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– Señor primer ministro, el muerto era Shimon Guttman.

Todos sabemos de quién se trataba, el famoso escritor y activista de setenta y un años. Los primeros informes que indicaban que iba armado se han desestimado. Nuestros investigadores no encontraron nada que demostrara que llevaba un arma. El examen del cuerpo reveló que murió por una bala que le atravesó el cerebro.

El primer ministro hizo una mueca y partió una pipa con los dientes.

– Como usted sabe -prosiguió el funcionario-, fue hallado sujetando una nota manuscrita dirigida a usted. Los de Inteligencia dicen que tardarán unos días en descifrarla porque las palabras están manchadas de sangre…

El primer ministro lo mandó callar con un gesto. El responsable del Shin Bet dejó a un lado la hoja que había estado consultando. El viceprimer ministro se miraba la punta de los zapatos mientras los ministros de Defensa y Exteriores contemplaban a su superior intentando prever su reacción. Ninguno de ellos quería ser el primero en hablar.

Amir Tal, asesor especial del primer ministro y el más joven de los presentes, decidió romper el silencio.

– Como no podía ser de otro modo, esto va a tener repercusiones políticas inmediatas. Para empezar, nos acribillarán…

El primer ministro alzó una ceja.

– Perdón, quería decir que nos lloverán las críticas por haber cometido un grave error y haber matado a un inocente. De todas maneras, eso es algo que siempre nos reprochan. En segundo lugar, si estábamos a punto de firmar un tratado de paz, nos lo pondrán mucho más difícil. Los partidos de la derecha no estaban de acuerdo, pero ahora además ya pueden decir que tienen su primer mártir. Insistirán en que no ha sido ninguna desafortunada coincidencia. Guttman era uno de nuestros más feroces críticos. Y no solo de nosotros: dijo lo mismo cuando lo de Oslo y volvió a repetirlo en Camp David: «Cualquiera que hable de paz con los árabes es un criminal al que deberían procesar por traición». Hace una hora, Arutz Sheva ha salido en antena diciendo: «Ahora ya sabemos cuáles son los planes del gobierno: quieren silenciar a la oposición a tiros».

– ¿Y no podría ser que tuvieran razón? -Era el ministro de Exteriores que se dirigía a Tal, evitando la mirada de su jefe. -¿Perdón?

– No digo que lo matáramos deliberadamente, pero no fue una coincidencia. ¿No podría haber sido un acto deliberado de la otra parte, precisamente lo contrario de lo que afirma Sheva? -¿Qué quieres decir?

– Me pregunto si no ha habido un montaje. Guttman sabía cómo funcionan estas cosas. Uno no se acerca corriendo a un primer ministro gritando y metiéndose la mano bajo la chaqueta. Guttman era un tipo listo. Tendría que haberlo sabido.

– ¿Estás diciendo que…?

– Sí. Me estoy preguntando si no es posible que Guttman quisiera que le pegaran un tiro. Si no nos estaba engañando deliberadamente, retándonos a que matáramos a un destacado opositor del gobierno.

– Eso es una locura.

– ¿Lo es? Se trata de un tipo que ha dedicado su vida a los grandes gestos, las grandes protestas. Y ahora, por fin, llega el gran momento: vamos a firmar la paz con los árabes y vamos a entregarles la santa Judea y la sagrada Samaria. Para evitar semejante catástrofe, un fanático como Guttman tendría que hacer el mayor gesto posible, uno que galvanizara a todos los partidos de la derecha.

– ¿Crees que sería capaz de sacrificar su propia vida?

– Lo sería. -Eran las primeras palabras que el primer ministro pronunciaba desde que había dado comienzo la reunión.

Hasta entonces se había limitado a asistir al debate. Ese era su estilo. Primero, escuchar las distintas opiniones de los miembros de su gabinete; luego, bombardearlos con preguntas. «¿Cómo responderán?» «¿Cuáles son nuestras alternativas?» Los allí presentes se habían preparado para el interrogatorio. Sin embargo el primer ministro había permanecido en silencio masticando pipas saladas de girasol. Hasta que dijo esas dos palabras: «Lo sería».

Tras una larga pausa, como si acabara de desarrollar el pensamiento que se había formado en su mente, añadió: -Conocía a ese hombre, del derecho y del revés.

El jefe del Estado Mayor, vestido con un impecable pantalón de color aceituna y una camisa de color caqui con la gorra doblada y sujeta bajo una charretera -el uniforme del soldado cuyo campo de batalla era la política-, rompió el silencio que siguió con lo que creyó que era la pregunta pertinente. Preguntó lo que todos en aquella habitación, incluidos los que habían escuchado en televisión el testimonio de los testigos presenciales, querían saber desde el principio:

– ¿Por qué lo llamó Kobi?

– ¡Ah! -repuso el primer ministro.

– Yo pensaba que Guttman lo odiaba con toda su alma. Sin embargo, se dirigió a usted como si fueran viejos amigos.

– Rav Aluf, si alguien debería conocer la respuesta a esa pregunta es usted. -El primer ministro se recostó en su asiento. Normalmente prefería fijar la vista en un punto en el espacio en lugar de mirar a sus colegas. Kobi era el hombre que yo fui hace mucho, mucho tiempo. -El ministro de Defensa se movió en su asiento y lanzó una mirada al general-. Así me llamaban mis compañeros del ejército. Formábamos una buena unidad, una de las mejores. En el sesenta y siete tomamos una colina, solo nosotros: una treintena de hombres. ¿Y saben quién fue el más valiente, mucho más que yo a pesar de lo que Amir, aquí presenté, declara a los periódicos? Un joven profesor de la Universidad Hebrea llamado Shimon Guttman.

Capitulo 5

Jerusalén, lunes, 9.28 h

Por primera vez desde que llegó, los que le registraban el equipaje eran árabes. Todas las personas con las que se había cruzado desde que su vuelo transoceánico había aterrizado, eran judíos israelíes. Pero en ese momento, ante la entrada del consulado de Estados Unidos, situado en la calle Agron, estaba aguardando a que un palestino le permitiera pasar. Eso sí, un palestino que lucía en su uniforme las insignias de Estados Unidos. En circunstancias normales, a una funcionaria del gobierno estadounidense -y eso era Maggie nuevamente- la habrían dejado pasar sin más trámites; pero el conductor le había explicado que estaban viviendo momentos especialmente tensos, de modo que tardaría un poco más. Uno de los guardias insistió en que Maggie le entregara el móvil hasta que apareció un superior que le ordenó que la dejara pasar.

La hicieron entrar en un pequeño vestíbulo de seguridad atendido por un marine situado detrás de un vidrio blindado que controlaba una serie de monitores de televisión. Mientras observaba las pantallas, Maggie repasó por enésima vez su escena con Judd Bonham. El tipo la había manipulado como un maestro y había seguido los mismos pasos que ella habría dado en su lugar. Apeló a su conciencia y halagó su ego, como ella había hecho cientos de veces con delegados, embajadores y asesores presidenciales. La puso a su mismo nivel, al revelarle lo que sabía, y le ofreció una zanahoria y, tal como dictaban los manuales, esta última había sido elegida para tocar la fibra sensible del bando que se resistía: en su caso, su deseo de borrar el pasado y hacer tabla rasa. Siempre intentaban descubrir el punto débil del adversario, pero la mortificaba que el suyo hubiera sido tan evidente.

Bonham sabía que sería coser y cantar. Primero un poco de presión para intimidar; luego una demostración de amabilidad y empatía. El modelo clásico. El policía que interroga, primero te tira de la silla y después te da una palmadita y te ofrece un cigarrillo. El poli bueno y el poli malo interpretados por la misma persona. Ella misma lo había hecho un montón de veces.

Su mirada se posó en el marine. Le costaba creer que hubiera vuelto a todo aquello. Instintivamente, examinó la escena. Era lógico que los niveles de seguridad realmente importantes se confiaran solo a personal estadounidense. La contratación de gente local era una cuestión política: la presencia de personal palestino subrayaba el hecho de que el consulado de Estados Unidos en Jerusalén constituía la delegación estadounidense ante los palestinos; una operación totalmente distinta de la de la embajada en Tel Aviv, que representaba a Estados Unidos ante los israelíes.