Ahora éramos tres en nuestra cocina. Tres adultos. En cualquier caso, mi tía y Dimítrich no pretendían ocultarme nada. Hablaban, y a través de la bruma azul del tabaco, de mi ebriedad, me imaginaba un cochazo negro con cristales oscuros. Pese a su imponente tamaño, parecía un taxi en busca de clientes. Avanzaba con solapada lentitud, se detenía y arrancaba de nuevo, como para alcanzar a alguien. Yo observaba curioso sus idas y venidas por las calles de Moscú. De repente, adiviné lo que se proponía. El coche negro perseguía a las mujeres. A las guapas y jóvenes. Las examinaba desde los cristales opacos y avanzaba al ritmo de sus pasos. Luego las dejaba ir. O, a veces, decidiéndose por fin, se precipitaba tras ellas en una bocacalle transversal…
Dimítrich no tenía motivos para ocultarme nada. Lo contaba todo sin ambages. En el asiento trasero estaba repantigado un personaje gordinflón, con unas lentes embutidas en su rostro rechoncho. Beria. Elegía el cuerpo femenino que más le apetecía. Acto seguido, sus sicarios detenían a la viandante. Era la época en que ni tan sólo se necesitaba un pretexto. Trasladada a su residencia, la mujer era violada, sometida con alcohol, amenazas, torturas…
Dimítrich no contaba -ni él mismo lo sabía- qué pasaba después con aquellas mujeres. En cualquier caso, nadie volvía a verlas.
Pasé varias noches sin dormir. De pie ante la ventana, con la mirada perdida, la frente perlada de sudor, pensaba en Beria y en las mujeres condenadas a no vivir más que una noche. Mi cerebro se llenaba de quemaduras. Notaba en la boca un sabor ácido, metálico. Imaginaba que era el padre o el novio, o el marido de aquella joven acosada por el coche negro. Sí, durante unos segundos, mientras podía soportarlo, me veía en la piel de ese hombre, sentía su angustia, sus lágrimas, su cólera inútil, impotente, su resignación. ¡Porque todo el mundo sabía cómo desaparecían aquellas mujeres! Un horrible espasmo de dolor me recorría el vientre. Abría la ventana, rascaba la nieve que estaba pegada en el marco, me frotaba con ella la cara. Eso no mitigaba mis quemaduras. Veía ahora a aquel hombre retrepado tras el cristal oscuro del coche. En los vidrios de sus lentes se reflejaban las siluetas femeninas. Las seleccionaba, las examinaba, evaluaba sus encantos. Acto seguido, elegía…
¡Y yo me odiaba! Porque me resultaba imposible no admirar a aquel acosador de mujeres. Sí, había algo en mí que -con espanto, repulsión, vergüenza- se extasiaba ante el poder del hombre de las lentes. ¡Todas las mujeres le pertenecían! Se paseaba por el infinito Moscú como en medio de un harén. Y lo que más me fascinaba era su indiferencia. No necesitaba que le amasen; tanto le daba lo que pudieran sentir por él sus elegidas. Escogía a una mujer, la deseaba y, el mismo día, la poseía. Luego la olvidaba. Y cuantos gritos, lamentos, lágrimas, quejidos, súplicas e insultos oyera no eran para él sino alicientes que incrementaban el placer de la violación.
Perdí el conocimiento al inicio de mi cuarta noche en vela. Justo antes de sufrir el síncope, creí percibir el pensamiento febril de una de aquellas mujeres violadas, la que adivinaba de repente que en ningún caso la dejarían marchar. Este pensamiento que se abría paso a través de su delirio forzado, de su dolor, de su asco, resonó en mi cabeza y me hizo caer al suelo.
Al volver en mí, me sentí distinto. Más tranquilo, más fuerte también. Como un enfermo que tras una operación se habitúa de nuevo a caminar, avanzaba lentamente de una palabra a otra. Necesitaba ponerlo todo en orden. Murmuraba en la oscuridad breves frases que confirmaban mi nuevo estado.
– O sea que hay en mí otro ser capaz de contemplar tales violaciones. Puedo ordenarle que se calle, pero sigue estando ahí. Luego, en principio, todo está permitido. Me lo ha enseñado Beria. Y si Rusia me subyuga es porque no conoce límites, ni para el bien ni para el mal. Sobre todo para el mal. Me permite envidiar a ese cazador de cuerpos femeninos. Y aborrecerme. Y acercarme a una mujer magullada, aplastada por una masa de carne sudorosa. Y adivinar su último pensamiento lúcido: el de la muerte que seguirá al repugnante coito. Y aspirar a morir al tiempo que ella. Porque no se puede seguir viviendo cuando se lleva dentro a ese doble que admira a Beria…
Sí, era ruso, y de pronto comprendía de manera confusa qué implicaba eso. Llevar dentro de sí a todos los seres desfigurados por el dolor, los pueblos calcinados, los lagos helados llenos de cadáveres desnudos. Conocer la resignación de un rebaño humano violado por un sátrapa. Y el horror de sentirse partícipe en semejante crimen. Y el deseo rabioso de revivir todas esas historias pasadas para extirpar de ellas el sufrimiento, la injusticia, la muerte. Sí, alcanzar al coche negro en las calles de Moscú y aniquilarlo de un manotazo. Luego, conteniendo la respiración, acompañar a la joven que abre la puerta de su casa, sube la escalera… Dar cobijo a toda esa gente en mi corazón para poder liberarlos un día en un mundo redimido del mal. Pero, entretanto, compartir su dolor. Aborrecerse por cada desfallecimiento. Llevar ese compromiso hasta el delirio, hasta el desvanecimiento. Vivir casi cada día al borde del precipicio. Sí, eso es Rusia.
Y así, en mi desconcierto juvenil, me aferraba a mi nueva identidad, que en adelante sería para mí la vida misma, la que -pensaba yo- borraría para siempre mi ilusión francesa.
Esa vida reveló rápidamente su rasgo más característico (que la rutina de los días nos impide ver), su total inverosimilitud.
Antes vivía a través de los libros. Iba pasando de uno a otro personaje, según la lógica de una intriga amorosa o de una guerra. Pero aquella noche de marzo, tan tibia que mi tía había abierto la ventana de nuestra cocina, comprendí que esa vida no tenía la menor lógica ni coherencia. Y que acaso sólo fuese previsible la muerte.
Aquella noche, me enteré de lo que mis padres me habían ocultado siempre. Aquel turbio episodio en Asia centraclass="underline" Charlotte, los hombres armados, su asalto, sus gritos. Yo sólo conservaba aquella reminiscencia difusa e infantil de los relatos de antaño. ¡Las palabras de los adultos eran tan oscuras!
Esta vez la claridad de mis tíos me deslumbró. Con toda naturalidad, mientras pasaba las patatas humeantes a una fuente, mi tía dijo dirigiéndose a nuestro invitado sentado al lado de Dimítrich:
– Por supuesto que allá no viven como nosotros. ¡Le rezan a su dios cinco veces al día, para que te hagas una idea! E incluso comen sin mesa. Sí, todos sentados en el suelo. Bueno, en una alfombra. ¡Y sin cucharas, con los dedos!
El invitado, más bien con ánimo de reavivar la conversación, objetó con tono polemizante:
– Mujer, que no viven como nosotros es mucho decir. El verano pasado estuve en Tashkent. Y tampoco es tan distinto de aquí…
– ¿Y has estado en su desierto? -Mi tía alzó la voz, contenta de haber dado con un buen tema y de que la cena prometiese ser animada y amena-. Sí, en el desierto. A su abuela, por ejemplo -la tía hizo un gesto señalándome con la barbilla-, esa Cherlo…, Churl…, bueno, esa francesa, fue muy serio lo que le pasó allá. Los basmachs, esos bandidos que no querían someterse a los soviéticos, la cogieron un día en una carretera, ella era aún muy joven, y la violaron, ¡pero como bestias salvajes! Todos, uno tras otro. Serían seis o siete. Y tú me sales con que son como nosotros… Luego le dispararon una bala en la cabeza. Menos mal que el asesino de marras apuntó mal. Y al campesino que la llevaba en su carro lo degollaron como a un cordero. Así que eso de que viven como nosotros dejémoslo…
– Bueno, ¡pero es que estás hablando de otras épocas! -intervino Dimítrich.
Y siguieron discutiendo mientras bebían vodka y comían. Tras la ventana abierta, se oían los apacibles ruidos de nuestro patio. El aire de la noche era azul, suave. Hablaban sin reparar en que yo, petrificado en mi silla, no respiraba, no veía nada, no entendía lo que decían. Al final, abandoné la cocina como un sonámbulo, salí a la calle y caminé por la nieve fundida, tan ajeno a la límpida noche de primavera como un marciano.