Выбрать главу

Esa sensación llena de contrastes perduró varios segundos en mi rostro.

La magia del pasado transfigurado me había exaltado y abrumado a un tiempo. Sentado en el balcón, respiraba entrecortadamente, la mirada perdida en la noche de las estepas. Me había convertido sin duda en un obseso de esa alquimia del tiempo. No bien volví en mí, repetí mi «ábrete sésamo»: «Y sin embargo, en la vida del viejo soldado existió aquel día de invierno…». Y se me apareció aquel anciano tocado con un casco estilo conquistador. Caminaba apoyándose en su larga pica. Su rostro arrebolado por el viento se hallaba abismado en amargos pensamientos: meditaba sobre su vejez y sobre aquella guerra, que se prolongaría cuando él ya no estuviera allí. De pronto, en el aire mortecino del gélido día, percibió el olor de una hoguera. Aquel efluvio agradable y un poco ácido se mezclaba con el frescor de la escarcha que cubría los campos desnudos. El anciano aspiró profundamente una acre bocanada de aire invernal. En su rostro severo se dibujó una velada sonrisa. Entornó levemente los párpados. Era él ese hombre que aspiraba con avidez el viento helado que olía a hoguera. El. Allí. En aquel instante. Bajo aquel cielo… La batalla en la que iba a intervenir, y la guerra y aun su muerte se le antojaron entonces incidentes de poca monta. Sí, episodios de un destino infinitamente más grande, un destino en el que él iba a participar, en el que él participaba ya, por el momento de modo inconsciente. Respiraba profundamente, sonreía entrecerrando los ojos. Adivinaba que el instante que estaba viviendo inauguraba ese destino presentido…

Charlotte regresó al caer la noche. Yo sabía que, en ocasiones, pasaba la tarde en el cementerio. Escardaba el pequeño macizo de flores delante de la tumba de Fiódor, lo regaba y limpiaba la estela rematada con una estrella roja. Abandonaba el cementerio cuando comenzaba a declinar el día. Caminaba lentamente, cruzando todo Saranza, sentándose de cuando en cuando en un banco. Esas noches no salíamos al balcón…

Entró. Oí emocionado sus pasos en el corredor y en la cocina. Sin pensármelo dos veces, fui a pedirle que me hablara de la Francia de su niñez. Como antaño.

Los instantes que acababa de vivir me parecían ahora una extraña locura, hermosa y aterradora a la par. Era imposible negarlos, pues perduraba en todo mi cuerpo su eco luminoso. ¡Los había vivido de verdad! Pero por un solapado espíritu de contradicción, mezcla de miedo y de soliviantada sensatez, necesitaba negar mi descubrimiento, destruir ese universo del que había entrevisto unos fragmentos. Esperaba de Charlotte un tranquilizador relato infantil sobre la Francia de su niñez. Un recuerdo familiar y liso como un cliché fotográfico, que me ayudase a olvidar mi locura pasajera.

No contestó de inmediato a mi requerimiento. Sin duda había advertido que algún motivo grave me movía a alterar de ese modo nuestras costumbres. Debieron de venirle a la mente las vacuas conversaciones que sosteníamos desde hacía varias semanas, y nuestra tradición de los relatos al atardecer, ritual traicionado ese verano.

Tras un minuto de silencio, suspiró esgrimiendo una leve sonrisa:

– Pero ¿y qué puedo contarte? Si ahora ya lo sabes todo… Espera, mejor te leeré un poema…

Y me dispuse a vivir la noche más extraordinaria de mi vida. Porque Charlotte tardó mucho en dar con el libro que buscaba. Y con la maravillosa libertad con que la veíamos a veces trastocar el orden de las cosas, ella, mujer por lo demás ordenada y puntillosa, transformó la noche en una larga velada. En el suelo se amontonaban rimeros de libros. Nos encaramamos a la mesa para explorar los estantes más altos. El libro no aparecía.

Por fin, a eso de las dos de la mañana, Charlotte, irguiéndose en medio de un pintoresco maremágnum de libros y muebles, exclamó:

– ¡Pero qué boba soy! Si ese poema empecé a leéroslo a ti y a tu hermana el verano pasado, ¿recuerdas? Y luego… Ahora no me acuerdo. El caso es que nos detuvimos en la primera estrofa. Así que tiene que estar ahí.

Y se inclinó hacia un armarito que estaba junto a la puerta del balcón, lo abrió y, al lado de un sombrero de paja, vimos el libro.

La oía leer sentado en la alfombra. Una lámpara de mesa colocada en el suelo le iluminaba el rostro. Nuestras siluetas se dibujaban en la pared con increíble precisión. De cuando en cuando, se colaba por el balcón una ráfaga de aire frío procedente de la estepa nocturna. La voz de Charlotte poseía la tonalidad de esas palabras cuyo eco sigue escuchando uno años después de haberlas oído:

… Or, chaque fois que je viens á l’entendre,

De deux cents ans mon âme se rajeunit…

C’est sous Louis treize et je crois voir s’étendre

Un coteau vert, que le couchant jaunit.

Puis un cháteau de brique à coins de pierre,

Aux vitraux teints par de rougeátres couleurs,

Ceint de grands parcs, avec une rivière

Baignant ses pieds, qui coule entre des fleurs;

Puis une dame, a sa haute fenêtre,

Blonde aux yeux noirs, en ses habits anciens,

Que, dans une autre existence peut-être,

J'ai déj`a vue… et dont je me souviens! [12]

No dijimos nada más durante esa insólita noche. Antes de dormirme, pensé en aquel hombre que, en el país de mi abuela, siglo y medio atrás, había tenido el valor de contar su «locura»: ese instante soñado, más auténtico que cualquier sensata realidad.

A la mañana siguiente, me desperté tarde. En la habitación contigua reinaba de nuevo el orden… El viento había cambiado de dirección y traía las ráfagas cálidas del Caspio. El frío día de la víspera parecía haber quedado muy atrás.

Hacia el mediodía, sin haberlo decidido previamente, salimos a la estepa. Caminábamos en silencio, el uno al lado del otro, contorneando las malezas de la Stalinka. A continuación, cruzamos los angostos raíles invadidos por los hierbajos. La Kukuchka dejó oír su pitido a lo lejos. Ante nosotros vimos surgir el pequeño convoy, que parecía avanzar entre matas de flores. Se acercó, cruzó nuestro sendero y se fundió en el velo de calor. Charlotte la siguió con la mirada y murmuró dulcemente mientras reanudaba la marcha:

– De niña, cogí una vez un tren que era casi primo de la Kukuchka. Aquél transportaba viajeros y serpenteaba con sus vagoncillos por la Provenza. Íbamos a pasar unos días a casa de una tía que vivía en… He olvidado el nombre de aquella ciudad. Sólo me acuerdo del sol que inundaba las colinas y del canto seco y sonoro de las cigarras cuando nos deteníamos en pequeñas estaciones adormecidas. En aquellas colinas, los campos de lavanda se extendían hasta perderse la vista… Sí, el sol, las cigarras, aquel azul intenso, y el olor que entraba por las ventanas abiertas, traído por el viento…

Yo caminaba a su lado sin despegar los labios. Sentía que «la Kukuchka» sería a partir de entonces la primera palabra de nuestra nueva lengua. De esa lengua que expresaría lo indecible.

Dos días después abandonaba Saranza. Por vez primera en mi vida, el silencio de los últimos minutos antes de arrancar el tren no me resultó embarazoso. Desde la ventanilla miraba a Charlotte, en el andén, en medio de gentes que gesticulaban como sordomudos, temiendo que no las oyeran los que partían. Charlotte callaba y, al cruzarse nuestras miradas, esbozaba una leve sonrisa. No necesitábamos palabras.

III

1

En otoño, apenas unos días separaron el periodo en que, avergonzado de confesármelo a mí mismo, disfrutaba de la ausencia de mi madre, hospitalizada «para una simple revisión», según nos dijo ella, y la tarde en que, al salir de la escuela, me enteré de su muerte.

Al día siguiente de su ingreso en el hospital, reinaba ya un agradable abandono en nuestro piso. Mi padre se quedaba mirando la televisión hasta la una de la mañana. Yo, saboreando ese preludio de libertad de adulto, intentaba retrasar cada día un poco más la hora de regresar a casa: nueve, nueve y media, diez…

вернуться

[12] Y cada vez que llega a mis oídos, / Doscientos años rejuvenezco… / Son tiempos de Luis XIII y ante mí veo / Un verde collado que el crepúsculo dora. // Y un castillo con cantos de piedra, / Vidrieras de rojizos colores, / En torno a él, grandes jardines; un río / Que baña sus pies y entre las flores corre. II Y una dama, en el alto ventanal, / Rubia, de ojos negros, con antiguo atavío, / A quien tal vez en otra existencia / He visto… ¡y la tengo en mi recuerdo!