Oyó una voz con acento estadounidense, la que le parecía haber oído en el coche.
– Bien, empecemos a trabajar.
Lo siguiente que notó fue que le retiraban el vendaje de la pierna. Quizá se hallara en un hospital y estuvieran a punto de curarlo. Quizá esos individuos no fueran verdugos sino médicos.
Se disponía a hablar, a pedirles ayuda, cuando notó que unos dedos le recorrían la parte exterior de le herida. Contuvo la respiración ante los pinchazos. y entonces, momentos después, sintió un dolor que lo hizo aullar como nunca antes había aullado.
– Es curioso lo que puede hacer un simple dedo, ¿verdad?
– El dolor cesó durante unos segundos-. No es más que eso, un simple dedo. Lo único que tengo que hacer es meterlo ahí, en el agujero que tiene en la pierna y…
Uri soltó un brutal alarido. Se había prometido soportar el tormento, no permitir que lo vieran sufrir, pero era incapaz de contener el dolor. Tenía la herida abierta y en carne viva, con todas las terminaciones nerviosas al aire.
– ¡Apartaos, cabrones! ¡Apartaos de mí!
En ese momento, el rojo que había visto se convirtió en blanco. El dolor dio un salto en intensidad y desapareció, como si se hubiera salido de la escala. Aquella nada solo duró unos segundos, hasta que oyó una voz que parecía hablar desde muy lejos.
– La verdad, si sigo apretando, creo que llegaré a tocar el hueso.
– ¿Qué queréis? No sé nada.
De nuevo el blanco, la nada, durante unos segundos. Cuando pasó, Uri comprendió lo que ocurría: el dolor era tan fulminante que caía inconsciente.
Cuando el dedo volvió a introducirse en su herida, rezó para que se desmayara. Esperó, sumido en el atroz dolor, a que llegara el alivio de la nada, pero se oyó gritar de nuevo cuando dos dedos se abrieron paso, ensanchando la abertura, hurgando con ansia,
– Dinos lo que sabes.
– Ya sabéis todo lo que sé.
Entonces oyó el alarido como si fuera el de otra persona.
Y de repente una voz le habló desde algún rincón de su cerebro: «Ahora -le dijo-, esta es tu oportunidad. Oblígate a hacerlo. Despréndete del dolor. Mantente en el interior de tu cabeza.»
Intentó recordar sus pensamientos antes de que llegaran aquellos individuos: había estado pensando en el ingenioso nombre en clave ideado por su padre. Ehud Ramon. «Aférrate a él -se dijo-, aférrate a él.» Y repitió una y otra vez ese nombre en su cabeza mientras dejaba que su cuerpo se estremeciera con el sufrimiento. «Ehud Ramon. Ehud Ramon. Ehud Ramon. Ehud Ramon…»
Entonces surgió un recuerdo que había permanecido enterrado durante décadas, el recuerdo de un cuento a la hora de dormir que le encantaba cuando era un crío; el cuento que le pedía a su padre que le leyera un día y otro acerca de un niño muy travieso. Durante un breve segundo que interrumpió los colores rojos y blancos de su dolor, Uri volvió a ver la ilustración de la cubierta y el título: Mi hermano Ehud. ¿No era eso lo que su padre había dicho en la grabación de vídeo? «Lo he dejado en lugar seguro, un lugar que solo tú y mi hermano conocéis.»
«¡Claro!», se dijo Uri obligándose a seguir con aquella línea de pensamiento y no caer en el infierno que vivía más abajo. Su padre no se había referido a un hermano real, sino al hermano ficticio del cuento que sabía que su hijo recordaría. Y ese nombre estaba ahí para conducirlo a otra creación ficticia: al mítico Ehud Ramon.
Los hurgamientos aumentaron. Estaban utilizando algún tipo de instrumento. Las preguntas siguieron llegándole como un torrente: «¿Dónde está la tablilla? ¿Dónde?». Pero Uri se mantuvo en el interior de su mente. «¡Qué floritura retórica tan típica de un Guttman!», pensó. El profesor acababa de ver las antiguas palabras, esculpidas a mano, de Abraham hablando de sus dos hijos: Isaac, el padre de los judíos, e Ismael, el padre de los musulmanes. Dos hermanos, uno judío, el otro árabe. «Mi hermano…», había dicho Guttman. De haber podido, Uri habría sonreído. Su padre, el ardiente nacionalista, estaba utilizando el cliché más tópico y cursi de los pacifistas de la izquierda que decía que árabes y judíos eran hermanos.
Y en ese momento, con el cuerpo destrozado y los sentidos abrumados por la más insoportable de las torturas, sintió una punzada de admiración por su viejo. Sin duda era un brillante ejercicio de criptografía. ¿Acaso había criptógrafo en el mundo capaz de comprender que cuando un fanático halcón sionista hablaba de su «hermano» se estaba refiriendo ni más ni menos que a un ferviente nacionalista palestino llamado Ahmed Nur?
Capitulo 61
Jerusalén, viernes, 11.50 h
Maggie contempló el mensaje mientras su expresión se convertía lentamente en una sonrisa. Solo conocía a un Vladimir, y ese era Vladimir Jabotinski, mentor y seudónimo de Shimon Guttman. Vladimir junior solo podía ser una persona. Mientras el alivio se apoderaba de ella como un súbito agotamiento, comprendió lo que Uri pretendía decirle: que estaba vivo. De alguna manera había conseguido salir con vida del tiroteo de la carretera y superar las atrocidades que los matones de Miller le hubieran infligido. Y en esos momentos se encontraba en «un viejo momento». No pudo evitar sonreír al leerlo. Él sabía que ella lo recordaría porque habían hablado de ello: «Reúnete conmigo en el café que solía ser el Momento».
Lo vio inmediatamente, nada más abrir la puerta, en el mismo asiento donde lo había encontrado dos días antes. La diferencia era que en ese momento la miraba abiertamente.
– No sé si lo sabes, pero para mis segundas citas me gusta cambiar de lugar -dijo Maggie.
Uri intentó sonreír, pero solo le salió una mueca. Ella se sentó junto a él y le plantó un gran beso en los labios. Sin duda había experimentado un gran alivio al recibir su nota, pero no era nada comparado con lo que sentía en esos momentos. Se acercó para abrazarlo, pero él se apartó con un gemido de dolor.
Se señaló la pierna y le explicó que bajo los vaqueros llevaba un fuerte vendaje sobre una herida de bala. Mientras le relataba el tiroteo y el interrogatorio, en su rostro se reflejaban sus padecimientos. Le contó que sus torturadores, en mitad de la faena, habían recibido una llamada telefónica que les hizo dejar lo que estaban haciendo. Luego lo vistieron con ropa limpia, lo llevaron en coche al centro de la ciudad y lo dejaron a diez minutos de allí. Lo soltaron con un aviso: «Ya has visto lo que les pasó a tus padres. Si no mantienes la boca cerrada te ocurrirá lo mismo». No le quitaron la venda de los ojos en ningún momento.
– Uri, ¿te dijeron quiénes eran?
– No hacía ninguna falta.
– ¿Lo dedujiste?
– Lo supe antes incluso de que hablaran en inglés. Entre ellos hablaban en árabe, a su líder lo llamaban Daud y todo ese rollo; su acento no era malo pero se parecía al mío. -Intentó sonreír-. Su árabe era el de un oficial de inteligencia, ya sabes, árabe que aprendes en clase. El mío suena igual. Al principio me pregunté si serían israelíes, de modo que les hablé en hebreo. -Meneó la cabeza-. No tenían ni idea, de modo que llegué a la conclusión lógica. Luego, mientras me torturaban, ni se molestaron en disimular. Eso fue lo que más me asustó.
Maggie arqueó las cejas en una pregunta silenciosa.
– Si no les preocupa que sepas quiénes son, solo significa una cosa: te matarán y así su secreto quedará a salvo.
Cuando Maggie le contó lo que le había pasado a ella lo hizo procurando no entrar en los detalles físicos. Los ojos de Uri se clavaron en los de ella con una gravedad que no había visto hasta ese momento. En su rostro se reflejaba indignación y determinación, pero sobre todo tristeza. Al fin, preguntó:
– ¿Estás bien?
Maggie intentó hablar, decirle que estaba bien, pero las palabras se le atascaron en la garganta. De repente los ojos le escocían. Hasta ese momento no había llorado, hasta que Uri le hizo esa pregunta. Él le cogió la mano, como si de ese modo compensara las palabras que ella prefería callar. No se la soltó.