En ese momento agradeció haberse cambiado de ropa en casa de Odio Si esos críos la hubieran visto con su atuendo habitual la habrían confundido con alguien de la policía antidroga o algo así. Pero apenas les dedicaron una mirada. Seguramente estaban demasiado colgados.
Uri le señaló un rincón del local, donde había un solitario ordenador que nadie utilizaba. Maggie supuso que sentarse. al teclado sería de lo menos enrollado, especialmente a esa hora de la noche. Mientras Uri iba a la barra y pedía un par de cafés a una joven con un piercing en la nariz, Maggie encendió el ordenador y entró en Second Life.
Cuando el sistema le pidió el nombre, tecleó «Lola Hepbum», y al instante apareció un mensaje: «Nombre de usuario o contraseña no válidos. Por favor, inténtelo de nuevo». Obviamente, el avatar creado por Liz había sido eliminado del sistema. Iba a tener que entrar como otra persona, pero ¿quién? No conocía a nadie que tuviera un avatar en Second Life. Pensó en llamar a su hermana a Londres y despertarla.
Entonces oyó de nuevo en su cabeza la voz de Guttman, con la misma claridad que en el despacho de Rosen, doce horas antes: «y si resulta que dejo esta vida, entonces me verás en la otra vida».
¡Naturalmente! Tenía que entrar en Second Life no como Lola Hepbum, la pechugona y aventurera jovencita creada por su hermana, sino como el mismísimo Shimon Guttman. Así era como debía funcionar el código: la isla de Ginebra solo se abriría para él.
Apretó el botón de búsqueda para entrar en el directorio de nombres. Mientras introducía el nombre y el apellido rogó para que, por una vez, el viejo profesor hubiera puesto las cosas fáciles.
«Nombre de usuario o contraseña no válidos. Por favor, inténtelo de nuevo.»
Intentó distintas variantes: ShimonG, SGuttman y media docena de permutaciones más. Había unos cuantos «Shimon», pero el resto de los nombres no tenían sentido, y, cuando introdujo las contraseñas que había utilizado en el ordenador del profesor, no consiguió nada.
Uri llegó con una taza de café humeante. El mero hecho de aspirar su aroma hizo que Maggié se diera cuenta de lo cansada que estaba. Llevaba varios días aguantando a fuerza de adrenalina, y su cuerpo empezaba a notarlo. Le dolía el cuello por el golpe de Uri, y el brazo se le había hinchado por donde sus agresores la habían agarrado en el mercado.
Uri la observó trabajar.
– ¿Por qué no pruebas con el nombre que mi padre utilizaba para enviar correos electrónicos a ese árabe?
Maggie le lanzó una medio sonrisa para darle a entender que no era mala idea. Buscó «Saeb Nastayib» y se llevó una alegría cuando el ordenador le devolvió un único resultado: solo había un avatar con ese nombre. Repitió la misma contraseña -«Vladimir67»- y… ante sus ojos se materializó en pantalla una figura masculina, alta y delgada, como un maniquí desnudo hecho de fría piedra gris que, poco a poco, se fue vistiendo.
Apretó MAPA, introdujo «Ginebra» y clicó en TELETRANSPORTAR. Al cabo de unos segundos, el tiempo que tardó el sistema en cargarse, volvía a sobrevolar las verdes orillas y azules aguas del lago y buscaba de nuevo la isla de Guttman.
La primera inspección la inquietó: ni rastro de la isla. Y había en ello una lógica tenebrosa: si sus perseguidores habían decidido que el avatar de Liz ya no les era de utilidad después de que los llevara hasta su objetivo, también la isla sería prescindible una vez les hubiera revelado sus secretos. ¿Qué mejor forma de asegurarse de que nadie más descubriría el escondite de la tablilla de Abraham que destruir la única pista que llevaba hasta ella?
Así pues, tuvo que volar bajo, planear sobre las azules aguas, orientándose por el ondulante paisaje que, con aquella conexión de menor velocidad, se iba formando poco a poco en la pantalla. Pero al fin una mancha verde apareció en la inmensidad azul del lago, una mancha que acabó revelándose como réplica del Gran Israel que el padre de Uri había creado en el corazón de aquella Suiza virtual.
Maggie, preparándose ya para ser rechazada y ver aparecer el mensaje de error, se acercó. Sin embargo, esta vez no encontró ningún obstáculo. Ni siquiera la barrera roja. Estaba claro que había sido diseñada para que se activara únicamente ante la proximidad de desconocidos. El avatar de Guttman podía pasear por la isla con la misma libertad que ella lo había hecho antes por el barrio chino. El sistema ni siquiera le pidió una contraseña.
– Hemos entrado -dijo, aliviada de que el viejo profesor no hubiera puesto más obstáculos en su camino.
– ¿Y ahora qué? -le preguntó Uri, inclinándose hacia la pantalla con la taza entre las manos, disfrutando del calor del contacto.
– Ahora miramos.
No tuvieron que ir muy lejos. En la isla solo había una estructura, un simple cubo de hierro y cristal. En su interior únicamente había una mesa, una silla y un ordenador virtual. Maggie hizo entrar al avatar de Guttman y lo sentó en la silla. En ese instante apareció una ventana de texto:
Dirígete al oeste, joven, y sigue camino hasta la ciudad modelo, cerca del Mishkan. Allí encontrarás lo que he dejado para ti, en el camino de antiguos barrios.
– Bueno, Uri, dime qué es esto.
Miró a un lado, esperando ver a Uri leyendo aquellas palabras al mismo tiempo que ella. Pero no estaba. Se había desvanecido con la misma rapidez que una de las criaturas anatómicamente imposibles que todavía parpadeaban en la pantalla.
Capitulo 49
Jan Yunis, Gaza, viernes, 2.40 h
No dormía, ni siquiera se había acostado. Como tantas veces en esos días, estaba sentado muy erguido; dando vueltas en su cabeza a las distintas posibilidades. Movimientos, contramovimientos… Su mente no dejaba de trabajar, y menos aún por la noche. Urdía tantos planes que esperaba con impaciencia el momento de la oración del amanecer. Quería que amaneciera para poder salir a la luz del sol y volver al trabajo.
Estaba despierto, de modo que oyó los pasos. Instintivamente quitó el seguro a su pistola y esperó en la oscuridad. Antes de que le llegara el sonido de la voz vio el resplandor de la vela. -¡Pst! ¡Salim! Soy Marwan.
– Entra, hermano.
El más joven entró de puntillas en el cuarto donde Salim Nazzal se acostaba por la noche. Miró alrededor y contó a los tres niños que dormían profundamente en un único colchón. Bajó la voz un poco más. No tenía idea de en qué casa se encontraba ni qué familia había abierto las puertas a su líder para que pasara la noche.
– Salim, dicen que tienen algo, que han visto algo en Jerusalén.
– ¿La tablilla?
– Al hijo del sionista y a la mujer estadounidense.
Nazzal volvió a poner el seguro del arma. Necesitaba tiempo para pensar.
– El equipo que tenemos sobre el terreno quiere saber si debe golpear.
– ¡Se suponía que estaban para eso!
– Pero tus órdenes… Recuperar la tablilla era la principal prioridad.
Uno de los chicos se agitó entre sueños. Salim aguardó hasta que estuvo seguro de que se había vuelto a dormir.
– Diles que tienen libertad para actuar -contestó al fin.
– De acuerdo -repuso el otro y dio media vuelta para marcharse.