– Maggie, creo que vas a tener que desvelar la verdad, el texto completo del testamento. La situación no puede esperar.
Maggie volvió a contemplar el televisor, donde en esos momentos aparecía el primer ministro británico, ante el número 10 de Downing Street, declarando: «La historia contiene ahora el aliento».
Maggie suspiró.
– Lo sé, Uri. Solo tengo que decidir quién debe anunciarlo.
Cuando miró hacia atrás, como haría en tantas ocasiones en los años venideros, llegó a la conclusión de que el desliz más valioso de Bruce Miller fue una sola frase: «Tienen abierto un canal secundario, así que siguen negociando, créame», Eso era lo que había dicho. Otros lo habrían pasado por alto, pero no Maggie ni ningún mediador profesional. Los canales secundarios eran demasiado intrigantes para que uno se olvidara de ellos. A pesar de haberse visto sometida a la violencia del registro corporal y a las palizas de los hombres de Miller, aquel comentario se había quedado grabado en su cerebro.
Quizá no debería haberle sorprendido. Era una práctica común, incluso entre los más enconados enemigos, mantener una línea de comunicación abierta ya fuera a través de algún magnate de confianza, de un amigo personal o de un gobierno extranjero. En cualquier caso, no había duda de que palestinos e israelíes debían de contar con una vía secreta para seguir hablando.
Le dio vueltas en la cabeza una y otra vez, mientras se tumbaba en la cama y se permitía unos minutos de duermevela. Soñó que deambulaba por las calles de Jerusalén, no con su propio cuerpo, sino como la pechugona figura creada por su hermana en Second Life. Soñó que flotaba por encima de la Cúpula de la Roca y sobrevolaba el Muro de las Lamentaciones. Abajo, hombres barbudos con traje negro y el chal para la plegaria alzaban la vista y la miraban boquiabiertos…
Se despertó de repente, con la frente bañada en sudor. ¿Podía ser? ¿Era posible? Cogió el ordenador y entró directamente en Second Life y se registró de nuevo como el álter ego de Shimon Guttman, como Saeb Nastayib. Se teletransportó al instante al seminario de la Universidad de Harvard.
«Por favor, sigue ahí.»
En efecto, allí estaban los avatares que había visto en su primera visita: Yaakov Yariv y Jalil al-Shafi. Se acercó, apretó el botón CHAT y tecleó un mensaje sencillo: «Tengo la información que el mundo está esperando».
Por razones que entendería más adelante, la respuesta no fue instantánea. Tanto la oficina de Yariv como la de al-Shafi mantenían a sus respectivos avatares del seminario de Second Life en estado durmiente para que al menos contaran con una presencia. De ese modo podían mantener el canal abierto y asegurarse de que la otra parte estaba disponible las veinticuatro horas del día. Amir Tal, el ayudante personal del primer ministro, comprobaba cada hora si había actividad, y lo mismo hacía su equivalente en el bando palestino. Incluso por las noches. La idea había partido de al-Shafi: durante su estancia en la cárcel había leído sobre las simulaciones en intemet de conversaciones de paz en Oriente Próximo y poco después de salir de la cárcel se había registrado en una, adoptando el papel de Jalil al-Shafi. Entonces se dio cuenta de que lo único que necesitaba para tener abierto un canal de comunicación era que se uniera cualquier alto funcionario israelí. Ya no harían falta vuelos noctunos a Oslo ni fines de semana clandestinos en una cabaña perdida en los bosques de Escandinavia. A partir de ese momento, el diálogo podría hacerse a la luz del día y ser desmentido en cualquier momento: si alguien preguntaba qué estaba pasando, «Yaakov Yariv» y «Jalil al-Shafi» solo tenían que contestar que eran estudiantes estadounidenses jugando a una simulación.
La primera respuesta llegó de al-Shafi. Maggie le pidió que la telefoneara para que pudiera verificar que se trataba realmente de él y no tardó en escuchar su familiar voz en el móvil. Convino en reunirse con su más próximo colaborador al cabo de una hora.
A continuación concertó una cita equivalente con Amir Tal. Se encontraron en la lujosa mansión que cierto hombre de negocios estadounidense tenía en Jerusalén Occidental. Maggie no estaba para cortesías diplomáticas, de modo que fue directamente al grano:
– Como saben, tengo la tablilla en mi poder. Esta tarde he estado a punto de revelar el contenido del texto por televisión porque temía que, si no lo hacía y algo me pasaba, el testamento de Abraham se perdería para siempre. Por suerte, ahora está a salvo.
Les explicó que todavía no estaba dispuesta a mostrar la tablilla y que eso tendría que esperar a que se reuniesen los máximos dirigentes, pero sacó las traducciones de Guttman, leyó en voz alta la inglesa y les entregó las versiones en árabe y en hebreo para que pudieran leerlas. Ambos palidecieron a la vez.
– Como es natural, podrán verificar la autenticidad de estos textos y de la tablilla tan pronto como pasemos a la siguiente fase -dijo tranquilamente, deseosa de concederles el tiempo que necesitaran para asimilar lo que acababan de leer.
– ¿y cuál será la siguiente fase, señorita Costello? -preguntó el palestino.
Maggie le contestó que correspondía a los dos líderes dar a conocer al mundo la decisión de Abraham. No estaría bien que el comunicado saliera de ella, una extranjera. Lo que debían hacer era convocar una conferencia de prensa para el día siguiente, una vez finalizado el sabbat. Uri Guttman y Mustafa Nur aparecerían con ellos, en representación de sus difuntos padres, mientras los dos líderes realizaban el anuncio.
Maggie siguió la conferencia de prensa por la televisión. Habría sido divertido asistir en persona, pero no quería provocar un tumulto mediático como el que se había montado ante la comisaría. Además, el segundo plano era el terreno que le correspondía. Para que aquello funcionara, las palabras debían salir de boca de Yaakov Yariv y Jalil al-Shafi, de nadie más.
Se preguntó cómo lo harían. ¿Empezaría primero Yariv en hebreo y seguiría a continuación al-Shafi en árabe? ¿o sería al revés? Al final, hicieron otra cosa, algo mucho mejor.
Al-Shafi habló el primero, y lo hizo en inglés. Dijo que iba a leer el texto grabado en la tablilla dictada por Abraham. Leyó:
«Yo, Abraham, hijo de Terach, ante los jueces doy testimonio de lo siguiente. La tierra adonde llevé a mi hijo para sacrificarlo al Altísimo, el monte Moria, esa tierra se ha convertido en fuente de discordia entre mis dos hijos…»
Se detuvo, y Yariv siguió, también en inglés:
«… de cuyos nombres dejo constancia: Isaac e Ismael. Así pues, ante los jueces declaro que el monte sea legado como sigue…» Entonces, los dos, como buenos veteranos, hicieron una pausa antes de seguir leyendo al unísono, perfectamente sincronizados:
«Será compartido por mis dos hijos y sus descendientes de la manera que ellos elijan, pero quedando claro siempre que no pertenece a ninguno de los dos, sino a los dos conjuntamente desde ahora y para siempre. Deben convertirse en sus custodios y guardianes y protegerlo en nombre del Todopoderoso, el único Dios que es soberano de todas las cosas y todos los hombres. Firmado con el sello de Abraham, hijo de Terach, en presencia de sus hijos, en Hebrón, en este día.»
Epílogo
Jerusalén, dos días después
Tenía todos los papeles en el regazo, dentro de un elegante maletín negro. En una negociación, menos era siempre más, o eso creía ella. En realidad, una libreta de notas debería haber bastado. Los fajos de documentos solo se necesitaban en las fases finales de las negociaciones; normalmente se trataba de mapas. y no habían llegado a esa fase. Todavía no.
Contempló la estancia, la larga mesa de madera oscura que se extendía ante ella, de una gastada elegancia acorde con el edificio. Le recordó el estilo del hotel Colony, un recuerdo del gran pasado imperial y de las vanas ilusiones de un siglo antes. Miró la hora. Había llegado con veinte minutos de antelación. Cinco minutos más y empezarían.