Выбрать главу

Charlotte abandonó la misión no bien regresó a Moscú. Al salir del hotel, se mezcló con la abigarrada muchedumbre de la plaza y desapareció. En el mercado de Sujarevka, donde el trueque estaba al orden del día, intercambió una moneda de plata de cinco francos (el comerciante estampilló la moneda con la muela y la hizo sonar en el filo de un hacha) por dos hogazas de pan que debían cubrir los primeros días de su viaje. Iba ya vestida como una rusa, y en la estación, durante el violento y desordenado asalto a los vagones, nadie reparó en aquella muchacha que, ajustándose la mochila, se debatía zarandeada por las frenéticas sacudidas del magma humano.

Partió, y lo vio todo. Desafió el infinito de aquel país, su espacio huidizo, en el que se encenagan los días y los años. Pero ella avanzaba chapoteando en aquel tiempo estancado. En tren, en telega, a pie…

Lo vio todo. Caballos enjaezados, toda una manada, que galopaban sin jinete por un llano, se detenían un instante, reemprendían despavoridos su enloquecida carrera, felices y aterrados de su libertad reconquistada. Uno de los caballos fugitivos llamó la atención de todo el mundo. Un sable, profundamente hundido en la silla, se erguía en su lomo. El caballo galopaba y la larga hoja encajada en el cuero recio se balanceaba flexible y brillante bajo el sol del atardecer. La gente seguía con la mirada sus reflejos escarlatas, que se difuminaban paulatinamente en la bruma de los campos. Sabían que aquel sable, con la empuñadura rellena de plomo, probablemente había cortado un cuerpo en dos -desde el hombro hasta el bajo vientre- antes de incrustarse en el cuero. Y que las dos mitades se habían desplomado en la hierba pisoteada, cada una por un lado.

Vio también los caballos muertos que extraían de los pozos. Y los nuevos pozos que excavaban en la tierra untuosa y pesada; los maderos de la armazón que los campesinos bajaban al fondo del hoyo olían a madera fresca.

Vio a un grupo de aldeanos que, dirigidos por un hombre con una chaqueta de cuero negro, tiraban de una gruesa cuerda enrollada en torno a la cúpula y a la cruz de una iglesia. Los repetidos crujidos que producían al desmoronarse parecían avivar su entusiasmo. Y en otro pueblo, muy de mañana, divisó a una vieja arrodillada ante un bulbo de iglesia caído entre las tumbas de un cementerio sin tapia, abierto a la frágil sonoridad de los campos.

Atravesó pueblos desiertos con huertos rebosantes de frutas maduras que caían en la hierba o se secaban en las ramas. Recaló en una ciudad donde un vendedor mutiló un día, en el mercado, a un niño que había intentado robarle una manzana. Todos los hombres con quienes se topaba parecían o bien precipitarse hacia una meta desconocida, abalanzándose hacia los trenes, apretujándose en los embarcaderos, o bien esperar a no se sabía quién, ante las puertas cerradas de las tiendas, junto a portales custodiados por soldados y, a veces, simplemente, en el borde de la carretera.

El espacio con el que se enfrentaba no conocía término medio: el increíble hacinamiento humano se trocaba de repente en un desierto absoluto donde la inmensidad del cielo o la profundidad de los bosques hacían impensable la presencia del hombre. Y ese vacío desembocaba, sin transición alguna, en un feroz tropel de campesinos que chapoteaban en la orilla arcillosa de un río crecido con las lluvias del otoño. Sí, Charlotte también vio eso. Vio cómo aquellos campesinos encolerizados repelían con largas varas un pontón flotante del que se elevaba un interminable lamento. En la cubierta, se divisaban figuras que tendían sus descarnadas manos hacia la orilla. Eran enfermos de tifus, abandonados, que llevaban varios días navegando a la deriva en su cementerio flotante. Cada vez que intentaban atracar, los de la orilla se concertaban para impedírselo. El pontón proseguía su fúnebre travesía, y la gente moría, ahora ya de hambre. Pronto no les quedarían fuerzas para bajar a tierra, y los últimos supervivientes, despertados un día por el intenso y monótono batir poderoso de las olas, divisarían el horizonte indiferente del Caspio…

Una mañana, en la linde de un bosque refulgente de escarcha, vio unas sombras colgadas de los árboles, y los rictus consumidos de los ahorcados a quienes nadie había pensado en enterrar. Arriba, en el luminoso azul del cielo, una bandada de aves migratorias se difuminaba lentamente, acentuando el silencio con el eco de sus chillidos.

No la aterrorizaba ya el pesado y sincopado respirar de aquel mundo ruso. Había aprendido mucho desde su llegada. Sabía que era práctico llevar siempre, lo mismo en un vagón que en una telega, una bolsa llena de paja con unas piedras en el fondo. Era lo que los bandidos arrebataban a los viajeros en sus incursiones nocturnas. Sabía que el mejor lugar en el techo de un vagón era el de al lado del agujero de ventilación: en esa abertura se amarraban unas cuerdas que permitían bajar y subir rápidamente. Y cuando, con mucha suerte, encontraba un hueco en un pasillo abarrotado, no debía sorprenderle ver a un niño atemorizado a quien la gente hacinada en el suelo se iba pasando hasta la salida. Los que estaban acurrucados junto a la puerta la abrían y sostenían al niño en el estribo mientras hacía sus necesidades. Ese acarreo parecía más bien divertirles; sonreían, conmovidos por la criaturilla que se dejaba trasegar sin decir nada, emocionados por esa urgencia tan natural en un universo tan inhumano… Tampoco se sorprendía cuando, de noche, en medio del martillear de los raíles, se elevaba un susurro: la gente se comunicaba la muerte de un pasajero, una vida que se esfumaba entre el magma compacto de las demás.

Sólo una vez en el transcurso de aquella larga travesía jalonada de sufrimiento y sangre, enfermedades y barro, creyó entrever una parcela de serenidad y de cordura. Se hallaba ya al otro lado del Ural. Al salir de una aldea medio devorada por un incendio, divisó a unos hombres sentados en un ribazo cubierto de hojas secas. En sus pálidos semblantes, vueltos hacia el tibio sol de finales de otoño, se reflejaba una placidez beatífica. El campesino que conducía la telega en que iba Charlotte meneó la cabeza y explicó a media voz: «Pobre gente. Hay una docena rondando por aquí. Ha ardido su manicomio. Sí, locos, vaya…».

No, nada podía ya sorprenderla.

Muchas veces, apretujada en la irrespirable oscuridad de un vagón, tenía un sueño breve, luminoso y totalmente inverosímil. Nevaba, y unos enormes camellos volvían sus desdeñosas cabezas hacia una iglesia. Por la puerta abierta de la iglesia, salían cuatro soldados arrastrando a un sacerdote que suplicaba con voz desgarrada. Los camellos con las jorobas cubiertas de nieve, la iglesia, la multitud jocosa… En su sueño, Charlotte recordaba que, en otro tiempo, aquellas siluetas gibosas le evocaban siempre las palmeras, el desierto, los oasis…

Y en ese preciso momento despertaba de su sopor: ¡no, no soñaba! Se hallaba en medio de un ruidoso mercado en una ciudad desconocida. La nieve se le pegaba a las pestañas. Los transeúntes se acercaban y sopesaban la medallita de plata que ella esperaba intercambiar por una hogaza de pan. Los camellos dominaban desde las alturas el rebullicio de los comerciantes, cual extraños drakars hincados sobre soportes. Y ante las regocijadas miradas de la multitud, los soldados empujaban al sacerdote hasta un trineo repleto de paja y le obligaban a subir a él.

Tras ese falso sueño, su paseo, por la noche, fue tan cotidiano, tan real… Cruzó una calle cuyos adoquines relucían bajo el brumoso resplandor de un farol. Abrió la puerta de una panadería. Su interior caldeado y bien alumbrado le pareció familiar hasta por el color de la madera barnizada del mostrador y por la disposición de los pasteles y los bombones en el escaparate. La dueña la saludó afablemente, como a una cliente habitual, y le alargó una hogaza de pan. En la calle, Charlotte se detuvo estupefacta: ¡tenía que haber comprado mucho más pan! ¡Dos, tres, no, cuatro hogazas! Y debía haberse fijado en la calle donde estaba aquella excelente panadería. Se acercó a la casa de la esquina, alzó los ojos. Pero las letras, de aspecto extraño, evanescente, se entremezclaban, parpadeaban. «¡Seré tonta!», pensó de pronto. «Si ésta es la calle donde vive mi tío…»