La captura de las esfinges acopladas me trajo a la mente dos recuerdos muy antiguos, los más misteriosos de mi infancia. El primero, que se remontaba a mis ocho años, se resumía en las palabras de una vieja canción que a veces mi abuela susurraba más que cantaba, sentada en su balcón, mientras, con la cabeza inclinada, remendaba el cuello o reforzaba los botones de una prenda. Los últimos versos de su canción, sobre todo, me dejaban como extasiado:
«…Y allí dormiríamos hasta el fin de los tiempos».
Ese prolongadísimo sueño compartido por dos enamorados rebasaba mi comprensión infantil. Yo ya sabía que cuando la gente moría (como aquella anciana vecina cuya desaparición me habían explicado tan bien aquel invierno) se dormía para siempre. ¿Como los amantes de la canción? El amor y la muerte se habían unido de esa extraña manera en mi joven cerebro. Y la melancólica belleza de la melodía contribuía a acrecentar esa turbación. El amor, la muerte, la belleza… Y ese cielo del atardecer, ese viento, ese olor de la estepa, los sentía como si, por obra de la canción, acabase de comenzar mi vida en aquel instante.
Me resultaba imposible ponerle una fecha al segundo recuerdo, que era lejanísimo. Ni siquiera había un «yo» preciso en su nebulosa, tan sólo una intensa sensación de luz, la aromática fragancia de las hierbas y esas líneas plateadas atravesando la densidad azulada del aire; muchos años más tarde las identificaría como telas de araña. Con todo, este recuerdo, inaprensible y confuso, me sería caro, pues llegué a convencerme de que se trataba de una reminiscencia prenatal. Sí, un eco que me venía de mi ascendencia francesa. Y en un relato de mi abuela hallaría todos los elementos de dicho recuerdo: el sol otoñal de su viaje a Provenza, el olor de los campos de lavanda y aun esas telas de araña ondulando en el aire embalsamado. Nunca me atrevería a hablarle de mi presciencia infantil.
El verano siguiente mi hermana y yo vimos llorar a nuestra abuela… Por vez primera en nuestra vida.
Mi abuela era para nosotros una suerte de justa y benévola divinidad, siempre equilibrada y de serenidad perfecta. Su historia personal, que desde hacía tiempo se había convertido en un mito, la situaba por encima de las tribulaciones de los simples mortales. No, no vimos ninguna lágrima. Tan sólo una dolorosa crispación en sus labios, pequeños temblores que le recorrían las mejillas, rápidos pestañeos…
Sentados en la alfombra cubierta de papeles arrugados, nos hallábamos inmersos en un juego apasionante: íbamos extrayendo unas piedrecitas de sus envoltorios blancos y las comparábamos: tan pronto aparecía un fragmento de cuarzo como un guijarro liso y agradable al tacto. En el papel había anotados nombres que nosotros, en nuestra ignorancia, interpretábamos como enigmáticas denominaciones mineralógicas: Fécamp, La Rochelle, Bayona… Dentro de uno de los envoltorios descubrimos incluso un fragmento ferroso y áspero, medio oxidado. Creímos leer el nombre del extraño metaclass="underline" «Verdón»… Así pasaron por nuestras manos varias piezas de aquella colección. Cuando entró nuestra abuela, el juego ya se había animado. Nos disputábamos las piedras más bonitas, probábamos su dureza golpeándolas unas con otras, rompiéndolas en ocasiones. Las que se nos antojaban feas -como el «Verdón», por ejemplo- las arrojábamos por la ventana, a un arriate de dalias. Varios envoltorios quedaron destrozados…
La abuela se detuvo ante aquel campo de batalla sembrado de bultitos blancos. Alzamos los ojos. Fue entonces cuando las lágrimas parecieron asomar a sus ojos grises, lo justo para que su brillo se nos hiciese insoportable.
No, nuestra abuela no era una diosa impasible. También ella podía ser presa de una desazón, de un súbito desasosiego. ¡Ella, que tan serenamente avanzaba a nuestros ojos por el apacible curso de los días, también podía estar a punto de llorar alguna vez!
A partir de aquel verano, la vida de mi abuela me reveló facetas nuevas, inesperadas. Y sobre todo mucho más personales.
Antes, su pasado se resumía en unos cuantos talismanes, en algunas reliquias familiares, como ese abanico de seda que me recordaba a una fina hoja de arce, o como el famoso «bolsito del Pont-Neuf». Según se decía en nuestra familia, lo había encontrado en dicho puente Charlotte Lemonnier a la edad de cuatro años. La niña corría delante de su madre, cuando se detuvo bruscamente y exclamó: «¡Un bolso!». Y más de medio siglo después, su cristalina voz resonó, con debilitado eco, en una ciudad perdida en medio de las ilimitadas tierras rusas, bajo el sol de las estepas. En ese bolso, de piel de cerdo con incrustaciones de esmalte azul en el cierre, guardaba mi abuela su colección de piedras de antaño.
Ese viejo bolso, uno de los primeros detalles que recordaba de su vida, significaba para nosotros la génesis del mundo fabuloso de su memoria: París, el Pont-Neuf… Una sorprendente galaxia en gestación que dibujaba sus contornos aún difuminados ante nuestros fascinados ojos.
Había además, entre esos vestigios del pasado (recuerdo el placer con que acariciábamos los cantos dorados y lisos de los libros rosas: Mémoires d’un caniche, La soeur de Gribouille…), un testimonio todavía más remoto. Una foto, tomada ya en Siberia, en la que aparecían Albertine, Norbert y, delante de ellos, en un entorno muy artificial -como lo es siempre el mobiliario en el estudio de un fotógrafo-, encaramada a una especie de velador muy alto, Charlotte, a la edad de dos años, con un gorro adornado con encajes y un vestido de muñeca. Esa foto montada en cartulina gruesa, con el nombre del fotógrafo y las efigies de las medallas que le habían concedido, nos intrigaba sobremanera: «¿Qué tiene en común esa preciosa mujer de semblante puro y fino, aureolado de sedosos rizos, con ese anciano cuya barba blanca está dividida en dos rígidas trenzas que parecen los colmillos de una morsa?».
Sabíamos ya que el anciano, nuestro bisabuelo, tenía veintiséis años más que Albertine. «¡Es como si se hubiese casado con su propia hija!», me decía mi hermana, escandalizada. Semejante unión nos parecía ambigua, malsana. Todos nuestros libros escolares abundaban en historias sobre matrimonios entre una muchacha sin dote y un anciano rico, avaro, ávido de juventud. Hasta tal punto que no concebíamos que pudiera darse otra clase de alianza conyugal en la sociedad burguesa. Tratábamos de descubrir en los rasgos de Norbert alguna viciosa malignidad o una mueca de mal disimulada satisfacción. Pero su rostro era sencillo y franco como el de los intrépidos exploradores que aparecían en las ilustraciones de nuestros libros de Julio Veme. Por lo demás, ese viejo de larga barba blanca tan sólo contaba en aquel entonces cuarenta y ocho años…
Por su parte, Albertine, supuesta víctima de las costumbres burguesas, no tardaría en encontrarse en el borde resbaladizo de una tumba abierta en la que empezaban a caer las primeras paletadas de tierra. Se debatiría con tal violencia entre las manos que la retendrían, lanzaría tan desgarradores gritos, que incluso el fúnebre tropel de rusos que había acudido a aquel cementerio, en una lejana ciudad de Siberia, se quedaría estupefacto. Aunque habituadas a la trágica brillantez que caracteriza los funerales rusos, a las lágrimas torrenciales y a las lamentaciones patéticas, esas gentes se quedarían atónitas ante la torturada belleza de la joven francesa. Albertine se revolvería al pie de la tumba gritando en su sonora lengua: «¡Arrojadme a mí también! ¡Arrojadme a mí también!».
Un terrible plañido que resonaría durante mucho tiempo en nuestros oídos infantiles.
– Es que ella… a lo mejor le quería… -me dijo un día mi hermana, que era mayor que yo. Acto seguido, se ruborizó.
Pero en esa foto de principios de siglo, más que la insólita unión entre Norbert y Albertine, la que despertaba mi curiosidad era Charlotte. Sobre todo los deditos de sus pies descalzos. Por simple ironía del azar o por cierta involuntaria coquetería, los tenía rígidamente doblados hacia la planta del pie. Tan anodino detalle confería a la foto, en definitiva harto vulgar, un singular significado. Sin acertar a expresar mi pensamiento, me limitaba a repetir para mis adentros con voz soñadora: «Esa niña encaramada, quién sabe por qué, a un extraño velador, un día de verano desvanecido para siempre, el 22 de julio de 1905, en un rincón perdido de Siberia. Sí, esa diminuta francesa que celebra ese día sus dos años, esa niña que mira al fotógrafo y por un capricho inconsciente crispa los dedos de los pies increíblemente pequeños, permitiéndome así penetrar en ese día, percibir su ambiente, su época, su color…».