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La elección de los acontecimientos era más o menos subjetiva. Su sucesión respondía sobre todo a nuestra febril ansia de saber, a nuestras preguntas desordenadas.

Pero, cualquiera que fuese su importancia, jamás escapaban a la regla generaclass="underline" la araña caía del techo durante la representación de Fausto en la Opera, y su explosión cristalina alcanzaba inmediatamente a todas las salas parisienses. El auténtico teatro implicaba para nosotros ese leve tañido del enorme racimo de cristal, lo bastante maduro como para desprenderse del techo al son de una floritura o de un alejandrino… Por lo que respecta al auténtico circo parisiense, sabíamos que en él las fieras acababan siempre despedazando al domador -como le había ocurrido al negro llamado Delmónico, al que habían atacado sus siete leonas.

Charlotte extraía sus conocimientos tanto de la maleta siberiana como de sus recuerdos de infancia. Varios de sus relatos se remontaban a una época todavía más antigua, referidos por su tío o por Albertine, quienes a su vez los habían oído contar a sus padres.

¡Pero a nosotros poco nos importaba la cronología exacta! El tiempo de la Atlántida no conocía sino la maravillosa simultaneidad del presente. El vibrante barítono que interpretaba a Fausto llenaba la sala: «Déjame, déjame contemplar tu rostro…», caía la araña, los leones se arrojaban sobre el desdichado Delmónico, el cometa rasgaba el cielo nocturno, el paracaidista se precipitaba desde la Torre Eiffel, dos ladrones aprovechaban la desidia estival para abandonar el Louvre de noche llevándose la Gioconda, el príncipe Borghese hinchaba el pecho, orgulloso de haber ganado el primer raid automovilístico Pekín-París vía Moscú… Y en la penumbra de un discreto salón del Elíseo, un hombre de atractivo bigote blanco abrazaba a su amante y se ahogaba en un postrer beso.

Ese presente, ese tiempo en que los gestos se repetían indefinidamente, era por supuesto una ilusión óptica. Pero merced a dicha visión ilusoria descubrimos algunos rasgos comunes entre los habitantes de nuestra Atlántida. En nuestros relatos, las calles parisienses se veían constantemente sacudidas por explosiones de bombas. Los anarquistas que las arrojaban debían de abundar tanto como las modistillas o los cocheros que conducían los coches de punto. Para mí, los nombres de algunos de esos enemigos del orden seguirían evocando durante mucho tiempo un fragor explosivo o el ruido de las armas: Ravachol, Santo Caserío…

Sí, en esas atronadoras calles descubrimos una de las singularidades del pueblo francés: se pasaba el tiempo reivindicando, nunca le satisfacía el statu quo alcanzado y estaba continuamente dispuesto a irrumpir en las arterias de sus ciudades para destronar, trastocar, exigir. En contraste con la absoluta calma social de nuestra patria, los franceses daban una imagen de rebeldes natos, de contestatarios convencidos, de protestones profesionales. La maleta siberiana -llena de periódicos que hablaban de huelgas, atentados y combates en barricadas- semejaba, a su vez, una enorme bomba en medio de la apacible somnolencia de Saranza.

Y a unas calles de donde se producían las explosiones, siempre en aquel presente inmutable, nos topamos con una tranquila tabernilla cuyo letrero nos leía sonriendo Charlotte en sus recuerdos: AU RATAFIA DE neuilly. «Esa ratafia», precisaba, «la servía el dueño en conchas de plata…»

Así, las gentes de nuestra Atlántida podían profesar cariño a una taberna, a su letrero, apreciar en él un ambiente en el que se sentían a sus anchas. Y conservar durante toda la vida el recuerdo de que allí, en la esquina de una calle, se tomaba ratafia en conchas de plata. No en vasitos de cristal tallado, ni en copas, sino en delicadas conchas. Era nuestro nuevo descubrimiento: esa ciencia oculta que combinaba el lugar donde se comía, el ritual de la comida y su tonalidad psicológica. «¿Poseen para ellos un alma sus tabernas favoritas?», nos preguntábamos, «¿o, al menos, una fisonomía personal?» Había un solo café en Saranza. Pese a su bonito nombre, Copo de Nieve, no despertaba en nosotros ninguna emoción particular, como tampoco la tienda de muebles que había al lado, ni la caja de ahorros de enfrente. Cerraba a las ocho de la noche, y lo único que suscitaba nuestra curiosidad era su oscuro interior, donde relucía el ojo azul de una lamparilla. En la ciudad a orillas del Volga donde vivía nuestra familia, había seis restaurantes y todos se parecían: a las siete en punto, el portero abría las puertas ante una multitud impaciente, la atronadora música, mezclada con olor a grasa chamuscada, inundaba la calle, y a las once la misma multitud, ahora embrutecida y tambaleante, se atropellaba para salir a la escalera exterior, junto a la cual una luz giratoria de la policía añadía una nota de fantasía a ese ritmo inmutable… Las conchas de plata de au ratafia de neuilly, repetíamos en un susurro.

Charlotte nos explicó la composición de la insólita bebida. Y, como es lógico, abordó el tema de los vinos. Entonces fue cuando, subyugados por un abigarrado tropel de denominaciones, sabores y aromas, supimos de los seres extraordinarios cuyo paladar era capaz de diferenciar toda esa gama de matices. ¡Seguían siendo los mismos que levantaban barricadas! Y al recordar las etiquetas de algunas botellas expuestas en los estantes del café Copo de Nieve, no podíamos sino rendirnos a la evidencia de que eran únicamente nombres franceses: «Champanskoe», «Koniak», «Silvaner», «Aligoté», «Muskat», «Kagor»…

Sí, tal contradicción nos dejaba perplejos: aquellos anarquistas habían sabido elaborar un sistema de bebidas coherente y complejo. ¡Y por si fuera poco, los innumerables vinos se combinaban, según Charlotte, de infinitas maneras con los quesos! Y éstos, a su vez, formaban una auténtica enciclopedia de gustos, rasgos típicos, humores individuales casi… Así pues, Rabelais, citado a menudo en nuestras veladas en la estepa, no había mentido.

Descubrimos que la comida, sí, la mera absorción de alimentos, podía llegar a ser un montaje escénico, una liturgia, un arte. Como lo de ese Café Anglais, en el Boulevard des Italiens, donde solía cenar el tío de Charlotte con sus amigos. Él le había contado a su sobrina la anécdota de aquella increíble cuenta de diez mil francos por un centenar de… ¡ranas! «Hacía mucho frío», recordaba el tío; «todos los ríos estaban helados. Fue menester llamar a cincuenta obreros para reventar aquel glaciar y dar con las ranas…» Yo no sabía qué nos sorprendía más: ese inimaginable plato, contrario a todas nuestras concepciones gastronómicas, o la legión de mujiks (así los veíamos) rompiendo bloques de hielo en el Sena helado.

Lo cierto es que empezábamos a hacernos un lío: el Louvre, El Cid en la Comédie Française, las barricadas, la fusilería en las catacumbas, la Academia, los diputados en una barca, y el cometa, y las arañas desplomándose unas tras otras, y el aluvión de vinos, y el último beso del presidente… ¡Y las ranas importunadas en su letargo invernal! Nos las veíamos con un pueblo dotado de una fabulosa variedad de sentimientos, actitudes, miradas, maneras de hablar, de crear, de amar.

Y luego estaba, según nos informaba Charlotte, el célebre cocinero Urbain Dubois, quien había dedicado a Sarah Bemhardt una sopa de gambas y espárragos. Teníamos que imaginarnos un bortsch dedicado a alguien, como un libro… Un día, seguimos por las calles de la Atlántida a un joven dandi que entró en el Weber, un café muy de moda, al decir del tío de Charlotte. Pidió lo de siempre: un racimo de uvas y un vaso de agua. Era Marcel Proust. Observábamos ese racimo y esa agua, y ante nuestros fascinados ojos se trocaban en un plato de incomparable elegancia. Luego lo que contaba no era tanto la variedad de vinos o la abundancia rabelesiana de comida, como…