Embargado por mi melancolía de adolescente, me asaltó de súbito una confusa alegría. Me pareció haber entendido la serenidad con que el viejo guerrero se enfrentaba a la inminente derrota, al sufrimiento y a la muerte. Ni estoico ni pánfilo, caminaba, con la cabeza alta, a través de un país llano, frío y triste, al que pese a todo amaba y llamaba «patria». Parecía invulnerable. Durante una fracción de segundo, me dio la impresión de que mi corazón latía al mismo ritmo que el suyo, imponiéndose sobre el miedo, la fatalidad y la soledad. En ese desafío sentí vibrar como una nueva cuerda de la armonía viva que era para mí Francia. De inmediato intenté darle un nombre: ¿orgullo patriótico?, ¿prestigio? ¿O la famosa furia francesa que los italianos reconocían a los guerreros de ese país?
Evocando mentalmente esas etiquetas, vi que el rostro del viejo soldado se cerraba poco a poco, que sus ojos se apagaban. Tomaba a ser un personaje de una vieja reproducción de colores grises y oscuros. Era como si hubiese apartado la mirada para ocultarme ese misterio que yo acababa de entrever.
Otro fulgor del pasado fue aquella mujer, vestida con una chaqueta enguatada y un grueso chascás, cuyo retrato descubrí en un álbum lleno de fotos que databan de la época francesa de nuestra familia. Recordé que la foto había desaparecido del álbum tan pronto como me llamó la atención, y le pregunté por ella a Charlotte. Me esforcé en recordar por qué no pude obtener respuesta en aquel entonces. Me vino a la memoria la escena: le muestro la foto a mi abuela y de repente veo cruzar una rápida sombra que me hace olvidar la pregunta; en la pared apreso con la mano una extraña mariposa, una esfinge de dos cabezas, dos cuerpos y cuatro alas.
Me dije que ahora, cuatro años después, aquella esfinge doble carecía ya de misterio para mí: dos mariposas acopladas, sencillamente. Pensé en las personas acopladas, intentando imaginar los movimientos de sus cuerpos… Y de repente comprendí que desde hacía meses, años quizá, no dejaba de pensar en esos cuerpos enlazados, fundidos. Pensaba en ellos sin darme cuenta, a cada instante del día, hablando de otras cosas. Como si la febril caricia de las esfinges ardiese de continuo en mi mano.
Preguntarle a Charlotte quién era la mujer de la chaqueta enguatada se me antojaba ahora definitivamente imposible. Se erguía entre mi abuela y yo un obstáculo absoluto: el cuerpo femenino soñado, codiciado, poseído mil veces en el pensamiento.
Por la noche, Charlotte, mientras me servía té, dijo con voz distraída:
– Qué raro que no haya pasado todavía la Kukuchka…
Saliendo de mi ensoñación, alcé los ojos hacia ella. Nuestras miradas se cruzaron… No abrimos la boca hasta que concluyó la cena.
Aquellas tres mujeres cambiaron mi visión de las cosas, mi vida…
Las descubrí por azar, en el reverso de un recorte de prensa sepultado en la maleta siberiana. Estaba leyendo, una vez más, el artículo sobre el primer raid automovilístico «Pekín-París vía Moscú», como para demostrarme a mí mismo que estaba todo archisabido, que la Francia de Charlotte se había agotado de una vez por todas. Dejé caer distraídamente la hoja en la alfombra y miré por la puerta abierta del balcón. Era un día especial, de finales de agosto, fresco y soleado. El viento frío que atravesaba los Urales traía a nuestras estepas las primeras ráfagas del otoño. Todo brillaba en aquella luz límpida. Los árboles de la Stalinka se recortaban con frágil nitidez en el cielo intensamente azulado. El horizonte trazaba una línea pura, cortante. Pensaba para mí, con amarga resignación, que se acercaba el final de las vacaciones. El final también de un periodo de mi vida, un final marcado por este extraordinario descubrimiento: mis conocimientos no me procuraban ni la felicidad ni el contacto privilegiado con lo esencial… A ello se sumaba otra revelación: no podía dejar de pensar en el cuerpo femenino, en los cuerpos de las mujeres. Todos los demás pensamientos eran complementarios, accidentales, guardaban relación con eso. Sí, me rendía a la evidencia de que ser un hombre significaba pensar constantemente en las mujeres, ¡de que el hombre no era sino ese soñador de mujeres! Y de que yo empezaba a serlo…
Por un divertido capricho, la página de periódico se había vuelto al caer sobre la alfombra. Al recogerla, divisé en el reverso a aquellas tres mujeres de principios de siglo. Nunca las había visto, pues ni sospechaba la existencia de ese reverso. Tan imprevisto hallazgo me intrigó. Acerqué la foto a la luz del balcón…
Y de inmediato, me enamoré de ellas; de sus cuerpos y de sus ojos dulces y atentos, que permitían adivinar demasiado bien la presencia de un fotógrafo inclinado bajo una tela negra, tras un trípode.
Su feminidad no podía sino trastornar el corazón del solitario y huraño adolescente que era yo. Una feminidad en cierto modo normativa. Llevaban las tres un largo vestido negro que resaltaba la amplia redondez del pecho y ceñía las caderas, pero sobre todo, antes de abrazar las piernas y derramarse en graciosos pliegues en torno a los pies, la tela insinuaba la discreta curva del vientre. ¡La púdica sensualidad de aquel triángulo levemente abultado me fascinó!
Sí, su belleza era precisamente la que un joven soñador carnalmente inocente podía imaginar sin cesar en sus fantasías eróticas. Era la representación de una mujer «clásica». Idea de la feminidad encamada. Visión de la amante ideal. Comoquiera que fuese, así contemplaba yo a aquellas tres elegantes con sus ojazos sombreados de negro, con ese aire de otro tiempo que, en los retratos de las generaciones anteriores, se nos aparece siempre como la señal de cierta ingenuidad, de un candor espontáneo, ausente en nuestros contemporáneos, que nos impresiona y nos inspira confianza.
En realidad, lo que me maravillaba sobre todo era la precisión de esa coincidencia: mi inexperiencia amorosa aspiraba precisamente a esa Mujer en abstracto, a una mujer desprovista todavía de las particularidades camales que el deseo maduro sabría detectar en su cuerpo.
Las contemplaba con creciente malestar. Sus cuerpos me resultaban inaccesibles. No, no se trataba de la imposibilidad real de acceder a ellas. Hacía tiempo que mi imaginación erótica había aprendido a sortear ese obstáculo. Cerraba los ojos y veía desnudas a mis hermosas paseantes. Cual un químico, merced a una sabia síntesis, podía recomponer su carne a partir de los elementos más triviales: con la gravidez del muslo de una mujer que me había rozado un día en un autobús abarrotado, con las curvas de los cuerpos bronceados en las playas, con los desnudos de los cuadros. ¡Y hasta con mi propio cuerpo! Sí, pese al tabú que vedaba en mi patria la desnudez, y con mayor motivo la desnudez femenina, hubiera sabido recomponer con los dedos la elasticidad de un pecho y la suavidad de una cadera.
No, las tres elegantes me eran inaccesibles por otros motivos… Cuando quise recrear la época en que habían vivido, mi memoria obedeció al instante. Me acordé de Blériot que, por aquel entonces, atravesaba la Mancha en su monoplano, de Picasso, que pintaba Las señoritas de Aviñón… La cacofonía de los hechos históricos resonó en mi cabeza. Pero las tres mujeres permanecían inmóviles, inanimadas -tres piezas de museo con una inscripción: las elegantes de la Belle Epoque en los jardines de los Campos Elíseos-. Intenté entonces hacerlas mías, convertirlas en mis amantes imaginarias. Valiéndome de mi síntesis erótica, modelé sus cuerpos, y se movieron, pero con la rigidez de unas mujeres aletargadas que alguien se hubiera propuesto hacer andar vestidas, imitando su despertar. Y como para acentuar esa impresión de torpor, la síntesis de aficionado extrajo de mi memoria una imagen que me arrancó una mueca: el pecho desnudo, fláccido, de una vieja borracha que viera un día en la estación. Sacudí la cabeza para ahuyentar la repugnante visión.