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Capitulo 59

Jerusalén, viernes, 10.14 h

Un conductor la llevó en coche hasta el hotel, pero ella no quiso entrar inmediatamente: había visto tan poco la luz del sol, que le apetecía disfrutar un momento de sus rayos. Se quedó en la acera y miró alrededor.

En la entrada había mucho movimiento. Los taxis aguardaban con el motor en marcha mientras los huéspedes entraban y salían cargados con maletas. Sobre todo salían. Maggie supuso que eran turistas que abandonaban Jerusalén después de los conflictos de los últimos días. «Si supieran…», se dijo.

Oyó bramar unos megáfonos. Al volverse, vio una furgoneta blanca, cubierta de pegatinas de color naranja y carteles, que avanzaba lentamente por la calle Rey David. En su interior alguien gritaba consignas denunciando la inminente entrega del patrimonio israelí por parte de Yaakov Yariv. Poco después, siguió a la furgoneta un coche de cuyos altavoces salía una música europop. A juzgar por su aspecto, pertenecía al bando pacifista y seguramente criticaba a Yariv por haberse retirado de la mesa de negociaciones.

Miró más allá de los semáforos, colina arriba. El consulado estaba allí, donde había empezado todo, pensó. Recordó que cuando llegó del aeropuerto se sentó en el jardín, y que los monjes del lugar le habían llamado la atención. De eso hacía solo cinco días, pero tenía la impresión de que habían sido cinco años. Ella y Jim Davis habían hablado de «cerrar el trato». Sonrió con amargura.

Echó a caminar hacia la izquierda, en dirección contraria al hotel. Le dolía todo el cuerpo, en especial, los brazos y el cuello. Imaginó los moretones que debían de haberle salido hasta en los lugares que no quedaban a la vista de cualquiera. Lo que más le apetecía era sumergirse en un baño caliente y en un profundo sueño. Pero todavía no estaba preparada para eso: su mente no estaba dispuesta a dejarla descansar.

Llegó a un parque prácticamente desierto y muy descuidado. El césped estaba seco y pelado en los bordes; las columnas que soportaban el cenador que había en medio estaban despintadas y oxidadas. Maggie se fijó en que los adoquines del suelo y los bancos estaban hechos de la misma piedra dorada que el resto de la ciudad. Era bonita, pero estaba segura de que la gente que vivía allí estaba cansada de verla. Era como vivir en una ciudad donde hubiera una fábrica de chocolate: a los turistas les encantaría el olor, pero los que vivían allí estarían hartos de él.

Se sentó en un banco y su mirada se perdió en la distancia.

Cuando Miller le había dicho que podía marcharse, que había llegado a la conclusión de que ella ya no podía revelarles nada más, había experimentado alivio, pero no placer. No era solo el dolor que seguía latiéndole en los músculos y las articulaciones ni la humillación de haber sido expuesta a los ojos de todos, incluso sus partes más íntimas, como una especie de animal para la disección. Ni siquiera que Miller le hubiera revelado la verdadera naturaleza de su misión en Jerusalén. No, lo que Maggie sentía era algo que creía que escaparía a la percepción de la mayoría de la gente. Tal vez solo otro mediador fuera capaz de comprenderlo: era la corrosiva ansiedad que se apoderaba de uno cuando el otro bando cedía con demasiada facilidad.

Miller se había retirado demasiado pronto, y Maggie no sabía por qué.

Repasó las palabras de Miller una y otra vez, incluida la afirmación final que había hecho antes de salir de la sala del interrogatorio. La había avisado de que, si intentaba divulgar lo ocurrido, él personalmente se encargaría de que el Washington Post fuera informado de que, a resultas de una segunda aventura sexual durante una misión, la señorita Costello había sufrido un colapso nervioso en Jerusalén que la había trastornado psicológicamente. Tras un primer tropiezo de idéntica naturaleza que la había apartado de la profesión diplomática, las autoridades le habían brindado una segunda oportunidad, pero ella no parecía capaz de evitar las relaciones sexuales con aquellos con los que debía negociar. Eso era lo que dirían fuentes anónimas de la administración. y si intentaba plantar cara, ellos disponían de las cintas y las grabaciones donde aparecía con Uri, a altas horas de la noche, bebiendo, besándose…

Se estremeció y se contempló los pies, calzados con unas botas que apenas reconocía. Durante todo el tiempo que se había dedicado a aquella profesión había hecho lo imposible por impedir que interfiriera su condición de mujer. Ciertamente, sabía que era un factor que influía en las negociaciones, a veces en contra y a veces a favor, pero se trataba de un elemento más, como sus raíces irlandesas o su relativa juventud. Ella era algo más que eso, pero Miller había logrado que sintiera otra cosa, y eso le había repugnado. No la veía como una negociadora experta, una hábil conocedora de la dinámica humana y una buena analista de las relaciones internacionales, sino como una puta. A eso se reducía todo. Para él, el tropiezo de África era el punto más importante de su currículo; eso, sus tetas y su culo. No estaba allí por sus conocimientos ni por su intelecto, tampoco por los años que llevaba sentándose a las mesas de paz, sino para que se la follaran. De repente, el manoseo del mercado le pareció lo menos importante de todo aquello. Comprendió que en realidad la habían estado violando desde el momento en que había aceptado el billete y tomado un taxi camino del aeropuerto Dulles.

Después de su sermón de advertencia, Miller la había sorprendido. Su expresión, sus presuntuosos ademanes con la mandíbula dieron paso a otra cosa que Maggie no había visto anteriormente: ladeó la cabeza, y le pareció que sus ojos radiaban calidez y compasión. La miró un rato de esa manera y luego dijo: «A veces tenemos que hacer cosas horribles, horribles de verdad. Pero las hacemos por una buena causa».

Lo que más le molestaba en esos momentos, sentada en aquel parque desolado, era que casi había estado de acuerdo con él. No se consideraba una de esas ingenuas pacifistas que pensaban que todo poder era inherentemente perverso y que en este mundo bastaba con ser amables los unos con los otros para que todo fuera sobre ruedas. Al contrario, sabía cómo funcionaban las cosas y, más concretamente, entendía lo crucial que era mantener aquella tablilla lejos del alcance de las partes enfrentadas. Miller tenía razón al hacer todo lo posible para encontrarla antes que ellas. El presidente deseaba un segundo mandato, y eso quería decir que necesitaba aquel acuerdo de paz entre palestinos e israelíes. ¿A quién le importaba que sus motivos fueran poco limpios? Al menos así aquellos pueblos, que llevaban unidos en un abrazo de muerte tanto tiempo que ya no sabían vivir el uno sin el otro, alcanzarían la paz que tanto necesitaban.

Ella habría firmado gustosamente aquello. Llevaba el tiempo suficiente en la profesión para saber que los acuerdos de paz no se rubricaban por un súbito arranque de generosidad ni porque un clérigo cualquiera lograra convencer a los líderes para que hicieran lo correcto, y aún menos porque una apasionada joven morena de Dublín les dijera que debían dejar de matarse. Si firmaban era porque sus intereses -o mejor dicho, los intereses de las grandes potencias- cambiaban. De repente, los peces gordos dejaban de sacar provecho de una guerra y esta concluía.

Por tanto, era muy consciente de cuál era la situación. Si Miller o Bonham -y le dolía pensar que los demás también debían de estar involucrados- hubieran jugado limpio desde el principio, si le hubieran expuesto el problema y la razón por la que necesitaban su ayuda, ella habría estado de acuerdo. Habría encontrado su propia manera de hacerlo. Pero no, no habían confiado en ella lo bastante para contarle lo que sabían. La habían tratado simplemente como una herramienta que había que utilizar, una pieza del tablero cuya única misión consistía en dejarse follar.

Empezaba a hacer frío, o al menos ella se estaba enfriando.