No, en absoluto me proponía rehabilitar a ese Nicolás II. Confiaba en mi libro de historia y en nuestro profesor. Pero ¿y aquel día lejano, aquel viento, aquel ambiente soleado? Me perdía en esas reflexiones deshilvanadas, mitad pensamientos, mitad imágenes. Mientras intentaba zafarme de mis compañeros guasones, que me agarraban y me ensordecían con sus burlas, sentí de pronto unos celos terribles contra ellos: «Qué cómodo es no tener dentro de la cabeza ese día ventoso, ese pasado tan denso y aparentemente tan inútil. Sí, mirar la vida de una sola manera. No ver como yo veo…».
Este último pensamiento se me antojó tan insólito que dejé de defenderme de los ataques de mis escarnecedores y me volví hacia la ventana, ante la que se extendía la ciudad cubierta de nieve. ¡O sea que yo veía de manera diferente! ¿Era eso una ventaja? ¿O un inconveniente, una tara? No tenía ni idea. Creí poder atribuir esa doble visión a mis dos lenguas: en efecto, cuando pronunciaba en ruso «HAPb», se erguía ante mí un tirano cruel; en tanto que la palabra tsar en francés se llenaba de luces, ruidos, viento, resplandor de arañas, reflejos de hombros femeninos desnudos, mezclas de perfumes… el aire inimitable de nuestra Atlántida. Comprendí que tendría que ocultar esa segunda visión de las cosas, pues no haría sino suscitar burlas en los demás.
Ese significado secreto de las palabras se reveló de nuevo, más adelante, en una situación tan tragicómica como la de la clase de historia.
Me hallaba en una interminable cola de espera que serpenteaba por las inmediaciones de una tienda de comestibles y, traspasando el umbral, se enroscaba por el interior. Se trataba sin duda de algún producto infrecuente en invierno, naranjas o sencillamente manzanas, no lo recuerdo. Ya había rebasado el límite psicológico más importante de esa espera: la puerta de la tienda, ante la cual decenas de personas chapoteaban aún en la nieve fangosa. En ese momento vino a reunirse conmigo mi hermana: entre ambos teníamos derecho a recibir doble cantidad de la mercancía racionada.
No entendimos lo que provocó de súbito la ira de la multitud. Los que teníamos detrás debieron de figurarse que mi hermana pretendía colarse. ¡Crimen imperdonable! Estallaron gritos de rabia, la larga serpiente se contrajo, nos rodearon rostros amenazadores. Intentábamos ambos explicar que éramos hermanos. Pero la multitud jamás reconoce su error. Los que todavía no habían traspasado el umbral, los más amargados, lanzaron gritos de indignación, sin acabar de saber contra quién. Y como todo movimiento de masas exagera absurdamente el alcance de su esfuerzo, pasaron a expulsarme a mí mismo. La serpiente se estremeció y los hombros se enderezaron. De una sacudida, me encontré fuera de la cola, junto a mi hermana, frente a aquella apretada sarta de rostros iracundos. Intenté recuperar mi sitio, pero sus codos formaron una hilera de escudos. Asustado, con los labios temblorosos, miré a mi hermana y sus ojos se cruzaron con los míos. De manera inconsciente, adiviné que ambos éramos especialmente vulnerables. Ella, dos años mayor que yo, iba a cumplir los quince, y por ende no podía utilizar todavía ninguna de las bazas de una mujer joven, al tiempo que había perdido las ventajas de la infancia que habrían podido enternecer a aquella multitud blindada. Lo mismo sucedía conmigo: a mis doce años y medio, no podía imponerme como esos jóvenes de catorce o de quince que esgrimen su agresiva irresponsabilidad de adolescentes.
Nos deslizamos a lo largo de la cola esperando que nos admitiera alguien, al menos unos metros más lejos del sitio perdido. Pero los cuerpos se apretaban a nuestro paso, y al poco nos encontramos fuera, en la nieve fundida. Pese a que una dependienta gritó: «¡Eh, los que están en la calle que no esperen, que no quedará para todos!», la gente seguía afluyendo.
Nos quedamos al final de la cola, hipnotizados por el poder anónimo de la multitud. Me asustaba alzar los ojos o moverme, y me temblaban las manos hundidas en los bolsillos. De pronto, como llegada de otro planeta, oí la voz de mi hermana -unas palabras teñidas de sonriente melancolía-:
– ¿Te acuerdas?: Bartavelles et ortolans truffés rótis, ortegas y hortelanos trufados y asados…
Se rio bajito.
Y yo, al mirar su pálido rostro, en cuyos ojos se reflejaba el cielo invernal, sentí que mis pulmones se llenaban de un aire totalmente nuevo -el de Cherburgo-, un aire poblado de un olor a bruma salada, de cantos húmedos en la playa y de gritos de gaviotas sobrevolando el infinito océano. Por un instante me quedé ciego. La cola avanzaba, empujándome lentamente hacia la puerta. Yo me dejaba llevar, sin abandonar ese instante de luz que se dilataba en mi interior.
Ortegas y hortelanos… Sonreí y lancé a mi hermana un discreto guiño. No, no nos sentíamos superiores a la gente que se apretujaba en la cola. Éramos como ellos, quizá vivíamos incluso más modestamente que muchos de ellos. Pertenecíamos todos a la misma clase: la de la gente que chapoteaba en la nieve pisoteada, en medio de una gran ciudad industrial, a la puerta de una tienda, esperando llenar sus bolsas con dos kilos de naranjas.
Y sin embargo, al oír las palabras mágicas, aprendidas en el banquete de Cherburgo, me sentí distinto a ellos. No por mi erudición (por entonces no tenía ni idea de qué aspecto tenían los famosos ortegas y hortelanos). Sencillamente, el instante que estaba viviendo -con sus luces brumosas y sus efluvios marinos- había relativizado cuanto nos rodeaba: esa ciudad y su aspecto tan estalinista, esa nerviosa espera y la obtusa violencia de la multitud. Toda esa gente que me había expulsado de la cola ya no me inspiraba ira, sino una extraña compasión: ellos no podían penetrar, entornando levemente los párpados, en ese día lleno de frescos aromas a algas, de gritos de gaviotas, de sol velado… Me entraron unas ganas tremendas de contárselo a todo el mundo. Pero «¿cómo hacerlo? Para ello necesitaba inventar una lengua inédita de la que por el momento sólo conocía los dos primeros vocablos: bartavelles et ortolans, ortegas y hortelanos…
5
Tras la muerte de mi bisabuelo Norbert, la inmensidad blanca de Siberia tomó a cerrarse lentamente sobre Albertine. Todavía regresó dos o tres veces a París con Charlotte. Pero el planeta de las nieves jamás dejaba escapar a las almas hechizadas por sus espacios sin mojones, por su tiempo dormido.
Además, las estancias en París estaban marcadas por una amargura que los relatos de mi abuela no acertaban a disimular. ¿Alguna disensión familiar cuyas causas no podíamos conocer? ¿O una frialdad muy europea en las relaciones entre familiares, inconcebible para nosotros los rusos, con nuestro desbordante colectivismo? ¿O, sencillamente, la actitud incomprensible de la gente modesta hacia una de las cuatro hermanas, la aventurera de la familia que, en vez de un bello y esplendoroso sueño, traía cada vez la angustia de un país salvaje y de su vida rota?
En cualquier caso, el hecho de que Albertine prefiriese vivir en el piso de su hermano, y no en la casa familiar de Neuilly, ni siquiera a nosotros se nos pasó por alto.
Cada vez que regresaba a Rusia, Siberia le parecía irremisiblemente fataclass="underline" inevitable, ligada a su destino. No era tan sólo la tumba de Norbert lo que la unía a aquella tierra de hielo, sino también los tenebrosos años vividos en Rusia, cuyo embriagador veneno notaba destilarse en sus venas.