– No vaya menospreciar su inteligencia, Maggie. Usted lee los periódicos. Sabe lo que está pasando en Jerusalén. Nos falta esto para cerrar un acuerdo. -Alzó el índice y el pulgar a menos de medio centímetro. Nunca antes habíamos estado tan cerca de conseguirlo.
Maggie no contestó.
– y también sabe lo que ocurrió ayer: un atentado contra el primer ministro. O lo que pareció un atentado. Los servicios de seguridad acabaron matando a un individuo crítico con el proceso de paz. Todo se podría venir abajo.
– La respuesta sigue siendo «no».
– Lo poderes que están en juego han decidido que esta oportunidad es demasiado importante para dejarla escapar. Necesitan que vaya usted allí y haga lo que sabe hacer, que ponga en marcha su magia. Vamos, sigue teniéndola. Lo acabo de oír y es algo que vale la pena de verdad. ¡La paz en Oriente Próximo, por Dios santo…! ¿Podría renunciar a algo así? ¡Es el equivalente a las World Series de las paces del mundo!
– No juego al béisbol.
– No. Vale. -Su tono había cambiado, hablaba con más suavidad. Maggie sabía qué había detrás de aquello: un cambio de táctica. Lo que quiero decir es que usted es mediadora. Es su vocación. Ha nacido para ello. Es buena y además le gusta hacerlo. Esta es la oportunidad de volver al trabajo que ama. Y al nivel más alto posible.
Pensó en las imágenes que había visto esa mañana en la televisión y en el sentimiento que había experimentado pero que no había querido reconocer. Envidia. Había envidiado a los hombres y las mujeres sentados a la mesa de negociaciones de Jerusalén, a los responsables de llevar la más pesada y la más apasionante de las cargas: mediar por la paz. Se los imaginó en cuanto vió las primeras informaciones. Igual que pescadores, soltando y recobrando el sedal para sacar una especie escasa y muy apreciada. Obrando a la vez con mucha fuerza y con mucha delicadeza. Tirando con firmeza en un momento determinado y soltando hilo al siguiente. Sabían hasta qué punto podía doblarse la caña y qué podía partirla. Era un trabajo exigente que requería gran habilidad. Pero también era la actividad más embriagadora que conocía.
Bonham le leyó el pensamiento.
– Seguro que lo echa de menos. No sería usted humana si no lo hiciera. Me refiero a que aconsejar y mediar entre parejas está muy bien, desde luego; pero lo que está en juego no es tan importante. Con eso nunca experimentará las mismas emociones que en Dayton o en Ginebra, ¿verdad?
Maggie deseó asentir en gesto de conformidad. Aquel hombre parecía conocer su mente mejor que ella. No obstante, se resistió y volvió la cabeza para mirar por la ventana.
– Maggie, sé que para usted esto no es un deporte. Nunca lo ha sido. Le gusta el desafío profesional, por supuesto, pero eso es secundario. Su objetivo es la consecución de la paz. Es usted una de las pocas personas de este planeta que sabe lo mucho que importan estos esfuerzos. Y lo que puede ocurrir cuando las cosas salen mal.
Su error.
– y pocas cosas son más importantes que esta, Maggie. Miles de israelíes y de palestinos han muerto durante este conflicto. Y seguirá y seguirá. Dentro de diez años, pondrá la tele y volverá a ver a niños palestinos abatidos en los parques y a jóvenes israelíes volando por los aires en un autobús.
– ¿Y cree que puede ponerle fin?
– ¿Yo? No, yo no. Yo no puedo poner fin a nada. Pero usted sí.
– No lo creo. Ya no.
– Vamos, no ha cambiado tanto…
– Mire, no es que de repente me haya olvidado de que la gente está muriendo allí y en otras partes. Sé muy bien, demasiado bien, cómo se mata y asesina en cada rincón de este jodido planeta. Pero resulta que me he dado cuenta de que no hay nada que pueda hacer al respecto. Así pues, es mejor que me mantenga alejada de todo eso.
– La Casa Blanca no está de acuerdo.
– Bueno, la Casa Blanca se puede ir al cuerno, ¿no le parece?
Bonham se echó hacia atrás en su asiento, como si sopesara su presa. Al cabo de un momento dijo:
– Esto es por…, por lo que pasó, ¿no?
Maggie siguió mirando por la ventana, deseando que sus ojos siguieran secos.
– Mire, Maggie, sabemos lo que pasó. Es cierto que lo estropeó todo. Pero eso no es más que un borrón en un expediente excepcional. La Casa Blanca considera que ya ha cumplido usted su penitencia y que no ayuda a nadie con este exilio. Aquí no salva ninguna vida. Es hora de que regrese.
– ¿Me está diciendo que estoy perdonada?
– Le estoy diciendo que ha llegado el momento de cambiar. Pero si lo prefiere, sí: está perdonada.
Por primera vez Maggie lo miró a los ojos. -¿Y si yo todavía no me he perdonado?
– Ah, esa es otra cuestión, ¿verdad? Pero no debería resultarle tan difícil. Al fin y al cabo, borrar los pecados mediante el arrepentimiento es una especialidad de los católicos, ¿no es cierto? La redención y todo lo demás. Bien, esta es su oportunidad.
– No es tan sencillo.
– Es verdad. No podrá devolver las vidas que se perdieron por culpa de lo que ocurrió. Su error. Pero sí puede evitar que se pierdan más vidas. Y eso no es poco, creo yo.
Maggie estuvo a punto de decir que en una ocasión prometió a Edward que no volvería a viajar, pero calló.
– Es su elección, Maggie. Si cree que nada importa aparte de la vida y de la relación que tiene aquí… -Maggie comprendió que había oído la discusión de la cocina-, no me hará caso y me enviará a paseo. Pero si echa de menos el trabajo para el que nació, si le preocupa poner fin a un conflicto que no ha hecho más que sembrar amargura y dolor, si lo que desea es hacer lo correcto, entonces dirá que sí.
– Contésteme a una cosa -dijo Maggie después de una larga pausa-. ¿Por qué ha venido directamente a mi casa? ¿Por qué ha jugado a los espías haciéndose pasar por un cliente? -Intentamos ponemos en contacto con usted por teléfono, pero no nos devolvió ninguna de nuestras llamadas. La verdad, no creí que me abriera la puerta del edificio.
– ¿Dice que me han llamado?
– Llevamos dejándole mensajes desde ayer por la tarde. Esta mañana, temprano, dejamos unos cuantos más. -Pero…
Estaba segura de que había comprobado el buzón de voz y de que no había ninguno.
– Quizá alguien los borró antes de que usted pudiera leerlos. Notó que le faltaba la respiración. «Edward.»
Judd dejó un sobre grueso y pesado encima de la mesa. -Aquí tiene los billetes y la información que necesita. El avión sale hacia Tel Aviv esta tarde. Usted elige, Maggie.
Capitulo 4
Jerusalén, sábado, 23.10 h
Las reuniones nocturnas formaban parte de la tradición de aquella administración. Ben Gurion lo había hecho en los años cincuenta, debatiendo y decidiendo hasta altas horas de la madrugada. También Golda Meir trabajaba siempre hasta bien entrada la noche, en especial cuando los egipcios lanzaron su ofensiva sorpresa el día del Yom Kippur de 1973; la leyenda decía que la mujer no había dormido durante días. De algún modo, aquella sala, con su sillón de respaldo recto reservado para el primer ministro, era ideal para aquel tipo de reuniones. Era pequeña e íntima y tenía dos sofás dispuestos en forma de L donde los consejeros y los ayudantes podían sentarse y charlar durante horas. El escritorio era funcional, diseñado más para trabajar que para presumir. Rabin solía sentarse allí, solo y en plena noche, a escribir con su estilográfica cartas a los padres de los soldados, lo cual, tratándose de Israel, significaba a todos los padres y madres del país.
Rabin había desaparecido hacía tiempo, y con él los ceniceros que acompañaban su manía de fumar un cigarrillo tras otro. Su sucesor de aquellos momentos prefería, cuando estaba nervioso, mordisquear pipas de girasol; una costumbre que lo emparejaba con los conductores de autobús y los dueños de los puestos de los mercados de todo el país. Hizo un gesto al hombre del Shin Bet, la agencia de seguridad interior, para que empezara a hablar.