ¿Qué ocurrió entonces? -Su voz no delataba nada, salvo años de práctica.

– Yo era el mejor en mi campo. Estuve en todas partes, en Belgrado, Bagdad, volví a África…

Maggie tragó saliva. -Entonces cometí un error.

– ¿Dónde?

– En África.

Maggie no alzó la voz ni siquiera cuando dijo: -¿Quién demonios es usted?

– Creo que ya sabe quién soy.

– No. No lo sé. Dígame quién es y a qué está jugando. Dígamelo ahora mismo o llamaré a la policía.

– Usted sabe quién soy, Maggie. Lo sabe perfectamente. Yo soy usted.

Capitulo 3

Washington, domingo, 10.43 h

No fue ninguna sorpresa. Lo supo en el instante en que el hombre mencionó África y las Naciones Unidas. Ese tipo le había estado explicando su propia historia fingiendo que era la de él. Un pequeño truco de lo más feo.

Aun así, no era eso lo que la inquietaba. Estaba acostumbrada a tratar con capullos. Aquel hombre parecía saberlo todo sobre ella, incluido su… ¿Cómo lo había llamado? Su «error». -Créame, no estoy aquí para burlarme de usted -dijo el hombre.

– Pero tampoco ha venido porque necesita un mediador para un divorcio, ¿verdad?

– No tengo esposa de la que divorciarme. Estoy como solía estar usted: casado con mi trabajo.

– ¿Y qué trabajo es ese, exactamente?

– Trabajo para la misma gente para la que usted trabajaba: para el gobierno de Estados Unidos. Me llamo Judd Bonham -dijo tendiéndole la mano.

Maggie hizo como si no la viera y se recostó despacio en el sillón. La cabeza le daba vueltas. Primero, Edward y las cajas; y ahora, eso. Al principio había tomado a Bonham por una especie de merodeador psicótico, un marido despechado que la consideraba culpable de su divorcio. No sería demasiado difícil buscar en Google los datos sobre su vida y después presentarse en su consulta para darle un buen susto. Sin embargo, sabía que se había equivocado. Sí, Bonham estaba allí por un asunto oficial, pero ¿cuál? Maggie no había hecho nada para la CIA o para el departamento de Estado desde… entonces. De eso hacía ya más de un año, y había cortado todo contacto: ni una carta ni una llamada. Nada. Si por ella fuera, ni siquiera estaría viviendo en los puñeteros Estados Unidos. No habría vuelto a Irlanda; eso no lo habría podido soportar. Pero sí pensó en seguir a Liz a Londres. Sin embargo, había acabado en el maldito Washington, en las entrañas de la bestia. Todo por estar con Edward.

– Debo felicitarle. No ha perdido su habilidad -dijo Bonham.

Ella lo miró.

– Sigue siendo buena en su trabajo. El truco del avión con los motores a todo gas, a punto de despegar ha estado bien. Me encanta.

– ¿Qué?

– . Su cita con Kathy y Brett. Eso de amenazar a ambas partes con largarse. Deberían enseñarlo en las escuelas de mediación. ¿No lo hizo Clinton en Camp David? Hay que poner en marcha las palas del helicóptero, como si fuera a despegar en cualquier momento. El mediador les dice que lo deja, y ellos se asustan, se dan cuenta de lo mucho que lo necesitan, a él y las conversaciones. De repente comprenden que cualquier otro acuerdo al que lleguen fuera de esa mesa será peor, y eso los une, hace que las dos partes quieran negociar. Ustedes, los mediadores, lo llaman «proyecto compartido», ¿no? La cuestión es que la amenaza los une incluso contra un enemigo común: usted. Genial.

– Ha estado escuchando…

– Qué quiere que le diga. Es deformación profesional.

– Hijo de puta.

– Me gusta cómo lo dice. Con su acento suena sexy.

– Lárguese.

– Sin embargo, veo que últimamente lo de ir sexy lo tiene un poco aparcado. Eso de juguetear con el pelo se ha acabado. ¿Es por influencia de Edward?

– Márchese.

– Me marcharé, desde luego. Pero antes tengo una propuesta que hacerle.

Maggie lo miró fijamente.

– No se preocupe, no es esa clase de propuesta. Y no es que no me tiente. Si alguna vez se cansa de Edward…

– Vaya llamar a la policía. -Maggie cogió el teléfono.

– No, no lo hará. Y ambos sabemos por qué.

Eso la detuvo. Dejó el teléfono en su sitio. Ese hombre estaba enterado de su «error». Y hablaría. El Washington Post) algún blog, daba igual. La verdadera razón de su exilio, conocida solo por un puñado de especialistas en diplomacia, sería del dominio público. Lo poco que quedaba de su reputación acabaría en el fango.

– ¿Qué quiere? -preguntó con un hilo de voz.

– Queremos que salga de su retiro.

– No.

– Por favor. La primera norma en cualquier negociación es que hay que escuchar.

– Yo no estoy negociando con usted. Quiero que se largue.

– La gente para la que trabajo no suele aceptar un «no» como respuesta.

– ¿y para quién trabaja exactamente? Lo de «para el gobierno de Estados Unidos» suena un poco vago.

– Digamos que esto viene de lo más cerca del nivel más alto al que se puede llegar en esta ciudad. Tiene usted toda una reputación, señorita Costello, ya lo sabe.

– Bien, puede decirles que me siento halagada. Pero la respuesta es «no».

– ¿Ni siquiera siente curiosidad?

– No. Ese ya no es mi trabajo. Ahora trabajo aquí. Soy mediadora matrimonial. Y no acepto casos de emergencia. Lo que significa que tiene usted un minuto para levantarse y marcharse.