Con la confianza por los suelos, Maggie se dejó caer de rodillas. Decidió que trabajaría metódicamente, empezando desde abajo. Buscó, escarbó y arañó hasta pelarse las yemas de los dedos y fue subiendo de hilera de ladrillos en hilera. Nada.
Se levantó y contempló el muro de enfrente. Quizá el escondite estuviera allí. Lo recorrió de arriba abajo con la mirada, se preguntaba dónde diantre lo habría escondido Guttmano
Entonces vio al hombre.
El mismo hombre del grupo de turistas con quien había cruzado una mirada, solo que en ese momento estaba solo, en el otro extremo de aquel estrecho camino. Maggie no se sintió avergonzada, simplemente lo reconoció.
Era un rostro que había visto anteriormente, pero ¿dónde?
Su mente estaba tan embotada por el cansancio que situar un recuerdo le producía la sensación de estar vadeando aguas profundas. Era reciente, eso sí lo sabía, de los últimos días. ¿Lo había visto en el hotel, en el consulado? No. Se acordó de repente. No fue en ninguno de esos sitios.
Fue en la discoteca de Tel Aviv donde ella y Uri localizaron al hijo de Baruch Kishon. Maggie lo vio en la entrada, al poco de llegar. Incluso estuvo a punto de sonreírle con simpatía porque le pareció otro treintañero fuera de lugar en un local rebosante de flexibles y guapos adolescentes. La había seguido entonces y la estaba siguiendo en ese momento.
No cabía duda de sus intenciones: fuera lo que fuese lo que ella descubriera, él querría arrebatárselo para entregarlo a Dios sabía quién, seguramente a los mismos hombres que habían matado a la madre de Uri, a Kishon, a Aweida y puede que incluso a Uri. Los hombres que sin duda harían lo mismo con ella, en ese preciso lugar e instante, en esas catacumbas de secretos milenarios.
Capitulo 53
Jerusalén, viernes, 8.21 h
Sus piernas tomaron la decisión antes que ella. Dio media vuelta y corrió: se lanzó a través de un estrechamiento del camino donde una docena de mujeres, de pie, sostenían cada una su libro de oraciones. Llevaban la cabeza cubierta con sombrero o mantilla de croché, y su rostro era un modelo de concentración. Mientras se abría paso entre ellas, Maggie vio que todas permanecían muy cerca de una pared de donde goteaba agua y que rozaban el líquido con los labios. Otras dos mujeres, seguramente turistas, se mantenían a cierta distancia. Maggie oyó lo que decían:
– La Piedra Fundacional está al otro lado del muro. ¿Has oído lo que han dicho? Esas gotas de agua son las lágrimas de Dios.
Maggie las apartó de un empujón y miró por encima del hombro: otro hombre, con una cámara al cuello, se había unido a su perseguidor. Se estaban acercando. Avivó el paso.
El camino se convirtió en un túnel largo, bajo y estrecho, y Maggie se lanzó a toda velocidad por él; corría medio agachada. Miró por encima del hombro y vio que sus perseguidores, a pesar de ir muy encorvados, ganaban terreno. Presa del pánico, miró a un lado y a otro y se arañó la frente con una viga metálica que sobresalía del techo. Soltó un grito de dolor pero no dejó de correr. De repente, la pared de la izquierda se abrió a una cavidad donde había una anciana vestida de negro que sostenía un libro de plegarias en las manos. Maggie sintió que la cabeza le daba vueltas.
El suelo bajo sus pies cambió de repente y se convirtió en una lámina de cristal a través de la cual se podía ver lo que parecía haber sido una cisterna. Los dos hombres la seguían a unos diez metros de distancia.
Bruscamente, el túnel finalizó y desembocó en otra cisterna.
Maggie pudo por fin erguirse. Estaba desesperada por encontrar una salida a aquel camino señalado, por burlar a sus perseguidores. Pero no encontró ninguna. No le quedaba más altemativa que mantener la ventaja hasta que pudiera salir al exterior. La pregunta era cuánto tardaría en conseguirlo.
Jadeaba cuando llegó a lo que parecía la esquina de un largo mercado romano enterrado. Ante ella había dos pilares coronados por un pórtico. A los lados se veían un par de losas de piedra, una encima de la otra, como si los trabajadores de dos milenios antes hubieran dejado sus herramientas y abandonado el trabajo. Oyó pasos a su espalda. Buscó salidas, pero solo vio una.
El camino se estrechó de nuevo, dio un giro de noventa grados y se alejó del Muro de las Lamentaciones, que hasta ese momento Maggie había tenido todo el rato a su derecha. Ya no había piedras regularmente talladas; parecía haber entrado en una especie de garganta subterránea, un cañón de paredes verticales y altas como catedrales que la rodeaban por los dos lados. Estaban húmedas y presentaban franjas estratificadas de colores, como el interior de un pastel.
– jAlto! -gritó uno de sus perseguidores.
Maggie miró nuevamente por encima del hombro y le pareció que el segundo hombre, el de la cámara al cuello, sacaba un arma y la apuntaba. Dio un grito y se agachó, pero el hombre no tenía el punto de mira despejado porque el camino entre las piedras serpenteaba demasiado.
Por fin, llegó a un tramo con una estrecha escalera de hierro. Estuvo a punto de tropezar en los peldaños y luchó por no perder el equilibrio mientras subía a toda prisa con un estruendo metálico. Cuando llegó a lo alto, tuvo que girar y meterse de lado por la estrecha abertura. Tras ella, oyó que una mujer gritaba. Alguien había visto la pistola.
Entonces, el espacio se abrió de nuevo y se encontró en lo que parecía una bóveda romana. Cuando sus ojos se adaptaron a la luz, vio que se trataba de otra piscina, llena en ese caso de agua estancada. Permaneció inmóvil un segundo, mientras sus pulmones intentaban extraer el oxígeno de aquel aire húmedo y maloliente. Consideró la posibilidad de lanzarse al agua. Era buena nadadora y quizá pudiera contener la respiración el rato suficiente para…
Pero entonces oyó pasos a escasos metros, y el instinto le dijo que se apartara de la piscina y corriera a través de la única abertura visible. Cuando lo hubo hecho, respiró con alivio porque vio la luz del día. Corrió por un camino que subía, saltó un torniquete y salió al exterior.
Mientras respiraba con grandes bocanadas y parpadeaba ante la repentina claridad, vio que había salido a una calle estrecha llena de gente. Ante ella había un rótulo en el que se leía: SANTUARIOS DE LA FLAGELACIÓN Y LA CONDENACIÓN. Del santuario salió un monje vestido con un hábito marrón ceñido en la cintura con una cuerda. Se encontraba en la vía Dolorosa, el camino que Cristo había recorrido hasta el Calvario.
De haber tenido tiempo, Maggie habría podido hallar cierto consuelo en la familiaridad de la escena, pero no podía permitirse ese lujo. Esperándola en la salida había un par de individuos enmascarados que dieron un paso al frente y la agarraron tranquilamente y sin esfuerzo.
Capitulo 54
Jerusalén, viernes, 8.32 h
Unas manos enguantadas la sujetaron por las muñecas con tanta fuerza que era como si estuvieran hechas de metal en vez de carne y hueso. Dio un respingo, pero no emitió ningún sonido porque otras manos le habían metido algo parecido a un pañuelo enrollado en la boca. Nadie dijo una palabra.
Luego la arrastraron hacia atrás, fuera de la calle, de regreso a los túneles y lejos de la vista de la gente.
– ¿Qué hacen? ¿Quiénes son? -intentó preguntar a través de la mordaza. Y sabiendo que sus palabras eran inútiles, añadió-: ¿Qué le han hecho a Uri?
Intentó mover los brazos para defenderse, pero se los habían atado con una brida de nailon, de esas tan resistentes que necesitas unas tijeras para cortarlas. Intentó gritar, pero solo consiguió que el pañuelo de la boca le provocara una arcada. Jadeó con fuerza, trató de llenarse los pulmones respirando por la nariz, y notó los febriles latidos de su corazón, causados no solo por la persecución, sino también por el miedo a perder la vida.