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Y al día siguiente, por vez primera en mi vida, descubrí ese placer tan singular de apretar contra mí un arma de fuego, un Kaláshnikov, y de sentir sus nerviosos temblores en mi hombro. Y de ver cubrirse de agujeros, a lo lejos, una figura de contrachapado. Las sacudidas insistentes del arma, su fuerza viril, poseían para mí una naturaleza profundamente sensual.

Además, desde la primera ráfaga, mi cabeza se llenó de un vibrante silencio. Mi vecino de la izquierda había disparado primero, ensordeciéndome. Aquel incesante carillón, que retumbaba en mis oídos, los irisados rayos de sol en mis pestañas, el agreste olor de la tierra bajo mi cuerpo, me hacían sentir en el súmmum de la felicidad.

Porque por fin volvía a la vida. Por fin le encontraba un sentido. Vivir en la venturosa simplicidad de unos gestos ordenados: disparar, caminar en formación, comer en escudillas de aluminio la kacha de mijo. Dejarse llevar por un movimiento colectivo dirigido por otros. Por los que conocían la meta suprema. Los que, generosamente, asumían el peso de nuestra responsabilidad, convirtiéndonos en seres livianos, transparentes, nítidos. Esa meta era, a su vez, sencilla y unívoca: defender la patria. Me apresuré a identificarme con aquel objetivo fundamental, a disolverme en la masa maravillosamente irresponsable de mis compañeros. Arrojaba granadas, disparaba, montaba una tienda. Feliz. Embelesado. Sano. Y a ratos recordaba con estupor al adolescente que, en una vieja casa al borde de la estepa, se pasaba días enteros meditando sobre la vida y milagros de tres mujeres divisadas en un revoltillo de viejos periódicos. Si alguien me hubiera presentado a ese soñador, sin duda no lo habría reconocido. No me habría reconocido…

Al día siguiente, el instructor nos llevó a presenciar la llegada de una columna de tanques. Divisamos primero una nube gris que se hinchaba en el horizonte. Luego, una potente vibración se propagó por la suela de nuestras botas. La tierra temblaba, y la nube, tomándose amarilla, ascendió hasta el sol y lo eclipsó. Desaparecieron todos los ruidos, cubiertos por el traqueteo mecánico de las orugas. El primer tanque atravesó el muro de polvo; asomó primero el tanque del comandante, luego un segundo, un tercero… Y antes de detenerse, los tanques describieron una apretada curva para ponerse en hilera, al lado del precedente. Sus orugas restallaban entonces violentamente desgarrando la hierba en largas tiras.

Hipnotizado por el poderío del imperio, imaginé de repente el globo terrestre, y que esos carros -¡nuestros carros!- podían desollarlo de cabo a rabo. Me invadió un orgullo que nunca hasta entonces había experimentado…

Y los soldados que salían de las torrecillas me fascinaron por su serena virilidad. Todos ellos se parecían; estaban tallados en la misma materia firme y sana. Los adivinaba invulnerables a los cavernosos pensamientos que me habían torturado durante el invierno. No, todo aquel limo mental no habría permanecido un solo segundo en la límpida corriente de sus razonamientos, sencillos y directos como las órdenes que obedecían. Envidiaba tremendamente su vida. Estaba expuesta allí, bajo el sol, sin una sola mota de sombra. Su fuerza, el olor viril de sus cuerpos, sus guerreras polvorientas. Y la presencia, en algún lugar, de la joven pelirroja, de aquella adolescente, de aquella promesa amorosa. Sólo ansiaba una cosa: poder, un día, asomar por la angosta torrecilla de un tanque, saltar sobre las orugas, luego a la tierra blanda, y caminar con paso agradablemente cansado hacia la mujer-promesa.

Esa vida, una vida profundamente soviética en la que había sido siempre una especie de marginado, me exaltó. Fundirme en su rutina generosa y colectivista se me antojó de repente una luminosa solución. ¡Vivir como vivían todos! Conducir un tanque y, cuando me licenciaran, derretir acero en medio de las máquinas de una gran fábrica a orillas del Volga; acudir cada sábado al campo de fútbol a ver un partido. Pero, sobre todo, saber que en esa tranquila y previsible sucesión de días latía un gran proyecto mesiánico: ese comunismo gracias al cual seríamos todos, un día, permanentemente felices, cristalinos en nuestros pensamientos, estrictamente iguales…

En aquel momento, rasando casi los árboles del bosque, aparecieron los cazas sobre nuestras cabezas. Volando en grupos de tres, hicieron estallar el cielo sobre nosotros. Irrumpían en sucesivas oleadas hendiendo el aire y haciéndome estallar el cerebro con sus decibelios.

Más tarde, en el silencio de la noche, observé durante largo rato la llanura desierta, las oscuras estrías de la hierba arrancada aquí y allá. Un niño -pensaba- había imaginado una fabulosa ciudad que se elevaba por encima de aquel brumoso horizonte… Ese niño ya no existía. Me había curado.

Desde aquel memorable día de abril, la minisociedad escolar me aceptó. Me recibieron con la generosidad condescendiente con que se trata a los neófitos, los conversos fervorosos o los arrepentidos entusiastas. Puse todo mi empeño en mostrarles que mi singularidad había quedado definitivamente superada. Que era como ellos. Y que, además, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para expiar mi marginación.

Entretanto, la propia minisociedad había cambiado. Copiando cada vez mejor el mundo de los adultos, se había dividido en clanes. ¡Sí, casi en clases sociales! Entre ellas distinguí tres que prefiguraban ya el futuro de aquellos adolescentes, unidos poco tiempo antes en una pandilla homogénea. Había primero un grupo de «proletarios». La mayoría provenía de familias obreras que suministraban mano de obra a los talleres del enorme puerto fluvial. Había también un núcleo de alumnos competentes en matemáticas, futuros tejnars que, mezclados en otro tiempo con los proletarios y dominados por ellos, se desmarcaban cada vez más, ocupando el primer plano de la escena escolar. Por último, estaba la camarilla más cerrada y elitista, la más minoritaria también, en la que se reconocía a la inteligentsia en ciernes.

Yo era uno más en cada una de esas clases, y todo el mundo me apreciaba por mi papel de mediador. En un momento dado, me creí casi insustituible. Gracias a… Francia.

Porque, ya curado de ella, me dedicaba a contarla. Me hacía feliz poder confiar a quienes me habían aceptado entre ellos toda aquella reserva de anécdotas acumuladas desde hacía años. Mis relatos gustaban. Combates en las catacumbas, ancas de rana pagadas a precio de oro, calles enteras entregadas al amor venal en París…, todos estos temas me dieron fama de versado narrador.

Hablaba, y al hablar notaba que me había curado del todo. Los accesos de locura que tiempo atrás me sumían en un vertiginoso pasado no habían vuelto a repetirse. Francia se había convertido en pura materia narrativa. Divertida, exótica a los ojos de mis colegas, excitante cuando describía «el amor a la francesa», pero en definitiva no muy distinta de los chascarrillos, con frecuencia procaces, que nos contábamos durante los recreos mientras fumábamos apresuradamente un pitillo.

No tardé en advertir que debía acomodar mis relatos franceses al gusto de mis interlocutores. La misma anécdota cambiaba de tono según la contase a los «proletarios», a los «tejnars» o a los «intelectuales». Orgulloso de mi talento de conferenciante, modificaba los géneros, adaptaba los niveles de estilo, seleccionaba las palabras. Así, para agradar a los primeros, me demoraba largo rato en los tórridos retozos del presidente y Marguerite. El mero hecho de que un hombre -y por añadidura un presidente de la República- hubiese muerto por haberse extralimitado en el amor los sumía ya en el éxtasis. Los tejnars, en cambio, se mostraban más sensibles a las peripecias de la intriga psicológica. Querían saber qué había sido de Marguerite tras su proeza amorosa. Les referí entonces el misterioso doble asesinato que se produjo en el Impasse Ronsin: aquella terrible mañana de mayo en que el marido de Marguerite apareció estrangulado con un cordón y su suegra asfixiada con su propia dentadura postiza… No olvidé añadir que el marido, que era pintor, no daba abasto con los encargos oficiales, en tanto que su esposa no había renunciado a sus amistades influyentes. Y que, según cierta versión, uno de los sucesores del difunto Félix Faure, a todas luces un ministro, había sido sorprendido por el marido…