Pasaba esas últimas horas de la tarde en un punto de la ciudad donde, en el crepúsculo de otoño y con un pequeño esfuerzo de imaginación, se producía una ilusión óptica sorprendente: la de un atardecer lluvioso en una metrópoli de Occidente. Era un lugar único en medio de las anchas y monótonas avenidas de nuestra ciudad. Allí las calles, al entrecruzarse, se dispersaban como los radios de un círculo; las fachadas de los edificios se recortaban en forma de trapecio. Yo sabía que, en París, Napoleón había ordenado que los cruces de las calles tuvieran esa disposición, para evitar así colisiones de coches…
Cuanto más densa era la oscuridad, más completa resultaba mi ilusión. Poco me importaba saber que una de esas casas albergaba el museo local del ateísmo y que las paredes de las demás escondían abarrotados pisos comunitarios. Contemplaba la acuarela amarilla y azul de las ventanas bajo la lluvia, los reflejos de los faroles en el asfalto grasiento, los perfiles de los árboles desnudos. Estaba solo y era libre, feliz. Entre susurros, hablaba conmigo mismo en francés. Ante esas fachadas en forma de trapecio, la sonoridad de esta lengua se me antojaba de lo más natural. ¿Se materializaría en algún encuentro la magia que había descubierto aquel verano? Me parecía que cada mujer con la que me cruzaba quería hablarme. Cada media hora arrancada a la noche insuflaba consistencia a mi espejismo francés. Dejaba de pertenecer a mi época y a mi país. En aquella glorieta nocturna, me sentía maravillosamente ajeno a mí mismo.
Últimamente el sol me producía hastío; el día se había convertido en una inútil espera de mi auténtica vida, la noche…
La noticia, sin embargo, me llegó en pleno día; yo entornaba los ojos cegados por la primera escarcha. A mi paso, resonó una voz en medio del alborozado tropel de alumnos, que seguían mostrándome la misma hostilidad y desdén.
– ¿Os habéis enterado? Se ha muerto su madre…
Columbré algunas miradas curiosas. Reconocí al que había hablado; era el hijo de nuestros vecinos…
La indiferencia del comentario me dio tiempo para hacerme a la idea de una situación inconcebible: mi madre había muerto. Todos los acontecimientos de los últimos días se fundieron de súbito en un cuadro coherente: las frecuentes ausencias de mi padre, su silencio, la llegada, días atrás, de mi hermana (entonces caí en la cuenta de que no coincidía con las vacaciones universitarias…).
Me abrió la puerta Charlotte. Había llegado de Saranza esa misma mañana. ¡Luego todos lo sabían! Y yo seguía siendo «el niño al que de momento no le diremos nada». Y ese niño, sin saber nada, seguía paseándose por su carrefour «francés», imaginándose adulto, libre, misterioso. Ese desengaño fue el primer sentimiento provocado por la muerte de mi madre. De inmediato dio paso a la vergüenza: ¡mi madre se estaba muriendo, y yo, en mi egoísta satisfacción, me regodeaba con mi libertad, recreando el otoño parisiense bajo las ventanas del museo del ateísmo!
Durante esos tristes días, e incluso en el entierro, Charlotte fue la única que no lloró. Con rostro impasible y ojos serenos, se ocupaba de todas las tareas domésticas, recibía a las visitas y acomodaba a los parientes llegados de otras ciudades. Su sequedad disgustaba a la gente…
«Puedes venir a casa cuando quieras», me dijo al marchar. Meneé la cabeza, recordando Saranza, el balcón, la maleta atestada de viejos periódicos franceses. De nuevo sentí vergüenza: mientras ella y yo nos contábamos historias, la vida proseguía con sus alegrías y dolores auténticos, mi madre trabajaba, ya enferma, sufría sin confesárselo a nadie, se sabía condenada sin dejarlo traslucir con una palabra o un gesto. Y nosotros dos hablábamos durante días de las elegantes de la Belle Epoque…
Vi marcharse a Charlotte con alivio. Me sentía veladamente implicado en la muerte de mi madre. Sí, pesaba sobre mí esa vaga responsabilidad que experimenta el espectador cuya mirada hace tambalearse o incluso caer a un funámbulo. Charlotte me había enseñado a distinguir a la gente en medio de una gran ciudad industrial como París, ella me había encerrado en aquel pasado soñado desde el que yo dirigía miradas distraídas a la vida real.
Y la vida real era esa capa de agua que, con un escalofrío, vi estancada en el fondo de la tumba el día del entierro. Bajo una fina lluvia de otoño, lentamente, depositaron el ataúd en esa mezcla de agua y fango…
La vida real se dejó sentir también con la llegada de mi tía, la hermana mayor de mi padre. Vivía en una barriada obrera cuyos habitantes se levantaban a las cinco de la mañana para agolparse a las puertas de las gigantescas fábricas de la ciudad. Esa mujer trajo consigo el hálito pesado e intenso de la vida rusa: una extraña amalgama de crueldad, ternura, embriaguez, anarquía, irrefrenable alegría de vivir, lágrimas, esclavitud consentida, obcecación obtusa e inesperada agudeza… Descubrí, con creciente asombro, un universo eclipsado antaño por la Francia de Charlotte.
Mi tía temía, por encima de todo, que mi padre se diera a la bebida, hábito fatal de los hombres que había conocido en su vida. Por eso, cada vez que venía a vernos repetía: «¡Nikolái, ni se te ocurra beber amargo!». Es decir, vodka. El asentía maquinalmente sin oírla, y reiteraba sacudiendo enérgicamente la cabeza:
– No, no. Tenía que haberme muerto yo primero. Está claro. Así…
Y se llevaba la mano a su cráneo calvo. Yo sabía que encima de la oreja izquierda tenía un «agujero», una zona tan sólo cubierta por una piel fina y lisa en la que se percibían rítmicos latidos. Mi madre siempre había temido que mi padre se viera envuelto en una pelea y muriera de un simple papirotazo…
– Ni se te ocurra tocar el amargo…
– No. Tenía que haberme muerto yo primero…
Aunque no se dio a la bebida, las advertencias de su hermana resultaron estúpidamente justificadas. Una noche de febrero, en la época de los últimos y más rigurosos fríos del invierno, se desplomó en un callejón cubierto de nieve, fulminado por un ataque cardiaco. Los milicianos que lo encontraron tumbado en la nieve, confundiéndolo a primera vista con un beodo, lo llevaron al «desemborrachadero». Hasta el día siguiente no se advertiría el error…
De nuevo la vida real, con su fuerza arrogante, vino a desafiar mis quimeras. Bastó y sobró un ruido: los milicianos habían transportado el cuerpo en un furgón cubierto con una lona donde hacía tanto frío como en el exterior; y ese cuerpo, al colocarlo sobre el banco de madera del furgón, sonó como un bloque de hielo…
No podía mentirme a mí mismo. En la profunda maraña de pensamientos sin máscara, de confesiones sin rodeos -que me hacía a mí mismo-, la desaparición de mis padres no había dejado heridas incurables. Sí, en aquellas conversaciones secretas conmigo mismo reconocía para mis adentros que no sufría en demasía.
Y si lloraba alguna vez, no lloraba por haberlos perdido. Eran lágrimas de impotencia ante una verdad pasmosa: toda una generación de muertos, de mutilados, de personas que no habían disfrutado de su juventud. Decenas de millones de seres eliminados por las buenas de la vida. Los caídos en el campo de batalla disfrutaban al menos del privilegio de haber tenido una muerte heroica. Pero los supervivientes que fallecían diez o veinte años después de la guerra parecían morir «normalmente», «de viejos». Era preciso acercarse mucho a mi padre para ver encima de su oreja la señal ligeramente cóncava donde se notaba latir la sangre. Era preciso conocer a mi madre para distinguir en ella a la niña petrificada ante la ventana negra, bajo un cielo cuajado de extrañas estrellas runruneantes, durante la primera batalla de la guerra. Para ver en ella también a la adolescente esquelética, lívida, que se atragantaba al devorar mondas de patata…
Observaba la vida de ambos a través del vaho de las lágrimas. Veía a mi padre regresar a su pueblo natal, después de la desmovilización, una cálida noche de junio. Mi padre lo reconocía todo: el bosque, el río, la curva de la carretera. Luego se topaba con un lugar desconocido, una calle negra, formada por dos hileras de isbas calcinadas. Y ni un solo ser vivo. Únicamente el alegre canto de un cuclillo acompasado con los ardientes latidos de la sangre encima de su oreja.