Los dos hombres que tenía ante ella se acercaron un poco más, de modo que pudo ver lo que no quedaba oculto por los pasamontañas. Los ojos del tipo de su izquierda eran oscuros e inexpresivos, como un estanque helado en invierno; parecía que le aburría la visión de una mujer jadeante rodeada de matones. Maggie miró entonces a su compañero con la esperanza de hallar una chispa de humanidad, pero lo que vio le heló la sangre: los ojos del otro hombre delataban sin duda emoción, y esa emoción era placer.
Fue él quien se le acercó con otro trozo de tela negra entre las manos. Y antes de que le cubriera los ojos con ella y se acercara mucho para atársela en la nuca, algo quedó claro en la mente de Maggie: era el mismo hombre que la había asaltado en el callejón. Entonces, mientras le vendaba los ojos y la sumía en la oscuridad, comprendió que lo mismo podía estar muerta.
Notó que la empujaban por detrás y tropezó, pero alguien la sujetó del brazo para evitar que cayera. Empezó a caminar a trompicones, como si estuviera bebida.
Al cabo de unos minutos -tal vez muchos, tal vez pocos-, andando de aquella manera, detectó un cambio en las condiciones acústicas; ya no percibía el eco de los muros de piedra. La fría humedad del aire disminuyó, así como el olor a moho. ¿Se estaba engañando o creía percibir a través de la venda de los ojos un cambio en la luminosidad?
Se detuvieron y oyó otras voces a cierta distancia. Se imaginó el mundo fuera de los túneles y se preguntó si volvería a verlo alguna vez.
Oyó que sus captores conversaban entre susurros y aguzó el oído por saber en qué lengua hablaban, pero estaban demasiado lejos. Entonces volvieron a empujarla y ella volvió a tropezar en la irregular superficie. Sin embargo, estaba segura de que algo había cambiado: se oían sonidos de la calle, gente, coches, pasos. El tono de la oscuridad que la rodeaba varió, como si hubieran disparado fuegos artificiales en plena noche. Y la prueba concluyente: notó calor en la piel, el calor del sol.
Carecía de sentido, pero aun así se sintió aliviada. No iban a matarla dentro de aquellos túneles, no se pudriría en el fondo de una cisterna rodeada por el eco de los interminables cánticos y rezos de las mujeres.
Sin embargo, solo estuvo fuera unos segundos. La misma mano de hierro que la había sujetado por las muñecas la cogió por la nuca y la empujó hacia abajo, con fuerza, como si pretendiera doblarla por la cintura. Se resistió, mantuvo la espalda firme y se negó a ceder. Percibió la frustración de la mano cuando la empujó con más fuerza. Al final, el hombre de la mano de hierro u otro, una voz masculina, masculló una sola palabra a su espalda.
– Coche.
¡Así que era eso! Pretendían meterla a la fuerza en el asiento trasero de un vehículo. Satisfecha con su pequeña demostración de resistencia, se dejó hacer. No había sido gran cosa, pero creía haber logrado algo. Había obligado a aquellos individuos a que rompieran el silencio que habían mantenido desde que la acorralaron a la salida de los túneles. No querían hablar, pero lo habían hecho. Sí, solo una palabra, pero era un comienzo. De algún modo, había sido como una pequeña negociación. Ellos habían tenido que ceder para conseguir su colaboración. Seguía atada y amordazada, pero, en términos de negociación, llegó a la conclusión de que había ganado el primer round.
Dentro del coche debía de haber al menos cinco personas.
Encajonada en el asiento trasero, Maggie tenía un hombre a cada lado. En las rodillas notaba cierta presión del asiento delantero. Seguían sin decir nada entre ellos, pero en los breves segundos que había tardado en subir al coche había captado un retazo de conversación. Tanto podía ser de la gente de la calle como de los enmascarados que la habían perseguido por los túneles. Fuera como fuese, no tenía duda acerca del idioma. Era árabe.
Fueron en coche durante lo que le parecieron diez minutos, pero podría haber sido la mitad o el doble de ese tiempo. Además de que no podía mirar el reloj, su sentido del tiempo se había alterado.
Le asqueó estar tan cerca de aquellos tipos, incluyendo -estaba segura- a su agresor del callejón del mercado. Encajada en el asiento, sus piernas estaban aprisionadas entre las de ellos, sus rodillas estaban condenadas a rozarse. Quizá contra las de él. Deseó poder apartarlos de un empujón, pero tenía las manos atadas. Se le puso la carne de gallina.
Al fin, notó que el vehículo aminoraba la marcha y pasaba por encima de una banda rugosa, como si entraran en un aparcamiento. Oyó que el conductor bajaba la ventanilla y que, instantes después, volvía a subirla: quizá para mostrar papeles en algún control de identificación. ¿Acaso se había equivocado con el árabe? ¿Se trataba de un equipo israelí que la llevaba a una de sus sedes en Cisjordania? ¿Se disponían a hacerle allí lo que no se habían atrevido a hacer en territorio propiamente israelí?
Los sonidos cambiaron de nuevo. El coche había bajado por una rampa y parecía hallarse en el interior de un edificio. Quizá un aparcamiento subterráneo. Una imagen surgió en su mente y la asustó: vio dos cuerpos tirados en la penumbra de un garaje, apenas visibles bajo el amarillento resplandor de unos fluorescentes. Los dos cuerpos, ambos muertos, eran los de Uri y ella.
El automóvil se detuvo y el motor se apagó. Oyó que abrían las puertas traseras y notó la mano de hierro en su espalda, empujándola y obligándola a salir. No se resistió: deseaba salir de aquel estrecho y sofocante espacio.
Si se trataba de un aparcamiento, no estuvieron allí mucho rato. Imaginó que habían aparcado cerca de una puerta porque la hicieron pasar a empujones y subir unos cuantos peldaños; un hombre la llevaba cogida por el brazo derecho y la guiaba. Unos pasos después, oyó que cerraban una puerta a su espalda.
– Okey.
La sorprendió tanto oír aquella palabra que se olvidó de prestar atención a la voz que había hablado. Era de hombre, pero no sabía más. ¿Qué acento tenía? Lo imaginó israelí y, al repetir la palabra mentalmente, le pareció que podía serlo. Pero luego hizo lo mismo imaginando que fueran palestinos y también encajaba. Podía haber sido cualquiera, de cualquier parte y de cualquier lengua.
Unos segundos más tarde comprendió lo que aquella palabra significaba: era una orden para proseguir. Notó varias manos en el cuerpo. Algunas por las piernas, otras moviéndose, casi como una caricia, por la espalda. Se sentía confundida. Gritó sin querer, pero solo oyó el apagado sonido que salía de la mordaza. Le entraron ganas de vomitar.
Las manos se movían metódicamente, palpándole las piernas y los brazos de arriba abajo, igual que en los controles de seguridad de los aeropuertos. «Claro -se dijo-, están buscando la tablilla.» Notó que le metían las manos en los bolsillos del pantalón y le quitaban el móvil y la pequeña cartera que llevaba. Eso quería decir que verían su documento de identidad. La única ocasión en que había sentido tanto miedo como entonces fue en un control de carretera en el Congo. En aquella época lo que más temía era que descubrieran su identidad. Si hubieran sabido que era una diplomática, se habría convertido en algo demasiado valioso para soltarla. Sin embargo, en esos momentos no tenía motivos para temer algo así: aquella gente sabía perfectamente quién era.
Se produjo una pausa. Imaginó que estarían consultando algo entre ellos, en silencio. Quizá habían llegado a la conclusión de que no llevaba nada encima y tenían que decidir si la soltaban o no. Quizá toda aquella pesadilla estuviera a punto de…
Las manos volvieron, pero esa vez no palparon, sino que fueron directamente a su objetivo. Empezaron con las botas; se las quitaron rápidamente. Enseguida las notó en la hebilla del cinturón; se lo desabrocharon y fueron por el botón y la cremallera del pantalón, que le arrancaron de un tirón. Gritó, pero solo le salió un ahogado y gutural alarido.