– ¿Todo eso manda usted al mercado? -inquirió Charlotte para llenar el embarazoso silencio de los últimos minutos.
– No. Es lo que habéis ganado.
No les dio tiempo a contestar. El anciano tiró de las riendas, la telega se bamboleó y empezó a rodar por el polvo caliente del camino… Bajo la tela, Charlotte y su madre descubrieron tres sacos de patatas, dos sacos de trigo, un tonelete de miel, cuatro enormes calabazas y varias cajas de verduras, habas y manzanas. En un rincón, divisaron media docena de gallinas con las patas atadas; un gallo, en medio, las miraba colérico y humillado.
– De todas formas, pondré a secar unos manojos de hierbas -dijo Albertine cuando acertó por fin a despegar la vista de aquel tesoro-. Nunca se sabe…
Murió dos años después. Era una noche de agosto, serena y transparente. Charlotte regresaba de la biblioteca donde, como le habían encomendado, tenía que revisar montañas de libros recogidos en las mansiones nobiliarias destruidas… Su madre estaba sentada en un pequeño banco pegado a la pared de la isba, con la cabeza apoyada en la madera lisa de los rollizos. Tenía los ojos cerrados. Había debido de dormirse y morir durante el sueño. Una leve brisa procedente de la taiga hacía temblar las páginas del libro abierto en sus rodillas. Era el librito francés, con el dorado del canto gastado.
Se casaron la primavera del año siguiente. Él era oriundo de un pueblo situado a orillas del mar Blanco, a diez mil kilómetros de la ciudad siberiana adonde le había llevado la guerra civil. Charlotte no tardó en observar en él que el orgullo que sentía por ser «juez del pueblo» corría parejo con un vago malestar cuyas causas ni él mismo habría sabido explicar por entonces. Durante la cena ofrecida con motivo de la boda, uno de los invitados propuso, con voz grave, guardar un minuto de silencio por la muerte de Lenin. Todos se levantaron… Tres meses después de la boda, destinaron al juez al otro extremo del imperio, a Bujará. Charlotte insistió en llevarse la maleta grande llena de viejos periódicos franceses. Su marido no se opuso, pero en el tren, disimulando mal ese permanente malestar, le explicó que entre su vida francesa y la de allí se alzaba una frontera mucho más insalvable que cualquier montaña. Buscaba palabras para designar lo que a todos les resultaría muy pronto de lo más naturaclass="underline" el Telón de Acero.
6
Los camellos bajo una tempestad de nieve, los fríos que helaban la savia de los árboles y reventaban los troncos, las manos transidas de Charlotte atrapando largos maderos que le arrojaban desde lo alto del vagón…
Así renacía ese fabuloso pasado en nuestra fumosa cocina, durante las veladas de invierno. Al otro lado de la ventana cubierta de nieve se extendía una de las mayores ciudades de Rusia y la llanura gris del Volga, se erguían los edificios-fortaleza de la arquitectura estalinista. Y allí, en medio del desorden de una cena interminable y de las nubes nacaradas provocadas por el humo del tabaco, surgía la sombra de la misteriosa francesa extraviada bajo el cielo siberiano. El televisor desgranaba las noticias del día, retransmitía las sesiones del último congreso del Partido, pero ese sonido de fondo no distraía las conversaciones de nuestros invitados.
Yo, acurrucado en un rincón de esa cocina atestada, con el hombro pegado a la repisa desde la que presidía el televisor, los escuchaba atentamente intentando hacerme invisible. Sabía que muy pronto emergería de la niebla azul el rostro de un adulto y que oiría un grito de jocosa indignación:
– Pero ¿habéis visto a este mocoso trasnochador? Si son las doce pasadas y todavía no está en la cama. ¡Vamos, arreando de aquí! Cuando te salga barba te llamaremos…
Tras ser expulsado de la cocina, no acertaba a conciliar el sueño, intrigado por una pregunta a la que no cesaba de darle vueltas en mi joven cabeza: «¿Por qué les gusta tanto hablar de Charlotte?».
Al principio me dije que aquella francesa era para mis padres y sus invitados un tema de conversación ideal, pues bastaba que evocaran los recuerdos de la última guerra para que estallara una discusión. Mi padre, que había combatido cuatro años en primera línea, en infantería, atribuía la victoria a aquellas tropas sepultadas en el barro que, según su expresión, habían regado con su sangre la tierra desde Stalingrado hasta Berlín. Su hermano, sin ánimo de ofenderle, replicaba entonces que, «como todo el mundo sabe», la artillería era la diosa de la guerra moderna. La discusión subía de tono. Poco a poco, los artilleros eran tildados de enchufados, y la infantería, aludiendo al lodo de los caminos de guerra, se convertía en la «infectería». Llegados a ese punto, intervenía el mejor amigo de ambos, ex piloto de caza, y la conversación entraba en un peligrosísimo picado. Y todavía no habían pasado revista ni a los respectivos méritos de sus frentes, distintos los tres, ni al papel de Sta- lin durante la guerra…
Yo notaba que ese tema les dolía en lo más profundo. Porque sabían que cualquiera que hubiera sido su aportación a la victoria, la suerte estaba echada: su generación, diezmada, crucificada, tardaría muy poco en desaparecer. Tan poco como ellos: el soldado de infantería, el artillero y el piloto. Es más, mi madre, siguiendo el destino de los niños nacidos en los años veinte, les precedería. A los quince años, me quedaría solo con mi hermana. Latía en su polémica como una tácita premonición de ese futuro tan próximo… La vida de Charlotte -pensaba yo- les reconciliaba, pues les brindaba un terreno neutro.
Con el tiempo comencé a columbrar que esa predilección por la francesa durante sus interminables controversias respondía a un motivo muy distinto. Y es que bajo el cielo ruso Charlotte aparecía como una extra- terrestre. Ajena a la cruel historia del inmenso imperio, a sus hambrunas, revoluciones y guerras civiles. Nosotros, los rusos, no teníamos elección. Pero ¿y ella? El país observado a través de su mirada se tornaba irreconocible, pues lo juzgaba una extranjera, a veces ingenua, pero con frecuencia más perspicaz que ellos mismos. En los ojos de Charlotte se reflejaba un mundo inquietante en el que latía una verdad espontánea, una Rusia insólita que necesitaban descubrir.
Yo los escuchaba. Y descubría también el destino ruso de Charlotte, pero a mi manera. Ciertos pormenores apenas evocados se ampliaban en mi cabeza conformando todo un universo secreto. En cambio, me pasaban inadvertidos otros acontecimientos a los que los adultos prestaban considerable importancia.
Así, curiosamente, las horribles escenas de canibalismo ocurridas en los pueblos del Volga no me causaron gran efecto. Acababa de leer Robinson Crusoe, y los congéneres de Viernes, con sus festivos ritos de antropofagia, me habían vacunado, de manera novelesca, contra las atrocidades reales.
Tampoco fue la dura faena en la granja lo que más me impresionó del pasado rural de Charlotte. No, lo que se me quedó hondamente grabado fue cuando Charlotte se reunió con los jóvenes del pueblo. Charlotte había acudido aquella misma noche y los había encontrado enzarzados en una discusión metafísica: se trataba de averiguar qué clase de muerte fulminante le sobrevendría a quien osara entrar a medianoche en un cementerio. Charlotte aseguró, sonriente, que ella se atrevía a enfrentarse a todas las fuerzas sobrenaturales, esa misma noche, en medio de las tumbas. Las distracciones eran escasas.
Los jóvenes, esperando secretamente algún desenlace macabro, saludaron su valor con tumultuoso entusiasmo. Faltaba decidir el objeto que esa francesa chiflada tenía que dejar en una de las tumbas del cementerio del pueblo. Y no era fácil. Porque todo lo que propusieron podía ser sustituido por otra cosa iguaclass="underline" un pañuelo, una piedra, una moneda… Sí, esa astuta extranjera podía muy bien acudir al alba y colgar el chal mientras todo el mundo dormía. No, había que elegir un objeto único… A la mañana siguiente, toda una delegación encontró colgado de una cruz, en el rincón más oscuro del cementerio, «el bolso del Pont-Neuf»…