De esposa de médico respetable, conocido en toda la ciudad, Albertine se había transformado en una viuda un tanto extraña, una francesa que parecía no poder decidirse a regresar a su tierra. Peor aún, ¡volvía cada vez!
Era demasiado joven todavía y demasiado guapa para no ser objeto de la maledicencia entre la buena sociedad de Boiarsk. Demasiado insólita para que la aceptasen tal cual era. Y, muy pronto, demasiado pobre.
Charlotte advirtió que, tras cada viaje a París, se instalaban en un piso cada vez más pequeño. En la escuela, donde la habían admitido gracias a un antiguo paciente de su padre, no tardó en convertirse en «la Lemonnier». Un día la «señora de su clase», como llamaban antes de la revolución a la profesora principal, la mandó salir a la pizarra, pero no para preguntarle la lección… Cuando Charlotte se irguió ante ella, la mujer observó los pies de la muchacha e inquirió, esgrimiendo una desdeñosa sonrisa:
– ¿Qué lleva usted en los pies, señorita Lemonnier?
Las treinta alumnas se levantaron de los asientos, estiraron el cuello y abrieron los ojos de par en par. En el bien encerado parque, vieron dos fundas de lana, dos «zapatos» que se había confeccionado la propia Charlotte. Abrumada por todas aquellas miradas, la muchacha agachó la cabeza y crispó involuntariamente los dedos en el interior de las pantuflas, como si quisiera hacer desaparecer sus pies. Por aquel entonces, vivían en una vieja isba situada en la periferia de la ciudad. A Charlotte ya no le sorprendía ver a su madre casi siempre postrada en una alta cama campesina, tras una cortina. Cuando Albertine se levantaba, en sus ojos, aunque abiertos, rebullían las sombras negras de los sueños. Ni siquiera intentaba sonreír a su hija. Con un cazo de cobre, tomaba agua de un cubo, bebía largamente y se iba. Charlotte sabía que sobrevivían desde hacía tiempo gracias al fulgor de unas joyas guardadas en el cofrecillo con incrustaciones de nácar…
La isba, alejada de los barrios elegantes de Boiarsk, le gustaba. En las angostas y tortuosas calles sepultadas por la nieve, se notaba menos la miseria en que vivían.
Y además, era tan grato, al regresar de la escuela, subir por la vieja escalera de madera que crujía bajo los pies, cruzar una oscura entrada cuyas paredes de gruesos rollizos estaban cubiertas por un espeso pelaje de escarcha, y empujar la pesada puerta, que cedía con un breve y estridente gemido. Y allí, en el interior, se podía estar sin necesidad de encender la lámpara, viendo cómo el bajo ventanuco se impregnaba del crepúsculo violeta, escuchando el repiqueteo de las ráfagas de nieve contra el cristal. Charlotte, arrimada al ancho costado de la voluminosa estufa, sentía penetrar lentamente el calor bajo el abrigo. Pegaba las manos transidas a la piedra tibia, y la estufa se le antojaba entonces el enorme corazón de aquella vieja isba. Y bajo la suela de sus botas de fieltro se fundían los últimos carámbanos.
Un día, una esquirla de hielo se rompió bajo su pie con un ruido inhabitual. Charlotte se quedó sorprendida; había regresado hacía media hora y ya se había fundido toda la nieve de su abrigo y de su chascás. Mientras que ese carámbano… Se inclinó a recogerlo. ¡Era un trozo de vidrio! Un trozo muy fino de una ampolla de medicamento rota…
Así entró en su vida la terrible palabra morfina.
Y ésta explicó el silencio tras la cortina, el rebullir de sombras en los ojos de su madre, esa Siberia absurda e insoslayable como el destino.
Albertine no tenía ya nada que ocultar a su hija. A partir de entonces le tocó a Charlotte entrar en la farmacia y murmurar tímidamente: «Venía a por la medicina de la señora Lemonnier…». De regreso, cruzaba siempre sola los amplios descampados que separaban su barriada de las últimas calles de la ciudad, con sus tiendas y sus luces. Con frecuencia, se desataba una tempestad de nieve sobre aquellas extensiones yermas. Una noche, cansada de luchar contra el viento cargado de cristales de hielo, ensordecida por su silbido, Charlotte se detuvo en medio de aquel desierto de nieve y volvió la espalda a las ráfagas, con la mirada perdida en el vertiginoso vuelo de los copos. Sintió intensamente su vida, el calor de su escuálido cuerpo concentrado en un minúsculo yo. Percibía el cosquilleo de una gota que se escurría bajo la orejera de su chascás y el latir de su corazón, y, junto a su corazón, la frágil presencia de las ampollas que acababa de comprar. «Soy yo», resonó de repente en ella una voz ahogada, «la que está aquí, en medio de esta borrasca de nieve, en un lugar perdido del mundo, en esta Siberia, yo, Charlotte Lemonnier, yo, que nada tengo en común con estos parajes agrestes, ni con este cielo, ni con esta tierra helada. Ni con esta gente. Estoy aquí, sola, y llevo la morfina de mi madre…» Creyó que su mente flaqueaba antes de hundirse en un precipicio donde todo ese absurdo súbitamente revelado pasaría a ser natural. Reaccionó: no, aquel desierto siberiano tenía que acabar en algún sitio, y allí, al final del desierto, había una ciudad de amplias avenidas flanqueadas de castaños, allí estaban los cafés iluminados, el piso de su tío y todos aquellos libros que contenían palabras tan queridas por el solo aspecto de sus caracteres. Allí estaba Francia…
La ciudad con avenidas flanqueadas de castaños se transformó en una fina lentejuela de oro que brillaba en su mirada sin que nadie lo advirtiese. Charlotte percibía su brillo incluso en el reflejo del hermoso broche que lucía en el vestido una jovencita de caprichosa y altiva sonrisa; la muchacha estaba sentada en un precioso sillón, en medio de una espaciosa estancia de elegantes muebles y cortinajes de seda.
– La raison du plus fort est toujours meilleure -recitaba la joven con voz afectada.
– … est toujours la meilleure -rectificó discretamente Charlotte y, con los ojos bajos, agregó-: Sería más correcto pronunciar meilleure y no meiüaire. Meill-eu-eure…
Redondeaba los labios y prolongaba aquel sonido que se perdía en una suave «r». La joven continuó recitando, con expresión huraña:
– Nous l’allons vous montrer tout a l’heure…
Era la hija del gobernador de Boiarsk. Charlotte le daba clases de francés cada miércoles. Al principio había abrigado la esperanza de hacerse amiga de aquella elegante adolescente, apenas mayor que ella. Ahora, como ya no esperaba nada, se esforzaba sencillamente en dar bien la clase. Las rápidas miradas de desdén de su alumna le traían ya sin cuidado. Charlotte la escuchaba, intervenía de cuando en cuando, pero su mirada se abismaba en el fulgor del precioso broche de ámbar. Sólo la hija del gobernador estaba autorizada a llevar en la escuela un vestido de cuello abierto con aquel adorno en medio. Concienzudamente, Charlotte señalaba todos los errores de pronunciación o de gramática. De la dorada profundidad del ámbar surgía una ciudad con hermosos follajes de otoño. Sabía que tendría que soportar durante toda una hora los mohines de aquella niña grande y gordita, soberbiamente vestida, y luego, en un rincón de la cocina, recibir de manos de una doncella su paquete, las sobras de una comida, y en la calle esperar una buena ocasión para quedarse a solas con la farmacéutica y murmurar: «La medicina de la señora Lemonnier, por favor…». La pequeña bocanada de calor robada en la farmacia sería barrida al instante por las gélidas ráfagas de los descampados.
Cuando apareció Albertine en la escalera, el cochero frunció el ceño y se levantó del asiento. No se lo esperaba. Aquella isba con el tejado hundido y cubierto de musgo, aquella carcomida escalera invadida por las ortigas. Y sobre todo aquella barriada de calles sepultadas bajo la arena gris…
Se abrió la puerta y, bajo su marco deformado, apareció una mujer. Lucía un largo vestido de corte muy elegante, un vestido que el cochero sólo había visto a las distinguidas señoras que salían del teatro, por la noche, en pleno centro de Boiarsk. Llevaba el pelo recogido en un moño y se tocaba con un amplio sombrero. El viento primaveral hacía ondular el velo, desplazándolo hacia las anchas alas graciosamente curvas.