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Al imaginar el bolso femenino en medio de las cruces, bajo el cielo de Siberia, empecé a presentir lo increíble que podía llegar a ser el destino final de las cosas. Estas viajaban, bajo su superficie trivial acumulaban las épocas de nuestra vida, enlazando así instantes tan alejados.

Por lo que respecta al matrimonio de mi abuela con el juez del pueblo, se me ocultaba sin duda parte del pintoresquismo histórico que los adultos podían captar en él. El amor de Charlotte, los galanteos de mi abuelo, la extraña pareja que formaban, insólita en aquella comarca siberiana… De todo eso sólo conservé un fragmento: Fiódor -guerrera bien planchada, botas resplandecientes- se dirige hacia el lugar de la cita definitiva. A unos pasos tras él, su joven escribano, hijo de un pope, consciente de la gravedad del momento, camina lentamente con un enorme ramo de rosas en la mano. Un juez del pueblo, siquiera enamorado, no debía parecer un vulgar pretendiente de opereta. Charlotte los ve de lejos, comprende de inmediato el porqué de ese despliegue y, esgrimiendo una maliciosa sonrisa, acepta el ramo que Fiódor toma de manos del escribano. Este, intimidado pero curioso, retrocede sin darles la espalda y desaparece.

O quizá también este fragmento: la única foto de la boda (salvo ésta, las fotos en que aparecía el abuelo serían confiscadas a raíz de su arresto), donde sus dos rostros se inclinaban levemente el uno hacia el otro, y en los labios de Charlotte, increíblemente joven y guapa, apuntaba el reflejo sonriente de la «petite pomme»…

Por lo demás, no todo lo que mis oídos infantiles captaban durante aquellos largos relatos nocturnos estaba siempre claro. Esa reacción del padre de Charlotte, por ejemplo… El rico y respetable médico se entera un día, por mediación de uno de sus pacientes, un alto funcionario de la policía, de que la gran manifestación de obreros que, en cuestión de minutos, desembocaría en la plaza principal de Boiarsk sería recibida, antes de llegar allí, en uno de los cruces, con tiros de ametralladora. Tan pronto se marcha el paciente, el doctor Lemonnier se quita la bata blanca y, sin llamar a su cochero, salta al coche y se lanza a la calle para avisar a los obreros.

No hubo matanza… Y yo me preguntaba a menudo por qué aquel «burgués», un privilegiado, habría obrado así. Estábamos acostumbrados a ver el mundo en blanco y negro: ricos y pobres, explotadores y explotados; en una palabra, enemigos de clase y justos. El gesto del padre de Charlotte me despistaba. De la masa humana, tan cómodamente dividida en dos, surgía el hombre y su imprevisible libertad.

Tampoco entendía lo que había ocurrido en Bujará. Únicamente adivinaba que había sido atroz. No por casualidad los adultos lo evocaban con sobreentendidos acompañados de elocuentes cabeceos. Era una especie de tabú, y el relato giraba en torno a él, limitándose a aludir al marco en el que había sucedido. Lo primero que se me aparecía era un río que fluía sobre un lecho de guijarros lisos; luego, un camino que recorría el desierto infinito. De pronto el sol empezaba a balancearse ante los ojos de Charlotte, y su mejilla se inflamaba al contacto con la arena ardiente, y el cielo se llenaba de relinchos… La escena, cuyo sentido se me escapaba pero cuya densidad física percibía, moría en aquel punto. Los adultos suspiraban, cambiaban de conversación, se escanciaban otra copa de vodka.

Acabé adivinando que aquel incidente sobrevenido en las arenas de Asia central había marcado para siempre, de manera misteriosa y muy íntima, la historia de nuestra familia. Observé asimismo que no lo mencionaban nunca cuando el hijo de Charlotte, mi tío Serguéi, estaba entre los invitados…

En realidad, si yo les espiaba cuando se entregaban a aquellas confidencias nocturnas lo hacía sobre todo para explorar el pasado francés de mi abuela. Lo que atañía a su vida rusa me interesaba menos. Era como un investigador que, al examinar un meteorito, se siente casi exclusivamente atraído por unos cristalillos incrustados en su superficie basáltica. Y al igual que uno sueña que emprende un largo viaje cuyo destino aún desconoce, yo soñaba con el balcón de Charlotte y con su Atlántida, donde me daba la impresión de haber dejado, un año atrás, una parte de mí mismo.

II

1

Aquel verano me daba mucho miedo volver a tropezarme con el zar.

Sí, me daba miedo volver a ver al joven emperador y a su esposa por las calles de París. Al igual que temes tropezarte con un amigo cuya muerte inminente sabes por su médico, un amigo que, en su feliz ignorancia, te confía sus proyectos.

¿Cómo podía acompañar a Nicolás y a Alejandra si sabía que estaban condenados? Si sabía que ni su hija Olga se salvaría. Que incluso los demás hijos que Alejandra no había traído aún al mundo conocerían el mismo trágico destino.

Aquella noche vi con secreta alegría que mi abuela, sentada en medio de las flores de su balcón, hojeaba un librito de poemas que tenía sobre las rodillas. ¿Había advertido mi apuro y le había venido a la memoria el incidente del verano anterior? ¿O sencillamente quería leemos uno de sus poemas favoritos?

Me senté en el suelo, a su lado, acodándome en la cabeza de la bacante de piedra. Mi hermana estaba de pie al otro lado, apoyada en la barandilla, con la mirada perdida en la cálida bruma de las estepas.

Charlotte recitaba con voz cantarina, como lo requerían los versos del poema:

Il est un air pour qui je donnerais

Tout Rossini, tout Mozart et tout Weber

Un air tres vieux, languissant et funèbre

Qui pour moi seul a des charmes secrets…

[10]

Merced a la magia de este poema de Nerval, de las sombras de la noche surgía un castillo de la época de Luis XIII y una dama «rubia, de ojos negros, con antiguo atavío»…

En ese instante me sacó de mi ensoñación poética la voz de mi hermana:

– ¿Y qué fue de Félix Faure?

Seguía allí, en el ángulo del balcón, ligeramente inclinada sobre la barandilla. Con ademanes distraídos, arrancaba de cuando en cuando una campanilla marchita y la arrojaba para contemplar sus evoluciones en el aire nocturno. Abismada en sus sueños de jovencita, no había escuchado el poema. Era verano, tenía quince años… ¿Por qué le había venido a la memoria el presidente de la República? Probablemente en aquel hombre guapo, imponente, con su elegante bigote y sus ojos grandes y tranquilos, había concentrado, por algún caprichoso juego de la ensoñación amorosa, la prefiguración de la presencia masculina. Y mi hermana preguntó en ruso, como para expresar mejor el misterio inquietante de esa presencia secretamente deseada: «¿Y qué fue de Félix Faure?».

Charlotte me lanzó una rápida mirada en la que se dibujaba una sonrisa. Luego cerró el libro que tenía en las rodillas y, suspirando suavemente, oteó a lo lejos, hacia aquel horizonte donde, un año atrás, viéramos emerger la Atlántida.

– El presidente murió unos años después de la visita de Nicolás II a París… -Hubo una breve vacilación, una pausa involuntaria que no hizo sino acrecentar nuestra atención-. Murió de repente, en el Elíseo, en los brazos de su amante, Marguerite Steinheil…

Esa frase marcó el final de mi infancia. «Murió en los brazos de su amante…»

La trágica belleza de tales palabras me impresionó en lo más hondo. Todo un mundo nuevo se me vino encima.

Además, la revelación me sorprendió sobre todo por su marco: ¡esa escena amorosa y mortal había ocurrido en el Elíseo! ¡En el palacio presidencial! En la cima de aquella pirámide del poder, de la gloria, de la celebridad mundana… Me imaginaba un lujoso interior con gobelinos, dorados, hileras de espejos. En medio de tal magnificencia, un hombre (¡el presidente de la República!) y una mujer unidos en un apasionado abrazo…

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[10] Sé de una melodía por ¡a que daría yo / Todo Rossini, todo Mozart y Weber; / Una melodía antigua, lánguida, lúgubre, / Que sólo para mí posee secretos hechizos…