Se despertó sobresaltada. En el tren, detenido en campo raso, se oía un zumbido confuso: una banda había asesinado al maquinista y recorría los vagones incautándose de cuanto caía en sus manos. Charlotte se quitó el chal y se cubrió la cabeza anudándose las puntas bajo la barbilla, como hacen las campesinas ancianas. Luego, sonriendo todavía al recordar su sueño, se colocó en las rodillas una bolsa llena de trapos viejos enrollados en torno a una piedra…
Y si no le ocurrió nada durante aquellos dos meses de viaje fue porque el inmenso continente que atravesaba estaba ahíto de sangre. La muerte, cuando menos por unos años, perdía atractivo, pues se había convertido en algo demasiado trivial que no merecía ya esfuerzo alguno.
Charlotte atravesó Boiarsk, la ciudad siberiana de su infancia, sin preguntarse si era aún un sueño o la realidad. Se sentía demasiado débil para pensar en ello.
Sobre la entrada de la casa del gobernador ondeaba una bandera roja. Dos soldados armados con fúsiles pateaban la nieve uno a cada lado de la puerta… Algunas ventanas del teatro estaban rotas y alguien las había tapado, a falta de algo mejor, con paneles del decorado de madera contrachapada: tan pronto se divisaba un follaje salpicado de flores blancas, probablemente el utilizado para El jardín de los cerezos, como la fachada de una dacha. Y encima del portal, dos obreros extendían una larga banda de calicó rojo. «¡Todos al mitin popular de la sociedad de ateos!», leyó Charlotte aminorando un poco el paso. Uno de los obreros cogió un clavo que llevaba apretado entre los dientes y lo hincó con fuerza junto al signo de admiración.
– ¡Vaya, hemos acabado la faena antes de que se haga de noche, gracias a Dios! -gritó a su compañero.
Charlotte sonrió y prosiguió su camino. No, no soñaba.
Un soldado, que se hallaba apostado junto al puente, le cerró el paso y le pidió que le mostrara la documentación. Charlotte obedeció. El soldado la cogió y, como probablemente no sabía leer, decidió retenérsela. Hasta él mismo parecía asombrado de su propia decisión. «Podrá recuperarla cuando el consejo revolucionario haga las comprobaciones pertinentes», le comunicó, repitiendo a todas luces las palabras que había oído en boca de otro. Charlotte no se vio con fuerzas para discutir.
Hacía tiempo que se había aposentado el invierno en Boiarsk. Pero ese día el aire era tibio, y el hielo, bajo el puente, tenía la superficie cubierta de grandes manchas húmedas. Un breve periodo de bonanza. Gruesos copos perezosos remolineaban en el silencio blanco de los descampados que tantas veces atravesara Charlotte en su infancia.
La isba pareció divisarla de lejos, con sus dos angostas ventanas. Sí, la casa la miraba acercarse, su arrugada fachada esbozaba una imperceptible muequecilla, que expresaba la amarga alegría del reencuentro.
Poca cosa esperaba Charlotte de aquella visita. Estaba preparada desde hacía tiempo para recibir las noticias que no dejarían ninguna esperanza: la muerte, la locura, la desaparición. O una ausencia pura y simple, inexplicable, natural, que no habría sorprendido a nadie. No quería confiar pero seguía confiando.
Era tal el agotamiento acumulado durante los últimos días que ya sólo pensaba en el calor de la gran estufa, en arrimarse a ella y dejarse caer en el suelo.
Desde la escalera de la isba, descubrió bajo un escuálido manzano a una vieja con la cabeza arrebujada en un chal negro. La mujer se había agachado para recoger una rama semienterrada en la nieve. Charlotte la llamó. Pero la anciana campesina no se volvió. La voz era demasiado débil y se desvanecía pronto en el aire apagado y tibio. Charlotte no se sintió capaz de lanzar otro grito.
Empujó la puerta con el hombro. En la oscura y fría entrada descubrió toda una reserva de madera: tablas de cajas de embalaje, placas de parquet e incluso, formando un montículo negro y blanco, las teclas de un piano. Recordó que lo que más suscitaba la ira del pueblo eran los pianos que encontraban en los pisos de los ricos. Había visto uno, destrozado a hachazos, incrustado en medio de un río helado.
Al entrar en la habitación, su primer gesto fue tocar las piedras de la estufa. Estaban tibias. La invadió un agradable vértigo. Quiso ya deslizarse al pie de la estufa cuando, sobre la mesa de gruesas tablas oscurecidas por los años, se fijó en un libro abierto. Un volumen antiguo de papel rugoso. Apoyándose en un banco, se inclinó sobre las páginas abiertas. Curiosamente, las letras empezaron a bailarle ante los ojos, a difuminarse, como le ocurrió aquella noche en el tren, cuando soñó con la calle parisiense donde vivía su tío. Pero ahora no se debía a ningún sueño, sino a las lágrimas. Era un libro francés.
Cuando la vieja del chal negro entró, no pareció sorprenderse al ver a aquella delgada muchacha que se levantaba del banco. De las ramas secas que llevaba bajo el brazo caían al suelo largos filamentos de nieve. Su ajado rostro se asemejaba al de cualquier anciana campesina de aquella comarca siberiana. Sus labios, cubiertos de una fina red de arrugas, se estremecieron. Y en aquella boca, en el pecho mustio de aquel ser irreconocible, resonó la voz de Albertine, una voz cuya entonación no había cambiado un ápice.
– Durante todos estos años, sólo tenía miedo de una cosa: ¡de que regresases aquí!
Sí, ésa fue la primera frase que dirigió Albertine a su hija. Y Charlotte comprendió: lo que habían vivido desde su despedida en el andén, ocho años atrás, toda aquella multitud de gestos, rostros, palabras, sufrimientos, privaciones, esperanzas, inquietudes, gritos, lágrimas…, todo ese rumor de la vida resonaba como un solo eco que se negaba a morir. Ese encuentro, tan ansiado, tan temido.
– Quería pedirle a alguien que te escribiera diciéndote que había muerto. Pero estábamos en guerra, y luego vino la revolución. Y de nuevo la guerra. Y…
– No me hubiera creído lo que dijera esa carta…
– Ya; luego pensé que de todas formas no te lo creerías.
Arrojó las ramas junto a la estufa y se acercó a Charlotte. Cuando la miró en París, desde la ventana del vagón, su hija tenía once años. Pronto iba a cumplir veinte.
A Albertine se le iluminó el semblante y se volvió hacia la estufa.
– ¿No oyes? -susurró-. Los ratones, ¿recuerdas? Ahí siguen…
Más tarde, acuclillada ante el fuego que se reavivaba tras la puertecilla de hierro colado, Albertine murmuró como para sus adentros, sin mirar a Charlotte, que se había echado en el banco y parecía dormida:
– Así es este país. Entrar en él es fácil, pero una vez dentro no se sale nunca…
El agua caliente parecía una sustancia nueva, desconocida. Charlotte tendía las manos hacia el hilillo que su madre le vertía lentamente sobre los hombros y la espalda con un cazo de cobre. En la oscuridad de la habitación tan sólo iluminada por la tenue llama de una tea encendida, las gotas calientes semejaban resina de pino. Producían deliciosas cosquillas en su cuerpo. Charlotte se restregaba con una bola de arcilla azul; el jabón no era más que un vago recuerdo.
– Estás muy flaca -dijo Albertine muy quedo, y su voz se quebró.
Charlotte se rio despacito. Y al alzar la cabeza con el pelo húmedo, vio que las lágrimas que brillaban en los ojos apagados de su madre tenían el mismo color, ámbar, de la resina.
En los días siguientes, Charlotte intentó averiguar cómo podían abandonar Siberia (por superstición, no se atrevía a decir «regresar a Francia»). Acudió a la que antes fuera la casa del gobernador. Los soldados que custodiaban la entrada le sonrieron. ¿Sería buena señal? La secretaria del nuevo dirigente de Boiarsk la hizo esperar en un cuartito; el mismo, pensó Charlotte, donde esperaba, antaño, el paquete con las sobras de la comida…