Atónito, empecé a traducir inconscientemente la escena al ruso. Es decir, a sustituir a los protagonistas franceses por sus equivalentes nacionales. Desfilaron ante mis ojos una serie de fantasmas envarados con sus trajes negros. Secretarios del Politburó, amos del Kremlin: Lenin, Stalin, Jruschov, Breznev. Cuatro personalidades muy distintas, amadas o aborrecidas por la población, cada una de las cuales había marcado toda una época en la historia del imperio. Sin embargo, todos tenían algo en común: a su lado, no era concebible ninguna presencia femenina, y menos aún, amorosa. Nos resultaba mucho más fácil evocar a Stalin en compañía de un Churchill en Yalta, o de un Mao en Moscú, que imaginarlo con la madre de sus hijos…
«El presidente murió en el Elíseo, en los brazos de su amante, Marguerite Steinheil…» La frase parecía un mensaje codificado proveniente de otra galaxia.
Charlotte fue a buscar a la maleta siberiana unos periódicos de la época para enseñamos la foto de Madame Steinheil. Y yo, enzarzado en mi traducción amorosa francorrusa, recordé cierta frase que le había oído una noche a un compañero de clase, un mozo desgarbado y pésimo estudiante. Salíamos del entrenamiento de halterofilia, la única disciplina en la que él descollaba, y caminábamos por los oscuros pasillos de la escuela. Al pasar junto al retrato de Lenin, mi compañero silbó de manera muy irrespetuosa y afirmó:
– Tanto hablar de Lenin y resulta que no tenía ni hijos. Lo que pasa es que no sabía hacer el amor…
Había utilizado un verbo muy vulgar para designar esa actividad sexual, deficiente, según él, en Lenin. Un verbo que yo jamás me habría atrevido a emplear y que, aplicado a Vladimir Ilich, se convertía en una monstruosa obscenidad. Estupefacto, oía resonar el eco de ese verbo iconoclasta en los largos pasillos vacíos…
«Félix Faure…, el presidente de la República…, en los brazos de su amante…» La Atlántida-Francia se me aparecía, ahora más que nunca, como una térra incógnita en la que nuestros conceptos rusos quedaban ya desfasados.
La muerte de Félix Faure me hizo cobrar conciencia de mi edad: tenía trece años, adivinaba lo que quería decir «morir en los brazos de una mujer», y se podía ya hablar conmigo de temas análogos. Por otra parte, el valor y la ausencia total de hipocresía que tenía el relato de Charlotte demostraron lo que ya sabía: no era una abuela como las demás. No, ninguna babuchka rusa se habría atrevido a sostener semejante conversación con su nieto. Y yo presentía que esa libertad de expresión entrañaba una visión insólita del cuerpo, del amor, de las relaciones entre el hombre y la mujer; en suma, una misteriosa «mirada francesa».
Por la mañana, salí a la estepa para soñar, a solas, con la fabulosa mutación que había provocado en mi vida la muerte del presidente. Con gran sorpresa mía, la escena, trasladada al ruso, no era ya expresable. ¡Incluso era imposible expresarla! La censuraba un inexplicable pudor de las palabras, la tachaba de repente una extraña moral ofuscada. Vamos, que en ruso fluctuaba entre la obscenidad mórbida y los eufemismos que trocaban a la pareja de amantes en personajes de una novela sentimental mal traducida.
«No», pensaba yo, tumbado en la hierba que ondulaba mecida por el viento cálido, «sólo en francés podía morir Faure en los brazos de Marguerite Steinheil…»
Gracias a los amantes del Elíseo, comprendí el misterio de aquella joven criada que, tras ser sorprendida en la bañera por su amo, se entregaba a él con terror y la pasión de un sueño por fin realizado. Sí, antes de Faure estaba ese extraño trío descubierto en una novela de Maupassant que había leído en primavera. Un dandi parisiense, a lo largo de todo el libro, suspiraba por el amor inaccesible de un ser femenino lleno de refinamientos decadentes, e intentaba conquistar el corazón de esa cortesana cerebral, indolente, semejante a una frágil orquídea, que le dejaba una y otra vez concebir vanas esperanzas. Y, junto a ellos, la criada, la sana y robusta muchacha sorprendida en la bañera. En la primera lectura tan sólo había vislumbrado ese triángulo, que se me antojaba artificial y carente de fuerza, pues ambas mujeres no podían considerarse siquiera rivales…
Ahora, en cambio, contemplaba con mirada distinta al trío parisiense. Se habían convertido en seres concretos, camales, palpables: ¡vivían! Reconocía ya el gozoso miedo que sacudía a la joven criada cuando la arrancaban de la bañera y la llevaban, empapada, a la cama. Notaba el cosquilleo de las gotas que se deslizaban por su carnoso pecho, el peso de sus caderas en los brazos del hombre, veía incluso el rítmico remolineo del agua en la bañera de donde acababa de salir su cuerpo. El agua se remansaba poco a poco… Y la otra, la mundana inaccesible que me recordara antes a una flor seca entre las páginas de un libro, resultó poseer una sensualidad soterrada, opaca. Su cuerpo encerraba un perfumado calor, una turbadora fragancia emanada de los latidos de su sangre, de la tersura de su piel, de la tentadora lentitud de sus palabras.
El amor fatal que hiciera estallar el corazón del presidente remodeló la Francia que yo llevaba dentro. Esta era fundamentalmente novelesca. Los personajes literarios que pululaban en los caminos de esa Francia parecieron, aquella noche memorable, despertar de un largo sueño. En otro tiempo, por más que blandiesen sus espadas, trepasen por escalas de cuerda, ingiriesen arsénico, declarasen su amor o viajasen en carroza con la cabeza cortada de su amado en las rodillas, no abandonaban su mundo ficticio. Con ser exóticos, brillantes y quizá divertidos, no lograban impresionarme. Al igual que el cura de Flaubert, ese sacerdote de provincias a quien confesaba Emma sus tormentos, tampoco yo entendía a aquella mujer: «Pero ¿qué más puede desear esa mujer, teniendo como tiene una casa bonita, un marido trabajador y el respeto de los vecinos?…».
Los amantes del Elíseo me ayudaron a entender Madame Bovary. En una fulgurante intuición, me vino a la mente este detalle: los dedos grasientos del peluquero estirando y alisando con destreza los cabellos de Emma. En el estrecho salón, se respira un aire sofocante, la luz mortecina de las velas aleja las sombras de la noche en ciernes. La mujer, sentada ante el espejo, acaba de dejar a su joven amante y se dispone a regresar a su casa. Sí, adiviné lo que podía sentir una mujer adúltera, al anochecer, en la peluquería, entre el postrer beso de una cita en el hotel y las primeras y rutinarias palabras que tendría que dirigir al marido… Sin acertar a explicármelo yo mismo, oía una cuerda vibrante en el interior de esa mujer. Mi corazón resonaba al unísono. «¡Emma Bovary soy yo!», me musitaba una voz risueña que surgía de los relatos de Charlotte.
El tiempo que fluía en nuestra Atlántida poseía sus propias leyes. Para ser más precisos, no fluía, sino que trazaba ondas en torno a cada acontecimiento evocado por Charlotte. Cada hecho, aun puramente accidental, quedaba incrustado para siempre en la cotidianidad de ese país. Por su cielo nocturno cruzaba siempre un cometa, por más que nuestra abuela, remitiéndose a un recorte de prensa, nos precisara la fecha exacta de esa aparición celeste: 17 de octubre de 1882. Ya no podíamos imaginar la Torre Eiffel sin ver a aquel austríaco loco que se arrojaba desde la aguja dentada y, por una mala pasada del paracaídas, se estrellaba en medio de una multitud de curiosos. El Pére-Lachaise no era ni mucho menos para nosotros un apacible cementerio, animado por los respetuosos susurros de un grupo de turistas. No, entre sus tumbas corría, en todas direcciones, gente armada que cruzaba disparos y se agazapaba tras las estelas funerarias. Ese combate entre communards y versalleses, narrado en una ocasión por nuestra abuela, había quedado asociado para siempre, en nuestras mentes, con el nombre del «Pére-Lachaise». Además, oíamos también el eco de la fusilería en las catacumbas de París. Porque, según Charlotte, se combatía en aquellos laberintos y las balas hendían los cráneos de los muertos de varios siglos atrás. Y si el cometa y los zepelines alemanes iluminaban el cielo nocturno de la Atlántida, el fresco azul del día se llenaba con la regular trepidación de un monoplano: un tal Louis Blériot cruzaba el canal de la Mancha.