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Miró alrededor e intentó orientarse. Jerusalén le había parecido un lugar muy agobiante desde que había llegado, pero allí, en plena Ciudad Vieja, esa sensación se incrementaba, como si el fervor de la ciudad, su febril historia, quedara amplificado por aquellos muros ancestrales, No le extrañó que hubiera gente que hablara de Jerusalén como de una especie de trastomo mental.

Se acercó a un individuo vestido con sandalias y calcetines que llevaba una enorme cámara al cuello y le preguntó por dónde se iba al Muro de las Lamentaciones. El hombre le señaló un arco situado justo enfrente de la Puerta de Jaffa. Ese, recordó entonces Maggie, era el camino que llevaba al suq.

Bajar por la empinada callejuela con los adoquines desgastados por millones de pies a lo largo de los siglos fue como lanzarse pendiente abajo por una montaña. El mercado le pareció distinto del que había visto veinticuatro horas antes. Todavía era pronto, y todos los puestos y comercios estaban cerrados o tenían las persianas bajadas. En lugar de una multitud de turistas y de gente comprando, solo vio a un muchacho que empujaba un carro y que, de vez en cuando, saltaba encima del neumático que llevaba arrastrando por el suelo atado a una cadena y que le servía de freno improvisado.

Se fijó en los nombres de los comercios, visibles gracias a que no había gente, y le fue fácil imaginarse al viejo Guttman husmeando por allí, entrando en Sadi Barakat Sons, Marchantes Legalmente Autorizados, o en el Oriental Museum, de nombre ostentoso, siempre a la caza de alguna pieza rara y antigua. Cómo debía de haberse estremecido en la tienda de Aweida aquel día…

Pasó ante un hombre que lucía barba y llevaba un vestido negro. ¿Un rabino o un monje ortodoxo griego? No lo sabía, y en aquella ciudad ambas cosas eran posibles. Acercándose desde otra dirección vio a un grupo de niños árabes de unos ocho años y a una anciana que caminaba mientras leía un libro de oraciones, como si no pudiera dejar de orar al divino ni un solo minuto.

Al fin, vio un sencillo indicador en inglés escrito a mano:

HACIA EL MURO DE LAS LAMENTACIONES, una flecha señalaba a la derecha. Lo siguió y bajó por otro tramo de escalones hasta que vio otra señal, esta debidamente pintada y llena de agujeros de bala: ESTÁ ENTRANDO EN LA PLAZA DEL MURO DE LAS LAMENTACIONES.

SE RUEGA A LOS VISITANTES CON MARCAPASOS QUE INFORMEN AL PERSONAL DE SEGURIDAD.

Como en los aeropuertos, había que pasar bajo un detector de metales atendido por unos cuantos agentes israelíes. Antes de dejarla pasar, una mujer policía la cacheó mientras charlaba y bromeaba con sus colegas.

Ante ella se extendía una plaza adoquinada y en pendiente que ya estaba llena de gente. Al fondo se veían las enormes y macizas piedras del Muro de las Lamentaciones. Parecía pertenecer a otro mundo. Sus proporciones no eran humanas: cada bloque tenía casi la altura de una persona, y las plantas que crecían entre sus grietas eran árboles pequeños y formaba parte de un templo que había sido erigido allí dos mil quinientos años antes.

Había gente deambulando por todas partes. Hombres barbudos caminando como si perdieran el tren, otros que sujetaban en la mano su kipá, y unos pocos que sonreían, como si recaudaran dinero para obras de caridad y esperaran que alguien se detuviera a charlar con ellos. Maggie evitó mirarlos directamente pero escuchó cómo respondía un adolescente estadounidense.

– Eh…, Aaron.

– Hola, Aaron. Yo me llamo Levi. ¿Tienes algún sitio donde pasar shabbes esta noche? -Eh…, no sé, puede ser.

– ¿Quieres pasar shabbes con una familia y tomar sopa de pollo como si estuvieras en casa? Tal vez daven un poco en el Kotel

La última palabra la pronunciaban como «hotel» con la hache aspirada. El chófer también la había empleado: Kotel, el Muro.

Entonces vio con claridad las hileras de sillas de plástico blancas distribuidas frente al Muro. No estaban ordenadas, sino que parecía como si acogieran a una docena de reuniones distintas a la vez. Era una escena de caos espiritual; le recordaba más a una estación de tren que a cualquiera de los santuarios en los que había estado en su vida.

En cierto sector del muro sobresalía una partición que dividía a la multitud. No era gran cosa, se parecía a cualquiera de los tabiques divisorios que su padre podría haber instalado en el jardín. Pero en el lado izquierdo, mirando las piedras gigantes, la multitud era mucho más numerosa. Maggie se acercó para ver qué significaba esa división.

Claro, hombres a la izquierda, mujeres a la derecha. Había un aviso dirigido a las mujeres: ESTÁ ENTRANDO EN UNA ZONA SAGAADA. LAS MUJERES DEBER VESTIR CÓN ADECUADO RECATO.

Pero fue en los hombres en quienes se fijó. Muchos iban envueltos en grandes chales blancos y negros y permanecían de cara al Muro. Algunos se cubrían la cabeza con el chal, como las batas con capucha de los boxeadores, preparados para la pelea; otros llevaban el chal encima de los hombros. Todos se balanceaban adelante y atrás o hacia los lados con los ojos cerrados. Maggie intentó acercarse.

– ¿Es usted judía? -le preguntó una sonriente mujer con pinta de matrona y acento europeo.

– No. He venido para unirme a los rezos de esta buena gente -contestó, imitando el tono que recordaba haber oído en el colegio a la hermana Olivia.

La mujer le señaló el lugar reservado para las mujeres y se marchó.

Maggie se preguntó cuánto tiempo podría permanecer allí antes de que la echaran. Tenía que encontrar el sitio. Vio a un policía armado, se acercó y le preguntó dónde estaban los túneles del Muro de las Lamentaciones. Él le señaló un pequeño arco de entrada, que parecía de construcción reciente, en la pared que discurría perpendicular al Kotel. Fuera había un grupo de unas treinta personas, hombres y mujeres, equipados con botellines de agua y cámaras de vídeo. «Perfecto», se dijo Maggie.

Jugueteando con el móvil para disimular, se unió al grupo. -¡Muy bien! ¡Si son tan amables de prestar atención…!

– Dijo el guía, un joven estadounidense de veintitantos años, con barba y ojos chispeantes. Batió palmas unas cuantas veces y esperó a que la gente se callara-. Estupendo, gracias. Me llamo Josh y vaya ser su guía durante su visita a los túneles del Muro de las Lamentaciones. Si quieren seguirme por aquí, empezaremos ya.

Los guió hasta una cámara subterránea, una especie de bodega cuya forma quedaba determinada por la bóveda del techo. Las piedras eran más grises y frías que las que Maggie había visto por toda la ciudad, y había un zumbido constante de ventiladores que intentaban eliminar el olor a moho.

– Muy bien. ¿Estamos todos? -La voz del guía resonó en los muros-. Vale. Nos hallamos en una sala que el explorador británico Charles Warren bautizó como el Establo de las Mulas, seguramente porque ese era el uso que se le daba antiguamente o porque lo parece.

Se oyeron risas de los que no estaban tomando fotografías con sus cámaras y móviles. Maggie empezó a escudriñar las paredes en busca de cualquier clase de abertura, un lugar donde Shimon Guttman hubiera podido ocultar su preciado tesoro.

– Esto me da la oportunidad de explicar algo del sitio donde nos encontramos -prosiguió el guía-. Ahora estamos muy cerca de la zona conocida como Monte del Templo. Como saben, se trata de un lugar muy especial. Nuestra tradición sostiene que aquí yacía la Piedra Fundacional, a partir de la cual fue creado el mundo hace cinco mil setecientos años. También es conocido como monte Moria, el lugar donde Ha'Chem, el Todopoderoso, ordenó a Abraham que sacrificara a su hijo Isaac. También es aquí donde Jacob descansó la cabeza y soñó con los ángeles volando entre la tierra y el cielo, y donde predijo que se construiría la Casa se Dios.

»Efectivamente, el Templo fue levantado aquí muchos años después, y lo que antes contemplaban, el Kotel, era el muro de contención oeste del templo. ¿De qué templo? Bien, hubo dos, El Primer Templo fue erigido hace casi tres mil años, mientras que el Segundo Templo fue levantado por Ezra unos quinientos años más tarde. Cuando el Segundo Templo fue destruido por los romanos en el año setenta, lo único que quedó en pie fue el Muro de las Lamentaciones.